sábado, 15 de febrero de 2020

En defensa de una vida

por Daniel Link para Perfil

Quienes se dicen “pro vida” son hipócritas o peones de las causas más siniestras. Por eso sus manifestaciones públicas son una mezcla de (comprensible) terror y de desprecio por el otro.
La hipocresía queda clara si se analizan los argumentos en defensa de “la vida” en abstracto (como si un espermatozoide, un embrión, un niño de diez años o un melón pasado fueran lo mismo).
Por supuesto, entrenados en la debatología, podríamos desarrollar ese argumento con el mismo rigor que le aplicaron los textos vetotestamentarios en su momento (por razones históricas en las que no tiene aquí sentido detenerse): el onanista merece la muerte porque impide la continuidad de la especie; la adúltera merece la muerte porque enturbia la distribución de la herencia.
Nada de eso nos interesa ya, como tampoco nos conviene una defensa de lo vivo que prive a la humanidad del derecho soberano a elegir en qué condiciones se puede elegir éticamente.
Estamos, en abstracto, contra el aborto, porque supone una confrontación violenta (en el sentido de no deseada ni buscada) no tanto con la muerte, como se pretende, sino con el sentido de la vida.
Ahora bien, eso no puede ser un obstáculo para la promulgación de una ley de salud pública que garantice que las personas que no estén en condiciones de decidir la continuidad de un embarazo sin peligro (para sus propias vidas y para la comunidad de la que forman parte) puedan interrumpirlo en condiciones sanitarias comunes y seguras.
Puestos a decidir en qué contextos la interrupción del embarazo y el cuerpo de la mujer pueden ser pensados puede presuponer un horizonte antisocial, de la pura negatividad, tal como se pretende, desde el mismo lugar “pro-vida”, de los sujetos designados como queer, porque desafían las así llamadas leyes naturales y esa otra abstracción ridícula: la ciencia.
En la interrupción del embarazo resuenan los problemas éticos de la responsabilidad y el consentimiento y, más en general, el de la vida y la muerte, pero especificadas: “qué vida” y “qué muerte”.
Si la vida puede legítimamente plantearse como un continuo, de ningún modo puede pensársela en abstracto, como si la mapaternidad hubiera sido lo mismo para los esclavos de la Grecia antigua, para los obreros de la Inglaterra del siglo XVIII o para los millenials a quienes nos gustaría restringirles el acceso a las redes sociales por un tiempo. Cada vez, la producción de lo viviente ha significado cosas diferentes.
Los peones de la ideología pro-vida, algunas veces sin saberlo, pero la mayoría de las veces con muy mala conciencia, atribuyen a las mujeres que militan en favor de la legalización de la interrupción del embarazo (lo que no significa aplaudir el aborto, ni mucho menos) una capacidad ilusoria para dañar a los niños y al futuro (de la nación y de la especie). Por eso los vientres gestantes son condenadas a un nuevo estado de excepción: hay que vigilarlos, para que no desbaraten los objetivos del capitalismo y para que sigan produciendo a toda costa esclavos y para que el cálculo optimizador de lo viviente que caracteriza a nuestros Estados no se desbarate.
Esa responsabilización de la mujer funciona como coartada del poder para atar el cuerpo de la mujer a una función reproductiva cuyo objetivo es la producción a gran escala de esclavitud maquínica, de vidas precarizadas (incluida, claro, la de la madre condenada a serlo).
El Niño fantasmático que invocan los ideólogos pro-vida y la Madre imaginaria complemento de esa figura de discurso delimitan el espacio de excepción en el que se juega no tanto el principio liberal de decidir algo sobre el propio cuerpo, sino el derecho soberano a elegir en qué condiciones uno es capaz de decidir sobre la propia vida calificada (esto quiere decir: una vida tal o cual, una vida imaginada en esta o en aquella dirección).
Una respuesta ética mucho más luminosa que la actual criminalización sería decir no al aborto (en el sentido de no desearlo, y de no considerarlo una opción) en un contexto legal que no prohiba su ejercicio ni criminalice a quienes deciden no poder decidir en algunas condiciones específicas la mapaternidad.

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