En el campo de las humanidades
(“palabra orgullosa y triste”), Georg Steiner, que acaba de morir
a sus noventa años, ocupa un lugar que ya no existe o es imposible.
Steiner fue, como Eric Auerbach, uno de los grandes lectores del
siglo XX. Había nacido en París en 1929, en el seno de una familia
judía de origen vienés. En 1940, su familia emigró a Nueva York,
para huir del nazismo. Estudio en Chicago, en Harvard, en Oxford. Se
especializó en literatura comparada, no porque quisiera jactarse de
su erudición (abrumadora) sino porque entendía que era el ámbito
adecuando de desarrollo de las experiencias de los
“maestros-refugiados”, esos nómades como él (y como Auerbach y
como Leo Spitzer) que necesitaron inventarse una patria porque
ninguna de las existentes podía ser vivida como propia sin
desgarraduras. Esa patria fue para ellos el mundo, esa extraña
creación del espíritu. Lenguaje
y silencio: ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano
(1967),
En el castillo de Barba Azul: aproximación a un nuevo concepto de
cultura (1971)
y Extraterritorial:
Ensayos sobre literatura y la revolución lingüística (1972)
son algunos de sus fundamentales aportes a la mejor comprensión del
mundo y los trazos y los ritmos a través de los cuales su voz se
deja apenas entrever.
Pero hay sobre todo una
idea que Steiner nos regaló. Está desarrollada en
Después de Babel - Aspectos del
lenguaje y la traducción (1975).
Estamos acostumbrados a pensar que,
cuando los hombres quisieron construir una torre que llegara al
cielo, Dios castigó esa arrogancia confundiendo para siempre sus
lenguajes. Se cometió
un error atroz, se produjo una liberación accidental del caos,
semejante a la que desencadenó la caja de Pandora. Así, la
situación lingüística del hombre, las barreras absurdas que le
impiden comunicarse, son un castigo. Deseoso de escuchar, como
Tántalo, la charla de los dioses, el hombre mortal se vio
convertido en un bruto y perdió todo recuerdo de su palabra nativa
y universal.
Para Steiner, por el contrario, la
pródiga diversidad de los lenguajes naturales (unos veinte mil,
históricamente considerados) ha sido la condición indispensable
para que hombres y mujeres gocen de la libertad de percibir, de
articular y de “reescribir” el mundo existencial en plural
libertad.
El lenguaje único es concentracionario
y Dios quiso librarnos de esa pesadilla a la que los nacionalismos
pretenden devolvernos. El mundo es uno y es diverso y cada vez que
una lengua desaparece, muere con ella un mundillo entero, una forma
de vivir, una manera de hacer memoria.
Georg Steiner podría no haber dicho
otra cosa, y esto ya sería un bien a agradecerle. Por fortuna dijo,
escribió y pensó mucho más. Pensó el mundo como posibilidad.
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