domingo, 9 de febrero de 2020

El pensador del mundo

Por Daniel Link para Perfil Cultura



En el campo de las humanidades (“palabra orgullosa y triste”), Georg Steiner, que acaba de morir a sus noventa años, ocupa un lugar que ya no existe o es imposible. Steiner fue, como Eric Auerbach, uno de los grandes lectores del siglo XX. Había nacido en París en 1929, en el seno de una familia judía de origen vienés. En 1940, su familia emigró a Nueva York, para huir del nazismo. Estudio en Chicago, en Harvard, en Oxford. Se especializó en literatura comparada, no porque quisiera jactarse de su erudición (abrumadora) sino porque entendía que era el ámbito adecuando de desarrollo de las experiencias de los “maestros-refugiados”, esos nómades como él (y como Auerbach y como Leo Spitzer) que necesitaron inventarse una patria porque ninguna de las existentes podía ser vivida como propia sin desgarraduras. Esa patria fue para ellos el mundo, esa extraña creación del espíritu. Lenguaje y silencio: ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano (1967), En el castillo de Barba Azul: aproximación a un nuevo concepto de cultura (1971) y Extraterritorial: Ensayos sobre literatura y la revolución lingüística (1972) son algunos de sus fundamentales aportes a la mejor comprensión del mundo y los trazos y los ritmos a través de los cuales su voz se deja apenas entrever.

Pero hay sobre todo una idea que Steiner nos regaló. Está desarrollada en

Después de Babel - Aspectos del lenguaje y la traducción (1975).

Estamos acostumbrados a pensar que, cuando los hombres quisieron construir una torre que llegara al cielo, Dios castigó esa arrogancia confundiendo para siempre sus lenguajes. Se cometió un error atroz, se produjo una liberación accidental del caos, semejante a la que desencadenó la caja de Pandora. Así, la situación lingüística del hombre, las barreras absurdas que le impiden comunicarse, son un castigo. Deseoso de escuchar, como Tántalo, la charla de los dioses, el hombre mortal se vio convertido en un bruto y perdió todo recuerdo de su palabra nativa y universal.

Para Steiner, por el contrario, la pródiga diversidad de los lenguajes naturales (unos veinte mil, históricamente considerados) ha sido la condición indispensable para que hombres y mujeres gocen de la libertad de percibir, de articular y de “reescribir” el mundo existencial en plural libertad.

El lenguaje único es concentracionario y Dios quiso librarnos de esa pesadilla a la que los nacionalismos pretenden devolvernos. El mundo es uno y es diverso y cada vez que una lengua desaparece, muere con ella un mundillo entero, una forma de vivir, una manera de hacer memoria.

Georg Steiner podría no haber dicho otra cosa, y esto ya sería un bien a agradecerle. Por fortuna dijo, escribió y pensó mucho más. Pensó el mundo como posibilidad.


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