Quienes se dicen “pro vida” son
hipócritas o peones de las causas más siniestras. Por eso sus
manifestaciones públicas son una mezcla de (comprensible) terror y
de desprecio por el otro.
La hipocresía queda clara si se
analizan los argumentos en defensa de “la vida” en abstracto
(como si un espermatozoide, un embrión, un niño de diez años o un
melón pasado fueran lo mismo).
Por supuesto, entrenados en la
debatología, podríamos desarrollar ese argumento con el mismo rigor
que le aplicaron los textos vetotestamentarios en su momento (por
razones históricas en las que no tiene aquí sentido detenerse): el
onanista merece la muerte porque impide la continuidad de la especie;
la adúltera merece la muerte porque enturbia la distribución de la
herencia.
Nada de eso nos interesa ya, como
tampoco nos conviene una defensa de lo vivo que prive a la humanidad
del derecho soberano a elegir en qué condiciones se puede elegir
éticamente.
Estamos, en abstracto, contra el
aborto, porque supone una confrontación violenta (en el sentido de
no deseada ni buscada) no tanto con la muerte, como se pretende, sino
con el sentido de la vida.
Ahora bien, eso no puede ser un
obstáculo para la promulgación de una ley de salud pública que
garantice que las personas que no estén en condiciones de decidir la
continuidad de un embarazo sin peligro (para sus propias vidas y para
la comunidad de la que forman parte) puedan interrumpirlo en
condiciones sanitarias comunes y seguras.
Puestos a decidir en qué contextos la
interrupción del embarazo y el cuerpo de la mujer pueden ser
pensados puede presuponer un horizonte antisocial, de la pura
negatividad, tal como se pretende, desde el mismo lugar “pro-vida”,
de los sujetos designados como queer, porque desafían las así
llamadas leyes naturales y esa otra abstracción ridícula: la
ciencia.
En la interrupción del embarazo
resuenan los problemas éticos de la responsabilidad y el
consentimiento y, más en general, el de la vida y la muerte, pero
especificadas: “qué vida” y “qué muerte”.
Si la vida puede legítimamente
plantearse como un continuo, de ningún modo puede pensársela en
abstracto, como si la mapaternidad hubiera sido lo mismo para los
esclavos de la Grecia antigua, para los obreros de la Inglaterra del
siglo XVIII o para los millenials a quienes nos gustaría
restringirles el acceso a las redes sociales por un tiempo. Cada vez,
la producción de lo viviente ha significado cosas diferentes.
Los peones de la ideología pro-vida,
algunas veces sin saberlo, pero la mayoría de las veces con muy mala
conciencia, atribuyen a las mujeres que militan en favor de la
legalización de la interrupción del embarazo (lo que no significa
aplaudir el aborto, ni mucho menos) una capacidad ilusoria para dañar
a los niños y al futuro (de la nación y de la especie). Por eso los
vientres gestantes son condenadas a un nuevo estado de excepción:
hay que vigilarlos, para que no desbaraten los objetivos del
capitalismo y para que sigan produciendo a toda costa esclavos y para
que el cálculo optimizador de lo viviente que caracteriza a nuestros
Estados no se desbarate.
Esa responsabilización de la mujer
funciona como coartada del poder para atar el cuerpo de la mujer a
una función reproductiva cuyo objetivo es la producción a gran
escala de esclavitud maquínica, de vidas precarizadas (incluida,
claro, la de la madre condenada a serlo).
El Niño fantasmático que invocan los
ideólogos pro-vida y la Madre imaginaria complemento de esa figura
de discurso delimitan el espacio de excepción en el que se juega no
tanto el principio liberal de decidir algo sobre el propio cuerpo,
sino el derecho soberano a elegir en qué condiciones uno es capaz de
decidir sobre la propia vida calificada (esto quiere decir: una vida
tal o cual, una vida imaginada en esta o en aquella dirección).
Una respuesta ética mucho más luminosa que la actual
criminalización sería decir no al aborto (en el sentido de no
desearlo, y de no considerarlo una opción) en un contexto legal que
no prohiba su ejercicio ni criminalice a quienes deciden no poder
decidir en algunas condiciones específicas la mapaternidad.
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