domingo, 27 de marzo de 2005

La otra rama de los Bustos

Álvaro Bustos se dedica a la astrología sistemática como una forma (pienso yo) de ordenar de acuerdo con algún principio los padecimientos a los que tres generaciones de su familia fueron sometidas por el capricho de María Antonia Deolinda de Bustos, conocida como la Difunta Correa y, según el astrólogo profesional y arqueólogo aficionado que vive en mi edificio (le conozco otros pasatiempos que pasaré por escrito en cuanto tenga tiempo), su antepasada más famosa. Ese sino catastrófico provocado por la ira vengativa de una Palas tercermundista ha terminado por resultarme amenazante y a él vengo atribuyendo (sin ninguna razón, piensa S.) las catástrofes que últimamente se suceden en Montserrat, nuestro barrio.
El otro día, estaba yo en la puerta de calle, lidiando con la silla de ruedas que tenía que llevarle a mi mamá para su convalescencia, cuando apareció el radiante Marcos, que salía a la calle sin rumbo fijo, agobiado, me contó después, por el encierro en el que vive Álvaro, quien no sólo sale poco de su casa sino que rara vez está fuera de su estudio (donde atiende sus consultas o trabaja en sus esotéricos proyectos). Carezco, como se sabe, de toda forma de resistencia a la simpatía arrasadora de Marcos (he notado que lo mismo le sucede a la mayoría de las personas que con él se cruzan, con la excepción de S., que se burla de él cada vez que puede). Al verme, ofrecerse a ayudarme se unió en una sola frase a la manifestación de la alegría que le provocaba nuestro encuentro. Naturalmente, cuando le expliqué el accidente de mi mamá y el propósito de mi partida se ofreció a acompañarme, aclarándome el favor que yo le haría aceptando su compañía, con lo mucho que a él le gustaba el campo y lo bien que le caía a su cuerpo respirar aire fresco, sobre todo en un día vacío de compromisos laborales como aquél.
Cuando terminamos de acomodar la silla de ruedas en el baúl (operación no imposible, pero extremadamente complicada para una sola persona) ya habíamos arreglado los pormenores de la excursión. Quise volver a avisarle a S. el cambio de planes (tenía sesiones de fotos pactadas y que por eso no me acompañaba), porque sabía que no le iba a caer bien el improvisado picnic campestre en que se convertía mi visita terapéutica, pero después pensé que era infantil que me sintiera culpable, o en todo caso: era más inquietante que el hecho mismo de que estuviera llevándome (como después se me reprochó) a Marcos al campo.
Charlamos mucho. O mejor: Marcos habló mucho, interrumpido por mis carcajadas o mis gorgoreos de complicidad y de placer ante algunas de sus frases y mis incrédulos pedidos de aclaración en relación con otras.
Cuando llegamos, mi mamá, que estaba feliz con la visita, tardó cinco segundos en tratar a Marcos como uno más de sus hijos adoptivos. El día estuvo delicioso y Marcos me rogó que destapáramos la pileta para poder nadar un poco, cosa que hice porque de todos modos quería controlar los niveles de cloro y el índice de alcalinidad antes de que viniera el invierno.
Marcos nadó mientras yo ordenaba los asuntos de mi mamá y de la casa. Hablé con Remigia, la mujer que va a venir a hacerle la comida cada mediodía y con Jorge, su nuevo chofer y mandadero, quienes sumados a los servicios de Dante, el jardinero, completan la red de contención que me permitirá vivir durante los próximos veinte días, antes que todo vuelva a la normalidad.
El placer de Marcos en el agua (a cuyas caricias se entregó desnudo) parecía sacado de Azul profundo o, si se prefiere una referencia menos maricona, Crónica de un niño solo. Esta película viene a cuento sobre todo porque Marcos, como su "primo", fue también un niño sin familia. De su infancia y de su relación con Álvaro hablamos en el viaje de vuelta. Durante el viaje de ida hablamos de cosas menos comprometoras, como nuestros mutuos antepasados (algo que para mí constituye una obsesión desde hace un par de años).
Marcos también tenía una antepasada famosa, aunque de menor rango que la de Álvaro (a la que Marcos podría perfectamente haber aspirado, porque después de todo su apellido es también Bustos). A Marcos no le simpatizaba decirse descendiente de la Difunta Correa (cuyo poder teme, es decir, en cuya potencia vengadora cree a pie juntillas), y prefiere decirse descendiente de la mujer más linda del siglo XIX ("¿quién fue el gaucho que no la quería?", canturreó Marcos).
Ramona Bustos nació y se crió en lo que hoy es Barracas y era dueña de una clase de hermosura que no suele ser frecuente en las mujeres criollas (famosas ya entonces por su belleza): era rubia y cantaba bellamente. Era una mujer feliz (Marcos cuenta esto como si lo hubiera vivido, como si la estuviera viendo. Y lo entiendo, porque yo también, como casi todos mis compatriotas, hemos vivido con la pregnancia de esa imagen).
Hacia finales de 1840, uno de los años de represión política más sangrienta en la historia argentina del siglo XIX (el siglo XX se encargaría de demostrar que, al menos en eso, los argentinos podíamos batir nuestros propios récords), Ramona Bustos atendía un expendio de ramos generales, una tarea infrecuente para las mujeres de la época (en los censos de 1778 son 2/200, y 25/500 en los registros de 1825). Es probable que durante la guerra con Brasil (el tratado de paz se firmó en 1828) la leva consecuente haya dejado a un porcentaje mayor de mujeres al frente de los negocios de sus maridos, pero hacia 1840 la profesión seguía siendo predominantemente masculina.
Un día, un payador de las tropas de Lavalle le dijo que se fuera con él. Harta del autoritarismo de la Mazorca, ella preguntó: "¿a qué hora salimos?". "Al mediodía", le contestó él. Como iban hacia el Noroeste, una zona dominada por las montoneras de Quiroga, infranqueable sin la asistencia del ejército, ella pensó que podía llegar a visitar a los parientes que, sabía, tenía en algún lugar de la árida provincia de San Juan. "Eso fue lo segundo", dice Marcos. "Lo primero es que el payador le gustaba".
"Y así fue como dejó Buenos Aires mi abuelita célebre, una de las mujeres más lindas de sur de la ciudad, en la grupa del caballo de un payador lindísimo", cuenta Marcos. ¿Cómo no entender que, antes que decirse descendiente de la Difunta Correa, él prefiera decirse tataranieto (o algo así) de la pulpera de Santa Lucía?

Era rubia y sus ojos celestes
reflejaban la gloria del día
y cantaba como una calandria
la pulpera de Santa Lucía.

Era flor de la vieja parroquia
¿quién fue el gaucho que no la quería?
Los soldados de cuatro cuarteles
suspiraban en la pulpería.

Le cantó el payador mazorquero
con un dulce gemir de vihuelas.
En la reja que olía a jazmines
en el patio que olía a diamelas:

"Con el alma te quiero, pulpera
y algún día tendrás que ser mía",
mientras llenan las noches del barrio
las guitarras de Santa Lucía.

La llevó un payador de Lavalle
cuando el año cuarenta moría;
ya no alumbran sus ojos celestes
la parroquia de Santa Lucía.

No volvieron los trompas de Rosas
a cantarle vidalas y cielos;
en la reja de la pulpería
los jazmines lloraban de celos.

Y volvió el payador mazorquero
a cantar en el patio vacío
la doliente y postrer serenata
que llevábase el viento del río :

"¿Dónde estás con tus ojos celestes
oh pulpera que no fuiste mía?
¡Cómo lloran por ti las guitarras,
las guitarras de Santa Lucía!".

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