Se produjo una rasgadura en el tejido
de los días del verano y apareció un más allá del sentido: el Mal
absoluto existía y se había materializado en Villa Gesell, en la
figura de una Hidra de diez cabezas, monstruo acuático ctónico con
forma de serpiente policéfala.
El resultado: una muerte completamente
gratuita pero, sobre todo, un asesino colectivo que sale a desayunar
después de haber matado, como si nada.
Todas las hipótesis se desplegaron:
alcohol, droga, noche, la insensibilidad del poder, el desprecio de
clase. Nada sonaba satisfactorio. Pola Oloixarac manifestó su
fastidio en estas mismas páginas. Martín Kohan fue a revisar los
textos fundamentales de la infamia argentina: “La fiesta del
monstruo”, “El niño proletario”. Las feministas
editorializaron: “¿Vieron? Nadie está a salvo”.
Esta semana, se descubrió el registro
en video del ataque en uno de los dispositivos del Monstruo
policéfalo (que otros llaman Horda, pero que es un Único: el Único
fascista).
Surgió una nueva posibilidad, una
nueva figura: el “homicidio por placer”. Ignoro todo sobre esa
carátula, pero desde el punto de vista pulsional convendría pensar
antes en el goce que en placer, porque cuando la satisfacción se
liga con la muerte (propia o del otro), ahí, en esa sutura, lo que
está pasando desafía la noción misma de la vida, del viviente, del
animal y de lo político.
Si el exterminio del otro (matarlo a
golpes, lo que fuere) es lo único que garantiza mi propia
supervivencia, habría que preguntarse qué clase de vida es la vida
que yo llevo, que llevamos, y cómo nos define esa compulsión, la
misma que llevó a Leopold y Loeb,
dos estudiantes ricos de Chicago, a secuestrar y asesinar (por puro
placer intelectual) a Robert "Bobby" Franks en 1924. El
asunto le interesó a Cortázar, le interesó a Hitchcock (La
soga) y si vuelve a
interesarnos es porque interroga nuestra noción de humanidad y de
vida.
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