domingo, 27 de diciembre de 2015

Del Estado de derecho al Estado de seguridad

por Giorgio Agamben para Le Monde vía Artillería Inmanente

No es posible comprender lo que realmente se juega en la prolongación del estado de emergencia en Francia si no se lo sitúa en el contexto de una transformación del modelo estatal que nos es familiar. Es crucial, primero que nada, desmentir el propósito de las mujeres y hombres políticos irresponsables, según los cuales el estado de emergencia sería un escudo para la democracia.
Los historiadores saben perfectamente que lo que es cierto es lo contrario. El estado de emergencia es justamente el dispositivo mediante el cual los poderes totalitarios se instalaron en Europea. Así, en los años que precedieron a la toma del poder por Hitler, los gobiernos socialdemócratas de Weimar habían recurrido tan a menudo al estado de emergencia (estado de excepción, como se lo nombra en alemán) que se pudo decir que Alemania había dejado de ser, antes de 1933, una democracia parlamentaria.
Ahora bien, la primera acción de Hitler, después de su nombramiento, fue proclamar un estado de emergencia, que jamás fue revocado. Cuando la gente se sorprende de los crímenes que pudieron cometerse impunemente en Alemania por los nazis, se olvida de que estos actos eran perfectamente legales, porque el país estaba sometido al estado de excepción y las libertades individuales estaban suspendidas.
No vemos por qué un escenario semejante no podría repetirse en Francia: imaginamos sin dificultad un gobierno de extrema derecha sirviéndose para sus fines de un estado de emergencia al que gobiernos socialistas han habituado a partir de ahora a los ciudadanos. En un país que vive en un estado de emergencia prologando, y en el que las operaciones de policía sustituyen progresivamente al poder judicial, cabe aguardar una degradación rápida e irreversible de las instituciones públicas.
Esto es tanto más cierto que el estado de emergencia se inscribe, hoy en día, en el proceso que está haciendo evolucionar las democracias occidentales hacia algo que hay que llamar, ya mismo, Estado de seguridad («Security State», como dicen los politólogos estadounidenses).
La palabra «seguridad» ha entrado tanto en el discurso político que se puede decir, sin temor a equivocarse, que las «razones de seguridad» han tomado el lugar de aquello que se llamaba, en otro tiempo, la «razón de Estado». Hace falta, sin embargo, un análisis de esta nueva forma de gobierno. Como el Estado de seguridad no atañe ni al Estado de derecho ni a aquello que Michel Foucault llamaba las «sociedades de disciplina», conviene arrojar aquí algunas referencias con miras a una posible definición.
En el modelo del británico Thomas Hobbes, quien ha influenciado tan profundamente nuestra filosofía política, el contrato que transfiere los poderes al soberano presupone el miedo recíproco y la guerra de todos contra todos: el Estado es aquello que viene precisamente a poner fin al miedo. En el Estado de seguridad, este esquema se invierte: el Estado se funda duraderamente en el miedo y debe, a toda costa, mantenerlo, pues extrae de él su función esencial y su legitimidad.
Ya Foucault había mostrado que, cuando la palabra «seguridad» aparece por primera vez en Francia en el discurso político con los gobiernos fisiócratas antes de la Revolución, no se trataba de prevenir las catástrofes y las hambrunas, sino de dejarlas advenir para poder a continuación gobernarlas y orientarlas a una dirección que se estimaba beneficiosa.
De igual modo, la seguridad que está en cuestión hoy no apunta a prevenir los actos de terrorismo (lo cual es, por lo demás, extremadamente difícil, si no imposible, porque las medidas de seguridad sólo son eficaces después del golpe, y el terrorismo es, por definición, una serie de primeros golpes), sino a establecer una nueva relación con los hombres, que es la de un control generalizado y sin límites — de ahí la insistencia particular en los dispositivos que permiten el control total de los datos informáticos y comunicacionales de los ciudadanos, incluyendo la retención integral del contenido de las computadoras.
El riesgo, el primero que nosotros levantamos, es la deriva hacia la creación de una relación sistémica entre terrorismo y Estado de seguridad: si el Estado necesita el miedo para legitimarse, es entonces necesario, en última instancia, producir el terror o, al menos, no impedir que se produzca. Se ve así a los países proseguir una política extranjera que alimenta el terrorismo que se debe combatir en el interior y mantener relaciones cordiales e incluso vender armas a Estados de los que se sabe que financian las organizaciones terroristas.
Un segundo punto, que es importante captar, es el cambio del estatuto político de los ciudadanos y del pueblo, que se suponía que es que el titular de la soberanía. En el Estado de seguridad, vemos producirse una tendencia irreprimible hacia aquello que bien hay que llamar una despolitización progresiva de los ciudadanos, cuya participación en la vida política se reduce a los sondeos electorales. Esta tendencia es tanto más inquietante que había sido teorizada por los juristas nazis, quienes definen al pueblo como un elemento esencialmente impolítico, cuya protección y crecimiento debe asegurar el Estado.
Ahora bien, según estos juristas, hay una sola manera de volver político este elemento impolítico: mediante la igualdad de ascendencia y raza, que va a distinguirlo del extranjero y del enemigo. No se trata aquí de confundir el Estado nazi y el Estado de seguridad contemporáneo: lo que hay que comprender es que, si se despolitiza a los ciudadanos, ellos no pueden salir de su pasividad más que si se los moviliza mediante el miedo contra un enemigo que no le sea solamente externo (eran los judíos en Alemania, son los musulmanes en Francia hoy en día).
Es en este marco donde hay que considerar el siniestro proyecto de deterioro de la nacionalidad para los ciudadanos binacionales, que recuerda a la ley fascista de 1929 sobre la desnacionalización de los «ciudadanos indignos de la ciudadanía italiana» y las leyes nazis sobre la desnacionalización de los judíos.
Un tercer punto, cuya importancia no hay que subestimar, es la transformación radical de los criterios que establecen la verdad y la certeza en la esfera pública. Lo que impresiona en primer lugar a un observador atento a los informes de los crímenes terroristas es la renuncia integral al establecimiento de la certeza judicial.
Mientras en un Estado de derecho es entendido que un crimen sólo puede ser certificado con una investigación judicial, bajo el paradigma seguritario uno debe contentarse con lo que dicen de él la policía y los medios de comunicación que dependen de ésta — es decir, dos instancias que siempre han sido consideradas como poco fiables.
De ahí la vaguedad increíble y las contradicciones patentes en las reconstrucciones apresuradas de los eventos, que eluden adrede toda posibilidad de verificación y de falsificación y que se parecen más a chismorreos que a investigaciones. Esto significa que al Estado de seguridad le interesa que los ciudadanos —cuya protección debe asegurar— permanezcan en la incertidumbre sobre aquello que los amenaza, porque la incertidumbre y el terror van de la mano.
Es la misma incertidumbre que se encuentra en el texto de la ley del 20 de noviembre sobre el estado de emergencia, que se refiere a «toda persona hacia la cual existan serias razones de pensar que su comportamiento constituye una amenaza para el orden público y la seguridad». Es completamente evidente que la fórmula «serias razones de pensar» no tiene ningún sentido jurídico y, en cuanto que remite a lo arbitrario de aquel que «piensa», puede aplicarse en todo momento a cualquiera. Ahora bien, en el Estado de seguridad, estas fórmulas indeterminadas, que siempre han sido consideradas por los juristas como contrarias al principio de la certeza del derecho, devienen la norma.
La misma imprecisión y los mismos equívocos resurgen en las declaraciones de las mujeres y hombres políticos, según los cuales Francia estaría en guerra contra el terrorismo. Una guerra contra el terrorismo es una contradicción en los términos, pues el estado de guerra se define precisamente por la posibilidad de identificar de manera certera al enemigo que se debe combatir. Desde la perspectiva seguritaria, el enemigo debe —por el contrario— permanecer en lo vago, para que cualquiera —en el interior, pero también en el exterior— pueda ser identificado como tal.
Mantenimiento de un estado de miedo generalizado, despolitización de los ciudadanos, renuncia a toda certeza del derecho: éstas son tres características del Estado de seguridad, que son suficientes para inquietar a las mentes. Pues esto significa, por un lado, que el Estado de seguridad en el que estamos deslizándonos hace lo contrario de lo que promete, puesto que —si seguridad quiere decir ausencia de cuidado (sine cura)— mantiene, en cambio, el miedo y el terror. El Estado de seguridad es, por otro lado, un Estado policiaco, ya que el eclipse del poder judicial generaliza el margen discrecional de la policía, la cual, en un estado de emergencia devenido normal, actúa cada vez más como soberano.
Mediante la despolitización progresiva del ciudadano, devenido en cierto sentido un terrorista en potencia, el Estado de seguridad sale al fin del dominio conocido de la política, para dirigirse hacia una zona incierta, donde lo público y lo privado se confunden, y cuyas fronteras provocan problemas para definirlas.


sábado, 26 de diciembre de 2015

La reinvención de la fuerza


Por Daniel Link para Perfil



Le debemos tanto a J.J. Abrams que nunca sabremos por dónde empezar: ¿Por Lost, por Super 8, por Star Trek? Tengo poco espacio así que voy al grano: J.J. Abrams retomó el proyecto que el azar puso en manos de un siniestro director que se encargó de arruinarlo con toda su (mala) fuerza durante décadas y le devolvió la potencia que La guerra de las galaxias siempre tuvo y que vuelve a alcanzarnos, más allá de las eras y los dolores de columna, revelándonos que en algún lugar de nuestros cuerpos seguimos sosteniendo ese estado de la imaginación llamado infancia en todas su pureza.

Mi hija dice que lloró. Yo no llegué a tanto, pero me emocioné más allá de lo previsible. Mi hijo objeta la debilidad del Mal y el carácter automático del Bien. Si no fuera por esas propiedades, le digo, ya habría perdido las ganas de vivir hace tiempo.

Mucho más que eso, J.J. Abrams saca a la terrible familia de Darth Vader del lugar crístico en el que había sido colocado por el fariseo George Lucas y la coloca en la matriz edípica de la que nunca dejó de formar parte. Hay una dimensión trágica que Abrams sabe manejar muy bien y que vuelve a La guerra de las galaxias de la mano de viejos conocidos y personajes nuevos (todos ellos intachables, desempeñados por un elenco extraordinario), un leve temblor que tanto se deja ver en el berrinche de un malo que sabe que no alcanzará las cimas de maldad a las que aspira o en las entretelas del alma que nunca se nos revelan del todo en la nueva pareja de la saga, Rey y Finn, pareja transrracial.

Robo de la reseña del New Yorker: “la trama de El despertar de la fuerza es un ejercicio de lealtad”. Agrego: no tanto lealtad a las primera película de 1977 (lo que es cierto) sino lealtad al amor ciego de los espectadores más intransigentes, entre los que me cuento.


miércoles, 23 de diciembre de 2015

¡Jate jodé!

Agustín Garzón, flamante interventor del AFSCA, es abogado egresado de la Universidad Católica Argentina y posee un Master en Derecho Administrativo de la Universidad Austral.

martes, 22 de diciembre de 2015

Fuerza, carajo

En 1977, yo vi La guerra de las galaxias en el cine. Pero ha pasado tanto tiempo (casi cuarenta años) que no recuerdo con quién. Ningún pormenor viene a mi memoria. Tenía menos de veinte años, era un niño. Recuerdo que a Bioy Casares y a Silvina Ocampo la película también les había gustado. No recuerdo si por las mismas razones que a mí, y que he expuesto ya más de una vez.
Luego, cada nueva entrega me alejó un poco más de aquella emoción primera (la "ley de los rendimientos decrecientes" que alguna vez propuso César Aira, se aplicaba bien a mi relación de espectación con esa saga).
Siempre odié con la misma fuerza (mala) a Chewbacca (pero nunca tanto como cuando Lucas decidió multiplicarlos), al inverosímil termotanque parlante (R2D2, también conocido como Arturito), pero entendía que era una concesión al gusto plebeyo del consumidor medio que necesita encontrar amor propio en la tontería.
1977 pasó a significar para mí otras cosas: el asesinato de Rodolfo Walsh, la desaparicion de mi primo Fernando. Crecí, como todo el mundo, en un mundo cada vez más cínico y más dominado por el cálculo berreta. Tuve una novia, me casé con ella, tuve dos hijos. Me divorcié. Leí alguna que otra cosa. Estudié con bastante interés las teorías modernas sobre el Estado y sobre las relaciones entre el Estado y lo viviente.
Miré con desprecio las elucubraciones previas urdidas por un senil antes de tiempo George Lucas, que reemplazaba los desiertos africanos, los pantanos y los bosques centroamericanos por villas italianas como escenarios de amores y desencuentros que no me interesaban tan poco como la lenta formación de escuadras jédicas, como si el bien y el mal fueran asunto de método y no de inspiración.
Introduje a mis hijos en el culto de Star Wars, y vimos juntos las remasterizaciones de las películas originales y discutí con ellos los pormenores de las tramas.
Me casé con un hombre quince años más joven que yo que, un poco por la diferencia de edad y otro poco por desdén hacia los paradigmas bibliográficos de izquierda que orientaron mi vida, coleccionaba y colecciona muñecos articulados de Star Wars, espadas láser, enanos de jardín con la morfología de ese otro odiado (aunque en menor grado): Yoda.
Detesté los episodios 1, 2 y 3 y pensé que el arte había acabado para siempre. Me refugié en rincones cada vez más oscuros: rechacé el cine en su conjunto, me prometí nunca más pisar una sala (cumplí la promesa a rajatabla), abandoné toda esperanza.
Cuando me enteré de que Lucas había vendido la franquicia y que J.J. Abrams, al que adoro, iba a continuar la saga, temblé de emoción.
Le debemos tanto a J.J. Abrams que nunca sabremos por dónde empezar: ¿Por Lost, por Super 8, por Star Trek? J.J. Abrams retomó el proyecto que el azar puso en manos de un siniestro director que se encargó de arruinarlo con toda su (mala) fuerza durante décadas y le devolvió la potencia que La guerra de las galaxias siempre tuvo y que vuelve a alcanzarnos, más allá de las eras y los dolores de columna, revelándonos que en algún lugar de nuestros cuerpos seguimos sosteniendo ese estado de la imaginación llamado infancia en todas su pureza.

Esta vez no fuimos con mis hijos juntos al cine (lo que me reprochan todavía). Temía que me vieran titubear y que nada de lo que hubiera en la pantalla despertara una emoción compartida. Mi hija dice que lloró. Yo no llegué a tanto, pero me conmoví más allá de lo previsible (además de todo lo demás, la película está muy bien actuada). Mi hijo objeta la debilidad del Mal y el carácter automático del Bien. Si no fuera por esas propiedades, le digo, ya habría perdido las ganas de vivir hace tiempo. Vamos a ir de nuevo juntos, en enero, para resolver en familia los aspectos más endebles de la trama.
Pero más allá de haber recuperado una emoción que vuelve intacta, J.J. Abrams saca a la terrible familia de Darth Vader del lugar crístico en el que había sido colocado por el fariseo George Lucas (¡Anakin hijo de la divina concepción!) y la coloca en la matriz edípica de la que nunca dejó de formar parte. Hay una dimensión trágica, citada por el encuentro en un camino angosto del padre y del hijo, que Abrams sabe manejar muy bien (lo vimos en Lost, lo vimos en Super 8, lo vimos en Star Trek) y que vuelve en La guerra de las galaxias de la mano de viejos conocidos y personajes nuevos (todos ellos intachables, desempeñados por un elenco extraordinario), un leve temblor que tanto se deja ver en el berrinche de un malo que sabe que no alcanzará las cimas de maldad a las que aspira o en las entretelas del alma que nunca se nos revelan del todo en la nueva pareja de la saga, Rey y Finn, un amor transrracial.
Robo de la reseña del New Yorker: “la trama de El despertar de la fuerza es un ejercicio de lealtad”. Agrego: no tanto lealtad a las primera película de 1977 (lo que es cierto) sino lealtad al amor ciego de los espectadores más intransigentes, entre los que me cuento.

Y tiene mucho humor: no sólo en los chistes que deliberadamente se pronuncian ("¿No hay por acá un triturador de basura?") sino en el modo en que se desprecia la estupidez de George Lucas en sus figuras más evidentes: hay que destruir Coruscant (algunos fanáticos dicen que en verdad se trata de Vague, sede de la Nueva República, pero es estéticamente necesario que se trate de Coruscant, para que los episodios 1, 2 y 3 no vuelvan ni por error ni por debilidad); hay que reducir a C-3PO y a R2D2 a un cameo, para que todos sepan que el futuro no depende de ellos ni de identificaciones narcisistas primarias, hay que matar al Padre.
El malo tiene que flaquear y los buenos tienen que mostrar una entereza más allá de la magia y de su propia inteligencia, las viejas empastilladas y los viejos petulantes tienen que estar allí como memoria de infancia, pero todo se juega en una lengua nueva.
La dirección de arte de El despertar de la fuerza es también impecable: abundan las ruinas de la maquinaria vieja, y todo lo que se mueve es idéntico al punto en el que fue abandonado en El imperio contraataca. Los planos a los que recurre J.J. Abrams para contar el viejo cuento del que se resiste a la fuerza omnívora del Estado y que quiere fundar comunidad de nobles y de buenos son, todos ellos, sin excepción, deslumbrantes.
Los personajes no hablan demasiado: después de todo, se trata de sostener el ritmo de lo que vendrá, un loco afán que desdeña la política senatorial y las fantasías fascistas de exterminio con la misma fuerza, la única fuerza, mi propia fuerza.
Hace unas pocas semanas me burlaba de una imaginación futurista que no fue capaz, en 1977, de soñar la nube. En El despertar de la fuerza tampoco parece haber correo electrónico o dropbox, pero han inventado el dispostivio usb, la memoria flash. Acaso la memoria emocional sea ese flash, ese destello (un poco proustiano) que nos devuelve la fuerza de lo que perdimos (los desaparecidos, la juventud, la esperanza). Y todo eso nos llega desde el momento en que suena la fanfarria de John Williams.


lunes, 21 de diciembre de 2015

Consider me conquered


Now, as Episode VII rolls around, ushering in a new generation of sequels, I find myself at an age so out of whack with the film’s target demographic that what I think about it matters not a jot. Ironic, then, that watching Star Wars: The Force Awakens, I found myself feeling like a 12-year-old, reading for the first time the words: “A long time ago in a galaxy far, far away”, hearing John Williams’s fanfare theme and discovering what all the fuss was about.
With a film whose existence is rooted in fan culture, describing the movie is perilous; even revealing the cast list runs the risk of providing potential plot spoilers. Suffice to say that the action takes place some years after the events of Return of the Jedi, and involves scavenger Rey (Daisy Ridley) teaming up with renegade “First Order” Stormtrooper Finn (John Boyega) and globular droid BB-8. The opening scroll sets up an ongoing battle between the forces of good and evil and lays the groundwork for a quasi-mythical quest that will reunite friends old and new, and allow a grizzled Harrison Ford to deliver the line that turned the teaser trailers into something akin to an announcement of the second coming: “Chewie, we’re home…
That sense of coming home runs throughout The Force Awakens, director JJ Abrams working the same regenerative miracle with the Star Wars franchise that he previously pulled off with his Star Trek movies – taking the series back to its roots while giving it a rocket-fuelled, 21st-century twist. As always with this director, the film feels very physical, scenes of dog-fighting TIE fighters and a relaunched Millennium Falcon crashing through trees possessing the kind of heft so sorely lacking from George Lucas’s over-digitised prequels. The battle scenes are breathtakingly immersive (I saw the film in 2D Imax and felt no need for stereoscopy), but also impressively joyous – the sight of a fleet of X-wings hurtling toward us over watery terrain brought a lump to my throat and a tear to my eye – just one of several occasions when I found myself welling up with unexpected emotion. (The jokes were a surprise, too, provoking the kind of laughter many comedies fail to muster.) Elsewhere, the sand dune landscapes have a touch of Lawrence of Arabia majesty, vindicating Abrams’s long-standing dedication to shooting on film rather than digital, cinematographer Dan Mindel augmenting the 35mm stock with some lush 65mm Imax footage. Having co-written the series’s previous high-water mark, The Empire Strikes Back, Lawrence Kasdan here shares credits with Abrams and Michael Arndt on a screenplay that is steeped in the dark lineages of the originals (and does not sidestep moments of genuine tragedy), but which subtly realigns its gender dynamics with Rey’s proudly punchy, post-Hunger Games heroine. The spectre of Vader may live on in Adam Driver’s Kylo Ren, but it’s Rey in whom the film’s true force resides, likable newcomer Daisy Ridley channelling Carrie Fisher’s Leia and carrying the heavily-mantled weight of the new series with aplomb. Plaudits, too, to John Boyega, who brings credibility and humour to the almost accidentally heroic role of Finn.What’s most striking about Star Wars: The Force Awakens is the fact that this multimillion dollar franchise blockbuster has real heart and soul. Abrams has always been a fan first, and there’s a palpable affection in his staging of scenes that recall the varied alien wildlife of Tatooine’s Mos Eisley Cantina. Just as he proved himself a worthy successor to Spielberg with Super 8, so Abrams here breathes new life into Lucas’s epochal creations in a manner that deftly looks back to the future. And it’s a future that works. Watching the film in a packed auditorium with an audience almost incandescent with expectation, I found myself listening to a chorus of spontaneous gasps, cheers, laughs, whoops and even occasional cries of anguish.
What’s really surprising is that many of them were coming from me.

“Star Wars: The Force Awakens” Reviewed

por Anthony Lane para The New Yorker


OK., spoilers first. The Millennium Falcon is back, although one character dismisses it as “garbage,” and you still don’t need an ignition key to start it. The Death Star has been replaced by what appears to be its elder brother, and at one point we see the two of them, rendered as holograms, side by side. Great balls of firepower! And the biggest news of all: Chewbacca has had his highlights done, just for the occasion. There’s definitely a new and strokeable touch of golden-blond about him. And why? Because he’s worth it.
“Star Wars: The Force Awakens” is, as the title suggests, aimed squarely at anyone who was worried that the Force was asleep on the job. Not that you can blame it for dozing off. One virtue of the new film is that it encourages viewers to ask afresh: What is the Force, exactly? I always assumed it was something that George Lucas dreamed up after too many Tolkien-themed parties at U.S.C. Like the One Ring, the Force can be wielded for both good and evil ends, but then so can a set of screwdrivers. We learn, from this latest installment, that the Force moves through all living things, which sounds lovely, if a trifle nebulous, yet the uses to which people put it, in the course of the narrative, seem highly specialized and precise. For instance, if you find yourself shackled to a torture rack in the stronghold of your enemy, you can brainwash your guard into releasing your fetters and leaving the door open. Very handy. Better yet, if the hilt of your light sabre is partially buried in snow and you can’t reach it, the Force—manifesting itself as a superior wobble—can pull the weapon out for you, like a splinter from your thumb.
Needless to say, that simple motion will incite seat-dampening delirium among fans of the franchise, who will need no reminding that Luke Skywalker performed the same trick near the start of “The Empire Strikes Back,” when he found himself dangling upside-down in an ice cave, with his sabre stuck beyond his grasp and a shaggy white carnivore preparing to treat him as Carpaccio of Jedi. The new film is studded with details of that sort, as if the primary duty of the director, J. J. Abrams, were to reassure devotees that all is well, and that, whatever his frenzy of innovation, much remains the same in their favorite galaxy. It is decreed, say, that when two major characters, who have prowled around each other at a distance, finally meet for a showdown, it should take place on a thin spindle of bridge, above a gulping abyss. Anything less grand will not suffice. If you really think that a hero, under “Star Wars” rules, is permitted to sit down and confront his nemesis over a cup of coffee, as Al Pacino did with Robert De Niro in “Heat,” you’re in the wrong game.
The plot of “The Force Awakens” is itself an exercise in loyalty. Start with an eager but thwarted youngster, toiling away in the sands of an unregarded planet? Check. End, pretty much, with an eager and unthwarted pilot, zooming down the narrow canyon of a spaceship, with his wingmen taking hits on his behalf and a tiny yet crucial target in his sights? Check. In short, we are back where it all began, clinging to the form of “Star Wars” (1977)—or, as it was later rebaptized, “A New Hope.” What’s going on here? Is Abrams a chronic nostalgist, bowing so low to the fan base that his nose is rubbing against the floor? Or has he wisely concluded that, if it ain’t broke, he should not be fool enough to fix it?
All of the above, and more. “The Force Awakens” is many things: a reboot, a tribute, a valeting service, and, above all, a wrestling match, so adroitly wrought that lovers of the original may not even notice the skill with which Abrams pins down the object of their love and, where necessary, puts it out of action. I hate to say it, but he’s a critic—as all creators, and especially re-creators, must necessarily be. And he’s ruthless. Airtime, on his watch, is not index-linked to the graying memories of baby boomers but doled out in line with dramatic appeal; the more vexing you were back in 1977, the less welcome you are now. Those of us who were resolutely uncharmed by R2-D2 and C-3PO, for instance, regarding them as just another of those squabbling couples whom you can’t help hearing through the bedroom wall, will be pleased to learn that their presence in “The Force Awakens” is strictly cameo-sized. Also, what is the first thing we read as the opening titles snail their way up the screen? “Luke Skywalker has vanished.” Good. Chipper yet irritating, like a pet squirrel, he was always the most insubstantial figure in the saga, played by the most callow of the actors. So he has to go.
Yet Luke still has one destiny to fulfill: he must become an invisible hinge of the story. Everyone in “The Force Awakens” is trying to get hold of BB-8, a small rolling droid who appears to have wandered in from a Pixar short and who, unlike R2-D2, is physically able to descend a flight of stairs. (Ascent is another matter; no wonder we don’t witness the attempt.) Lodged inside BB-8, on a sort of memory stick, is a segment of galactic map, which, when added to the rest of the jigsaw, will show—either to reverential followers, or to vengeful foes—where Skywalker is. Whether and why he’s worth tracking down is never asked; the quest is what counts. If you had told King Arthur that the Holy Grail was, in fact, a $6.95 highball glass from Crate & Barrel, do you think he would have dismounted from his steed and stayed behind to play gin rummy on the Round Table? He would not.
Taking Luke’s seat, as the main protagonist, is Daisy Ridley. She straps herself in, swats aside any vestige of Mark Hamill, and takes command of the movie. Her character is Rey, a scrap-metal scavenger by trade, stranded without a family on the dusty planet of Jakku. “Luke Skywalker? I thought he was a myth,” she says, with the calm assurance of someone who knows herself to be solid flesh and blood. Frankly, she is twice the guy he ever was. Ridley is given plenty to do before she even delivers a line: proof not just that Abrams trusts her but that his obedience to the basic laws of action movies is intact. (We first saw it in “Super 8,” which also had a female presence, Elle Fanning, at its core. “Women always figure out the truth,” we hear in the new movie. George Lucas, look and learn.) Our first glance of any new performer, watching simply how she or he walks across the screen, can be more instructive than anything else—far more than the utterance of dialogue. Ridley has a firm gait, a determined sprint, and a talent for ad-hoc sand sledding, and Rey needs no help from anyone, thank you very much. “Stop taking my hand!” she cries, fleeing a fracas in the company of a stranger.
At first, the stranger has no name, though he soon acquires one. Finn (John Boyega) turns out to be an Imperial Stormtrooper with a conscience. I must admit, I never realized that such tender beings existed. It’s as though a member of the Hitler Youth had volunteered for Meals on Wheels. Anyway, off comes his helmet, and Boyega gives a fine demonstration of moral relief, as the sweaty burden of malice is lifted from his soul. Such, at least, is one reading of the scene; the expression on his face could equally be that of a grown man who no longer has to jog around in one of those white plastic codpieces, which never look quite as shatterproof as the wearer would like them to be. Not for a second, as a teen-ager, was I spooked by the Stormtroopers, and Abrams, I suspect, feels the same, which is why he dedicates one of the earliest shots in his movie to refurbishing their image—showing them all in a row, under lighting that flickers like a strobe. Just for once, they seem to be something other than outsize toys, although even Abrams can’t do much about the Millennium Falcon, which struck me, decades ago, as little more than a Lego kit waiting to happen.
And what of its proud owner? In contrast to Luke, Han Solo, still armed with his lopsided sigh of a smile, resumes his spot on center stage in “The Force Awakens,” and rightly so, for the franchise owes so much to Harrison Ford. Without him and Alec Guinness, after all, the first “Star Wars” would have been largely unwatchable; viewed again earlier this week, it came across as startlingly inept—barely written, often badly acted, and always poorly paced, with some sequences tumbling past in an embarrassed rush and others lingering like unwanted guests. Granted, the result made hundreds of millions of dollars, and acquired the patina of legend, but, still, “Star Wars” was emotionally as null as the interstellar void through which its vessels leaped. That gratuitous round of applause at the end, for the returning saviors, and thus, by implication, for the movie’s own bravado? I blocked my ears. And the comedy? Don’t make me laugh. Ford alone took the measure of the nonsense around him, and saw instinctively how it might flourish; his lazy sprawl, and his grumbling asides, encouraged the audience to step back and inspect the striving of other life forms, and other civilizations, from a laconic angle. He understood, as Bogart did before him, that a half-reluctant hero, with a fondness for cash payments, is sexier and more plausible than any pink-cheeked enthusiast who gets turned on by the dream of doing good. Ford became the ironist of junk.
Hence his conversation in “The Force Awakens” with Carrie Fisher, who turns up once again as Princess Leia, still unfazed but minus the cinnamon roll of hair glued onto each ear. Solo says, “Wasn’t all bad, was it? Some of it was”—a loaded pause—“pretty good.” Leia ponders. “Some of it,” she says. I like to think that Abrams had a similar chat, on the sly, with Lawrence Kasdan, one of his co-writers on the project. (Michael Arndt also gets a credit.) It was Kasdan, of course, who worked on “The Empire Strikes Back” and “The Return of the Jedi,” and yet his efforts here suggest not so much a tour of the old galactic homestead as a step into another well-known terrain. With Kasdan and Ford back in harness together, as they were for “Raiders of the Lost Ark,” almost thirty-five years ago, “The Force Awakens” feels closer to Indiana Jones than it does to Lucas’s “Star Wars.” (Solo to Rey and Finn: “Escape now. Hug later.” Indy to a T.) By temperament, Abrams is more of a Spielbergian than he is a Lucasite. His visual wit may not be, as it is for Spielberg, a near-magical reflex, but nor is Abrams suckered into bombast by technological zeal, as Lucas has been, and the new movie, as an act of pure storytelling, streams by with fluency and zip. To sum up: “Star Wars” was broke, and it did need fixing. And here is the answer.
The new film also feels young. That may sound strange, given the grizzled and sardonic heft that Ford brings to the party, but his role has an elegiac strain, too, and he knows it. You can sense him passing the torch, without a fuss, to Ridley and Boyega, who is vivacious and affable from first to last; and also to Adam Driver, who plays Kylo Ren—the winner of the Best Black Mask & Cape Award in “The Force Awakens,” Darth Vader having presumably retired to spend less time with his family. So well is Driver cast against type here that evil may turn out to be his type, and so extraordinary are his features, long and quiveringly gaunt, that even when he removes his headpiece you still believe that you’re gazing at some form of advanced alien. The world of “Girls” seems far, far away. Ren sports a funky brand of light sabre, too, which blazes devil red not merely along the length of the blade but also athwart the cross-guard, so that he appears to be swishing a giant scarlet crucifix, like a vampire taking on his hunters.
One battle, in particular, is a feast for the ears as well as the eyes, for it unfolds in a wintry forest. In addition to the usual throbbing hum of the weapons, (jazzed up a little for this movie, I fancy), you can hear the sizzle of sabre on snow, and the slicing hiss as the fighters miss their target and fell surrounding pine trees by mistake. This is something I do not recall from previous chapters in the franchise: genuine cinematic texture, allowing the film, however briefly, to be felt, rather than merely enjoyed—or endured—as a thunderous volley of sensations. That doesn’t happen often enough in “The Force Awakens”; when Rey arrives at a verdant land for the first time (“I didn’t know there was so much green in the whole galaxy”), she is allowed only one deep breath before Abrams cuts it short, and moves on. But his registering of scale is delicately done, with bodies dwarfed by cavernous structures or natural hills and vales, and you can feel him struggling to remind us, as Lucas and the other directors never bothered to do, that making wars among the stars is, by definition, the last word in futility and folly. Everyone is wasted by space.
It is not for that reason, however, that I salute your courage in going to see “The Force Awakens.” Something more urgent than metaphysics is at issue, namely this: paying to watch a new “Star Wars” movie, in the wake of its predecessors—“The Phantom Menace,” “Attack of the Clones,” and “Revenge of the Sith”—is like returning to a restaurant that gave you severe food poisoning on your last three visits. So, be of good cheer. “The Force Awakens” will neither nourish nor sate, but it is palatable and fresh, and it won’t lay you low for days to come. Worshippers of the older films will have every right to feel cosseted and spoiled, as random exclamations—“Weapon fully charged in thirty seconds!”, “It’ll take a miracle to save us now!”, “Let’s hit that oscillator with everything we’ve got!”—echo through the cinema like the barks of excited dogs. Heretics and infidels, like myself, will be gratified to have avoided a more parlous fate. Please forgive us if we snort into our sodas when Han Solo remarks, “The Dark Side, the Jedi—it’s true. All of it.” Actually, Han, it’s not. It’s baloney. But it’s fun to behold, for now. And how long is it until the next chunk, a spin-off titled “Rogue One: A Star Wars Story,” crash-lands at a movie theatre near you? One year. The Force is with us forever, whether we like it or not.


sábado, 19 de diciembre de 2015

El error pospopulista


Por Daniel Link para Perfil


¡Qué penosa la decisión cortesana del Sr. Macri! Aclaro, por si hiciera falta, que no integro las delgadas huestes de sus simpatizantes y que tampoco integro el número de sus cada vez más circunstanciales aliados, pero que estaba dispuesto a soportar con estoicismo y, en gran medida, con diversión malsana, su gestión, que imaginaba dominada por la hiperkinesis y no por el subibaja emocional al que estuvimos condenados los últimos ocho años. Incluso (lo confieso no sin cierta culpa) hubiera festejado con sinceridad los asfaltos, las cloacas y las gasificaciones bonaerenses, porque suponía que podían llegar a beneficiar a mi pobre madre pobre, jubilada y cada vez con más dificultad para conectarse a facebook para replicar allí hasta la náusea las melancolías por la felicidad perdida que dominan ese engendro que de a ratos se confunde con la esfera pública.

Ahora, ni una cosa ni la otra. La designación de dos supremísimos por decreto me obliga a reaccionar airado y el retroceso de la infraestructura hacia las zonas chacareras apaga en mí toda esperanza. El suburbio de mi madre seguirá hundiéndose en la miseria, y tendremos que salir a defender a la Sra. Glis Carbó (no a Sabbatella, no a 678) de un poder que se muestra cada día que pasa un poco más cómodo en la autocracia que pensábamos que era ya cosa del pasado.

El pospopulismo es así, tanto en Venezuela como en Argentina: te hace creer una cosa, el abandono total de los vicios pretéritos, pero en verdad lo único que hace es ponerlos en otra perspectiva. Un desasosiego profundo. Para colmo de males, el candidato al que le había cedido en comodato mi humilde adhesión, me la devuelve prácticamente intacta, al rechazar una convocatoria al diálogo que le habría permitido no tanto dialogar (esa quimera comunicacional), sino significar: significamos el desacuerdo y la incomodidad. Significamos el bien. Ustedes representan el error.

¡¡¡Otra denuncia estremecedora!!!

¿Y ahora? La prueba de adicción de Moria Casán dio negativa

El test de orina no corroboró la versión que la diva dio a la justicia paraguaya, luego de que se hallara 1,6 gramos de cocaína entre sus pertenencias


Un mal camino para integrar la Corte

por Roberto Gargarella para Clarín

Quisiera realizar cuatro breves comentarios, relacionados con las recientes designaciones presidenciales, de dos jueces en comisión (es decir, jueces nombrados en forma provisional, sin acuerdo del Senado) para integrar la Corte Suprema.
1. Los candidatos designados. Comienzo por distinguir el contenido de la decisión -los nombres de los jueces escogidos- de los procedimientos con que se tomó la misma. Ambos candidatos tienen sobradas credenciales jurídicas para ocupar los cargos para los que fueron propuestos. Ellos cuentan con una gran preparación académica y muestran un fuerte compromiso con los asuntos públicos (Rosatti demostró competencia en los muchos cargos públicos que ocupó; Rosenkrantz participó del primer diseño de la estrategia jurídica del Juicio a las Juntas; su estudio jurídico defendió a la Comunidad Homosexual Argentina, cuando el menemismo la avasallaba). Destaco lo dicho, más allá de mis preferencias personales (i.e., exijo la designación de mujeres en la Corte). Y lo hago también, más allá de los disensos que he tenido con los candidatos designados: nada impide reconocer el valor de los antecedentes de los nombrados.
2. La interpretación constitucional. Me referí recién al contenido de la decisión, y me referiré ahora a la forma en que la decisión fue tomada. El trámite de la designación compromete a la Constitución. Existen –las conocemos- formas de circunvalar el texto constitucional relevante en el caso (el art. 99 inc. 19, que autoriza al Presidente a “llenar las vacantes de los empleos” que ocurran durante el “receso” del Senado). Es posible encontrar usos de los términos más controvertidos del artículo (los jueces como “empleados”; un “receso” como el recién iniciado) que encajen con la lectura preferida por el oficialismo. Un par de fallos por allí, algún autor conocido por allá, respaldan dicha lectura. Pero no es invocando argumentos de autoridad como merece leerse la Constitución. Para comenzar: no nos encontramos hoy en la situación de urgencia grave y sin alternativas, como aquella que motivara al artículo (se podría llamar a sesiones extraordinarias, o esperar por el reinicio de las sesiones legislativas, o nombrar conjueces para salir del momento difícil por el que atraviesa la Corte). Y lo más importante: la Constitución merece apoyarse en una concepción interpretativa diferente. En mi opinión, ella debe ser leída a partir de dos claves principales: i) máxima deferencia hacia las decisiones políticas resultantes del buen funcionamiento del juego democrático; y ii) el escrutinio más estricto sobre las decisiones políticas capaces de afectar las reglas del juego democrático. Para ejemplificar lo dicho de un modo sencillo: i) máximo respeto para el plan económico escogido por un gobierno (i.e., el “New Deal”); ii) escrutinio severo sobre las decisiones que afecten las reglas electorales o pongan en riesgo la división y control entre los poderes (i.e., el plan de “democratización de la justicia”). Frente a estas últimas decisiones, la Constitución debe ser interpretada del modo más restrictivo.
3. La política. El presidente Kirchner comenzó su gobierno modificando el procedimiento para la designación de jueces (a través del reputado decreto 222). Por medio de esa reforma, Kirchner no expandió su poder, sino que se ató las manos. Una década más tarde (y a pesar de las tropelías cometidas), el kirchnerismo siguió apelando a aquel momento inicial para dotar de legitimidad a sus actos. Es difícil de entender por qué el nuevo gobierno desperdicia la enorme oportunidad a su alcance para reforzar la autoridad de su mandato, y así dar contenido real al discurso institucionalista de su campaña (¿por qué dilapidar apoyos, cuando tiene la posibilidad de consolidarlos? ¿Por qué dañar de ese modo a los designados?). Mucho peor que eso, el oficialismo le ofrece a un futuro gobierno autoritario una excusa perfecta: invocar el antecedente de esta reforma para comisionar jueces de espanto (temblaremos de miedo ante cada nuevo receso).
4. La historia. Para quienes, desde el instante primero, criticamos por igual a cada nuevo gobierno, resulta cuanto menos curioso escuchar las indignadas invectivas legalistas de quienes, hasta ayer nomás, contribuyeron a que se saqueara el derecho. Recordamos cuando defendieron la designación de jueces subrogantes; avalaron el sometimiento del Consejo de la Magistratura; aplaudieron la nominación de Reposo; sostuvieron el tratado con Irán; festejaron como “genial avivada” las candidaturas testimoniales; o usaron argumentos que sabían falsos para defender la “democratización de la justicia”. Recordamos que al pedir ayuda en defensa de la ley, se burlaron de nosotros llamándonos –como un insulto- “republicanos.” Recordamos que corrieron el cuerpo cuando –en nombre del derecho- les pedimos una mano. Recordamos sobre todo, con mucho dolor, que cuando más necesitamos de su palabra, con cara de disimulo, estruendosamente, permanecieron callados.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Con un caño

Del Caño no es Bialet Massé

por Francisco Javier Guardiola y Milagros Guardiola para Los Andes

Juan Bialet Massé era médico, abogado, ingeniero agrónomo, empresario o, mejor aún, emprendedor, constructor y escritor. Nació en Cataluña en 1846 y murió en Buenos Aires en 1907. Su biografía vale la pena leerla, aunque sea en Wikipedia. En esta opinión -precisamente por razones de espacio periodístico- nos referiremos solamente a un aspecto de su multifacética vida: sus ideas políticas y su acción política. Debió migrar de España en el último cuarto del siglo XIX, posiblemente por sus ideas anarquistas hermanadas al socialismo libertario de Bakunin y Proudhom.
Es verdad que Mauricio Macri no es Julio Argentino Roca pero, si él quiere, puede llegar a parecérsele. Lo que sí es innegable es que Nicolás del Caño no es ni se le parece en nada a Juan Bialet Massé. Paciencia, la comparación no es caprichosa. 
Sobre el final de la segunda presidencia de Roca (1898-1904), éste, junto a su ministro Joaquín V. González, diseñaron un proyecto de ley nacional del trabajo que contemplaba una gran reforma en la materia y que significaría un adelanto único en temas sociales en la Argentina, proyecto legislativo que sería ejemplo en el mundo entero. 
Para ello el presidente Roca convocó al intelectual y hacedor incansable Juan Bialet Massé. Lo convocó justamente porque sus ideas serían las que nutrirían aquel gran proyecto de ley nacional del trabajo: el descanso dominical, la jornada de ocho horas, el trabajo de las mujeres, la prohibición del trabajo de niños menores de 14 años, la regulación del trabajo de menores adultos, los accidentes de trabajo, el seguro obligatorio, las condiciones de higiene y seguridad, la creación de tribunales del trabajo, etc. 
Lamentablemente el proyecto fue rechazado y sólo prosperó la iniciativa del descanso dominical y algunas otras cuestiones menores. Pero fue el antecedente legislativo principal que utilizó Perón para plasmar su reforma social cuarenta años después.
Bialet Massé aceptó la convocatoria de Roca y se dispuso a recorrer el país entero para terminar haciendo un relevamiento exhaustivo acerca de las condiciones de trabajo en que se encontraban los obreros en la Argentina, dictamen que hasta el día de hoy es estudiado en las cátedras de derecho laboral de las facultades de abogacía del país. 
La reciente negativa de Del Caño, a acudir a la convocatoria que Macri hizo a todos los candidatos presidenciales, debe interpretarse como un torpe movimiento estratégico de la izquierda argentina. Una vez más toman el camino más alejado del pueblo, del mismo modo que lo tomó el foquismo terrorista de ERP y Montoneros en los setenta, que nunca fueron acompañados por el pueblo. Hoy Del Caño pierde una gran oportunidad, justo después de conseguir un logro histórico para la izquierda extrema en la Argentina, sumando nada más y nada menos que un millón de votos. 
No sabemos si Macri podría dar a Del Caño el espacio político que Roca y su gobierno le dieron a Bialet Massé, pero sí interpretamos que Del Caño podría haber aprovechado dicha oportunidad para dejar bien en claro la postura del Frente de Izquierda ante al nuevo gobierno y sus propuestas. 
Del Caño podría haber acercado al Presidente su plan de obras públicas, infraestructura y viviendas populares. Podría, también, haber conversado sobre el pago de la deuda externa y plantear su punto de vista, para luego poder informar a los militantes de la izquierda acerca de la reunión y de las respuestas del Presidente a sus pedidos. 
Sería importante que Del Caño y todo el Frente de Izquierda entendieran que ser dialoguista no es sinónimo de ser colaboracionista, no es bajar la cabeza, no es dejarse pisotear; tampoco significa ser incongruente con sus ideales. Al fin y al cabo, si Del Caño fue candidato a la presidencia de la Nación fue, sin duda, porque quiso ser parte de un sistema institucional. Esa institucionalidad requiere del diálogo.
Si Del Caño se pareciera un poco a Bialet Massé, habría emulado a Antonio Gramsci, que decidió participar de una democracia organizada bajo pautas republicanas pese a su adhesión al comunismo. 

Si Del Caño se pareciera a Bialet Massé, habría acudido a la invitación que hizo Macri y, quien sabe, tal vez habría podido susurrar alguna idea al oído del Presidente que favoreciera a los trabajadores argentinos, tal cual como lo hizo Bialet Massé con el presidente Julio Argentino Roca. 
Del Caño nos privó de su aporte pero, sobre todo, privó a los que piensan como él de ser escuchados por el Presidente. Pero no hay duda: Del Caño no es ni va a ser nunca Bialet Massé.

RSVP

por Martín Kohan para La Izquierda Diario

Lo sabemos, por ejemplo, gracias a la literatura de Beckett. Aunque también, llegado el caso, y más sencillamente, gracias a algunas escenas de la vida conyugal. La incomunicación no es menos reveladora que la comunicación. No produce menos sentido, no produce menos experiencia. No hace falta llegar hasta Rancière para tomar nota de todo lo que el desacuerdo, como tal, puede fundar y establecer; la fatal incomprensión no tiene por qué ser solamente un impedimento, también puede iluminar posiciones. Un diálogo fallido no ha de ser necesariamente estéril: lo fallido, por fallido, algo genera, algo indica, una más que valiosa evidencia puede obtenerse del fiasco.
Porque es muy fácil simular una gentil disposición al diálogo, es tan fácil como simular la amplitud y la elasticidad de la mejor de las tolerancias. Y ambas cosas, por una misma razón: porque apelando a la más pura y visceral indiferencia, resulta sencillo dejar que el otro hable aparentando respeto. Se lo revierte, sin embargo, en mi opinión, valiéndose del propio diálogo, haciéndolo truncar, hasta que cae el disfraz artero de la cortesía fraguada.
Soy uno de los que están convencidos de que ir a conversar con Macri, siendo de izquierda, es inútil: que parece que escucha, pero no escucha; y que si acaso escucha, no entiende; y que si acaso entiende, no le importa. Pero ha logrado hacer del dialogismo una dominante ideológica, con todo lo que de falsedad conlleva la noción de ideología. Por eso habría sido mejor, según creo, acudir a su llamado.
Acudir para tornar materialmente concreta la imposibilidad objetiva de un sincero entendimiento, para dar existencia real al fracaso comunicativo. Exponerse a la circunstancia efectiva de su mirada fija y perdida, de su sonrisa de piedra, de la atención que de pronto se le va, de las preguntas que no podría o no sabría o no querría responder. Constatarlas para luego salir y referirlas a todos. No ya como algo perfectamente sabido a través de la deducción fehaciente, sino como algo vivenciado.
Las presunciones pueden valer por sí mismas, si están bien planteadas; no siempre precisan una especie de comprobación fáctica. Pero, como sostenía Bertolt Brecht, la verdad debe ser dicha de tantas maneras como sea posible. Esta verdad, la de la trampa dialogista de Macri, podría haberse dicho, no sólo mediante la demostración argumentativa a priori, sino también mediante la ejecución palpable de una conversación imposible.
¿Tiempo perdido? Sí: pero ganancia conceptual.


 

¡Paren las rotativas!

¡¡¡Empezó la cuarta temporada de Luther!!!


Atrapados en la discusión de siempre

por Alejandro Katz para La Nación

Desde la tarde del lunes, cuando se hizo pública la decisión por la cual el Presidente designó, por decreto, dos nuevos miembros de la Corte Suprema, el espacio público fue siendo ocupado por el tema. Como si la sociedad hubiera sentido un súbito horror al vacío, las redes sociales, las páginas digitales de los medios, los informativos, los programas políticos de la televisión y de la radio comenzaron a llenarse con un asunto que convocó la atención de todos, o cuando menos de todos aquellos que se interesan por la vida común. Rápidamente, ese espacio así lleno de palabras distribuyó los discursos en tres categorías: la de quienes repudiaron la decisión; la de quienes la aprobaron; la de quienes vacilaron, hicieron preguntas, intentaron comprender. Una imputación derivada en múltiples verbos y adjetivos se dejó oír en boca de aquellos que, hasta hace tan sólo cinco días, eran indiferentes a lo mismo que hoy reprochan. Una defensa se les opuso, del lado de quienes hoy aspiran a justificar lo que hasta ayer parecía intolerable, y que no dudan en señalar que "esto" no es como "aquello". Quienes veían -ven aún- con buenos ojos al nuevo gobierno se dividieron entre la justificación de la decisión invocando la gobernabilidad y la reivindicación de los principios y de las normas.
Sobre el fondo de los murmullos que todos produjimos, los doctores del momento, llamados constitucionalistas, ofrecieron los fundamentos jurídicos de una u otra posición. Hemos, así, participado de discusiones respecto de si los miembros de la Suprema Corte de Justicia son "empleados" o no, y si lo son, empleados de "quién"; hemos recordado que Mitre fue el único en designar jueces supremos por decreto; hemos sabido que el artículo invocado reproduce textualmente otro artículo igualmente ignoto de la Constitución de 1853. También, hemos hablado: todos lo hemos hecho, a favor y en contra, más o menos enfáticamente, permitiéndonos la duda o estableciéndonos en la afirmación, aprobando o condenando.
Entre los sesgos cognitivos descritos por la psicología, uno de los más poderosos y de efecto socialmente más nocivo es el llamado "sesgo de confirmación", según el cual todos tenemos propensión a seleccionar de la realidad aquello que refuerza y ratifica nuestras propias hipótesis y creencias, y a descartar aquellas evidencias que las contradicen o ponen en cuestión. Una medida como la tomada el lunes por el Presidente exacerba ese sesgo y distribuye a los ciudadanos en torno de un nuevo eje de división que no hace más que excitar ideas preconcebidas acerca de lo que es -y de lo que será- el nuevo gobierno. No sólo por la naturaleza, en sí misma polémica, de la decisión, sino principalmente porque ella quedó huérfana de un sustento discursivo. Intempestiva y carente de argumentación, se sustrajo de la posibilidad de que fuera refutada o acompañada en virtud de las razones mismas que le dieron origen, y no de las especulaciones que unos y otros realizan para intentar comprender, bajo la mejor o bajo la peor luz, algo que, siendo del mayor interés de todos, no nos fue explicado. Razones que si existen, y no hay motivos para suponer que no existan, siguen, todavía hoy, sin ser claramente formuladas. La exacerbación del sesgo de confirmación, de la afirmación de cada uno en sus propias creencias, no es una buena noticia en una Argentina que viene de un largo atardecer que se caracterizó por la ausencia de matices y, sobre todo, por la imposibilidad de escuchar el punto de vista del otro, discutir con el otro, proponerle razones y someterse a las ajenas.
Tampoco es auspicioso el retorno del adversativo, la aparición del "pero" en el discurso del poder: "respetamos las instituciones, pero no en esta ocasión" es el tipo de frases que no deberíamos escuchar, que no querríamos escuchar. Naturalmente, quienes defienden la decisión del Presidente dirán que "también en esta ocasión" las instituciones fueron respetadas, que en esta ocasión sin duda las instituciones fueron respetadas. Puede ser cierto. Sin embargo, no resultó evidente. No sólo para quienes encontraron en el decreto de designación de nuevos miembros de la Corte el argumento que esperaban para confirmar sus sospechas atávicas respecto de la maldad inherente al gobierno. Sobre todo, para quienes recibieron la noticia con sorpresa y la vivieron con decepción, entre ellos muchos prestigiosos académicos del derecho que pusieron la decisión en una zona no libre de sospechas.
Es posible que la semana próxima esté olvidado el episodio. La Argentina va rápido, y quienes nos gobiernan conocen el modo en el que el vértigo subordina a la reflexión. Es posible que se tratara de una decisión inevitable para garantizar la gobernabilidad. Es posible que haya en el reproche ingenuidad o malicia. Pero algo ha ocurrido. Algo que no está en el orden de las razones esgrimidas en defensa de una u otra postura. De un nuevo gobierno, de una nueva etapa de la vida política argentina se esperaba, al cabo de tantos años, un cambio en la conversación. Esperábamos no sólo cambiar los modos, sino también los temas, queríamos hablar de otras cosas, poder traer a la agenda pública cuestiones abandonadas durante muchos años, maltratadas por el engañoso discurso kirchnerista, desplazadas de la atención.
La decisión del Presidente, sin embargo, llevó la conversación pública, una vez más, a un tema del ciclo político que pretendíamos cerrar: las relaciones entre principios y poder, entre normas y logros, entre instituciones y personas. Eso, de lo que se habla hoy, es algo de lo que hubiéramos querido no tener que hablar más: no oír más las justificaciones con que el poder explica los atajos que decide tomar. Estimular los sesgos, las tomas de partido radicales, no ayuda a la reconstrucción de la amistad cívica imprescindible para conversar sobre las inmensas tareas que esta sociedad debe emprender, algunas de las cuales el mismo Presidente ha enumerado: terminar con la pobreza y con el narcotráfico, mejorar la educación y la salud, reparar las infraestructuras, imaginar un modelo de desarrollo para el país. Muchos dirán que todavía no es tarde. Seguramente eso es cierto. Pero también es cierto que hoy es, ya, un día más tarde, y que ha pasado otro día en el que hemos vuelto, una vez más, a discutir del mismo modo lo mismo.

martes, 15 de diciembre de 2015

El último Deleuze

por Alan Pauls para Radarlibros

Hace veinte años, exactamente el 4 de noviembre de 1995, acorralado por una insuficiencia pulmonar, el filósofo Gilles Deleuze ponía fin a su vida, poco antes de que se terminara un siglo, o que quizás estuviera por comenzar otro, al que Foucault había calificado de “deleuziano”. Entre los homenajes y los dossiers que se le dedican por estos días en Francia, cabe destacar que Editions de Minuit acaba de publicar el tercer y último volumen póstumo de Deleuze, titánica tarea emprendida por el especialista en su obra David Lapoujade. Después de La isla desierta y otros textos (2002) y Dos regímenes de locos (2003) es el turno de Lettres et autres textes del que aquí se publican algunas cartas a Félix Guattari, Pierre Klossowski y Michel Foucault.

(...)

Veinte años sin Deleuze parieron una legión de fotocopistas tediosos, pero también reconocimientos de pares ilustres y no necesariamente sincrónicos (Alain Badiou), glosas de discípulos brillantes y también trágicos (François Zourabichvili, otro suicida) y sobre todo la fidelidad y el escrúpulo de David Lapoujade, un joven experto en pragmatismo anglosajón (tiene un libro formidable sobre los hermanos James, William el filósofo y Henry el narrador) que, mientras incubaba la que resultó una de las monografías más personales sobre el maestro (Deleuze, les mouvements aberrants, de 2014), se cargaba a la espalda la compilación de tres tomos póstumos de deleuziana: La isla desierta y otros textos (2002), Dos regímenes de locos (2003) y el flamante Lettres et autres textes, publicado hace apenas un mes por de Minuit, la editorial de Deleuze desde El Antiedipo (1972). Lettres será el último de la serie; nada más, se supone, aparecerá bajo la firma Gilles Deleuze, nada al menos que cuente con la venia del comité que administra su legado, compuesto por Fanny y Emilie Deleuze, viuda e hija del filósofo, e Irène Lindon, hija de Jerôme Lindon, mítico fundador de Minuit. Es quizás el más excéntrico y deforme de los tres, a tal punto devela zonas de la obra y la vida que el mismo Deleuze prefirió siempre mantener a la sombra: un Deleuze dibujante (autor de unas caricaturas extrañas, de un grotesco incongruente, como un Lino Palacio revisitado por el Artaud del período Rodez); un Deleuze prehistórico, filósofo cachorro que a mediados de los 40, mientras reseña clásicos del existencialismo cristiano, reflexiona sobre los “sentimientos fuera de la ley” (onanismo, pederastia, lesbianismo) y emite latigazos de misoginia baudelairiana como “la mujer es una conciencia inútil. Una conciencia gratuita, autóctona, indisponible. No sirve para nada. Un objeto de lujo” (estos textos “de juventud” son los únicos de los que Deleuze renegó: si se publican ahora es para neutralizar con una versión “oficial” las reproducciones que proliferan por la red, a menudo llenas de errores); y un Deleuze corresponsal, tan metódico (contestaba todas las cartas que recibía) como descuidado (solía tirar sus respuestas a la basura), que dialogaba por escrito con colegas (Clément Rosset, Michel Foucault, Pierre Klossowski, François Châtelet) y atendía generosamente a doctorandos y admiradores (André Bernold, Arnaud Villani), pero rara vez fechaba sus envíos y jamás archivaba los que recibía, fiel a ese atolondramiento táctico con que su generación se las ingenió para borronear toda pista biográfica. (Lapoujade comenta que Jean Pierre Bamberger, amigo íntimo de Deleuze, no tenía idea del año en que Deleuze había defendido su tesis, pero recordaba a la perfección el saco que vestía ese día.)

(...)



El lado oscuro de la fuerza


Críticas de juristas al método de designación

Opinan que no existe la urgencia para obviar los pasos constitucionales


"Sólo en Dictadura"

por Adriana Meyer para Página/12


lunes, 14 de diciembre de 2015

Nace un poeta

Avatares del Otario

Por Juan Sasturain para Página/12


Y si alguna deuda chica / sin querer se me ha olvidado /
en la cuenta del otario / que tenés, se la cargás.
Celedonio Flores, Mano a mano

Uno

In illo tempore / había una vez / allá lejos y hace tiempo /
empezó todo:
Rivadavia - Baring Brothers / Roca chico - Royal Runciman /
Prebisch / Krieger
y siguió:
el modesto Rodrigo (no el Potro, el otro) ejecutor de la infamia
el mosaico Martínez Dios –fina oreja del mandato financiero universal–
portador de La Receta:
The Ten Liberal Commitments
grabados a fuego en The Wall Street Mount /
deletreados en Campo de Mayo por cobayos sin nombre /
por cipayos uniformes /
por estúpidos vasallos del Imperio /
por la reputísima madre que los parió.
Quiero decir
que la historia de este Otario atormentado
de estos cantos maltratados
por la infamia
tiene siglos de vergüenza y verso ajeno recitado como propio.
Pero vamos a los hechos que recuerda el lector nuevo,
el que sólo mal conoce
(medio preso / del miedo / de los medios)
las dos últimas paradas de La Historia del Otario/
su seguro servidor.
Dos

Allá tiempo y hace lejos,
tuerto el cuerpo / ciega el alma
malheridos / malparidos /
malparados en las ruinas /
arruinados / abrochados
–sagrada sangre salada / regalada en la chapuza
en el chapuzón austral
por las islas irredentas–
Allá abajo y hace tanto, digo
–nos dijeron–
tan después de tanta arenga
tras habernos secuestrado / fusilado / regalado en el mercado
nos dijeron y escuchamos
el discurso civil / civilizado
por cadena nacional y en otro tono:
Con la democracia –Alfonso El Joven dixit, demócrata,
subido al púlpito desierto
de soberbios milicos desertores–
Con la democracia –perdonando la palabra–
Con la democracia –digo que dijo con la boca (de urna) llena–
Con la democracia –me acuerdo bien–
se come / se cura / y se educa.
Un aplauso –a la izquierda, por favor– un guiño
–a la derecha, por si acaso– y un comido acá
un curado ahí
un educado más allá
Creamos en / creemos a / criemos al
Elector en Democracia
pensó Alfonso (que no era necesariamente) El Sabio:
Un Educado bien Comido y Sano que Vote Bien:
un Golem, bah,
imaginó y dijo
el chasco honesto de Chascomús:
Vamos a ver si nos sale / mientras duerman sin frazada / la casa está en orden.
Y Alfonso sopló –acaso demasiado fuerte o acaso
demasiado débil– sobre el
muñeco de barro democrático y todo
se fue
al mismísimo carajo.
Y entonces
Alfonso (repentinamente) El Rápido
se fue también
pero sólo a baraja
inaugurando la fila (india) de demócratas borrados y eso sí:
bien comido (por los piojos)
bien curado (de espanto)
desnucado sin / la menor educación.
Se fue, apagó la luz y dejó
la puerta
abierta.
Todo un programa / todo un gesto / todo un pronóstico (reservado).
Tres

Ahora lo sabemos pero entonces –se supone–
no se supo.
No supimos detectar la anomalía /
ni mirar Animal Planet /
ni revisar los gringos Grimm / sus añejas moralejas.
Ahora (al pedo) lo sabemos:
como lemmings / como lauchas encantadas /
de Hammelin o de Miami /
los demócratas
roedores argentinos solían / suelen
votar al Flautista persuasivo /
botarse sin pudor por el Abismo
tras los cantos de sirena
tras los pitos y las flautas
del mercado encantador.
Ahora lo sabemos pero entonces –se supone–
no se supo.
Fue allá tiempo y no hace tanto
los veinte años de apertura del comercio /
de los bancos /
de los cantos /
Hace tiempo y duele mucho
allá poco y cuesta tanto –digo ahora–
los noventa (los no-venta) le vendieron
(deme dos) a la gilada /
al boludaje viajao
que mira / vota / importa
(no le importa lo importado)
sin comprender.
A veinte años gardelianos
que no son nada –dicen
Lepera y sus cantores / Cavallo y su ballet–
que no son poco –dicen
esas pilas de pavadas / esos soretes a pila / esas chinas chucherías–
los paraguas / paragolpes / de dos pesos
que no sirven / que no paran
ni la lluvia / ni los vientos / la tormenta /
la conquista / renovada / del desierto /
del Estado desertor.

Dice el Turco sincerado /
(Los morlacos del Otario / los tiraba a la marchanta)
Dice el Turco sin pudores / en directo y por pantalla /
por si acaso /
por las suyas:
sacame / Bernardo / esos raros
ramales ralos / sin tren
sacame / Mariano / esas chapas
de cachuzas chimeneas / sin humo
sáquenme / ese Estado / en mal estado /
dice el Turco /
que no quiero verlo / Bernardo /
que no quiero verlo / Mariano /
Es la Hora Clave /
y la clave es que apostemos al empate:
Uno a Uno es negocio de local / dice el técnico Cavallo
–o mejor–
liquidemos el local / es negocio / dice el Turco
y sin aviso
pone el texto en Clarín / La Nación Clasificados
(Amp. Loc. t/ instal. / apto negociado / Inquil. vende / liquida ya)
Y de remate / con martillo de Taiwán / nos clavaron
/ nos garparon
en especias / carnales /
hoyo en uno /
Pegame y batime Charlie
dice el Turco / da la última vuelta / de tuerca /
de ajuste /
y muerde el polvo que levanta /
la Ferrari / la Patria /
regalada.
Aviso

Estas Tres-lecciones-Tres / de Historia Antigua y Medioigual /
que reprobamos en diciembre /
son Asignatura Pendiente / pendencia necesaria /
siempre
que rindamos / sin rendirnos
nunca.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Usureros de la felicidad


Por Daniel Link para Perfil

Antes de la boda, mi hija entregaba sobres repletos de dinero: a los proveedores de mobiliario, a los de la cocina, a los siniestros inspectores de CAPIF y SADAIC (curiosamente, esas asociaciones de buitres cobran en efectivo, como los vendedores de droga y probablemente por la misma razón). La novia estaba de blanco, ellos blanquearán después. Dije en su momento (la emoción no me dejaba hablar): “No vengo acá a cumplir con la obligación milenaria del padre que entrega a su hija a un clan extraño para garantizar la supervivencia de la cultura. Vengo aquí, junto con ustedes, como testigo privilegiado de un amor que hoy se transforma en instituto matrimonial.
¿Cuantos amores se pueden tener a lo largo de una vida? Dejo de lado los arrebatamientos, que nunca sabemos exactamente como interpretar: amores frustrados, sin historia y, por lo tanto, sin destino y, sobre todo, sin Tiempo. La diferencia radical entre el amor y el arrebatamiento tiene que ver con esa perspectiva temporal: no tanto que el amor va a durar muchos anos, todos los anos (mientras que el arrebatamiento es instantáneo), sino que el amor ya ha durado demasiado y en cada uno de sus instantes existe su historia entera. Todos sabemos, porque el amor no es sólo una intensidad interior, sino algo que sucede en círculos de sociabilidad, cuánto amor hay entre Eugenia y Guillermo. Él la necesita a ella como la luna necesita de la poesía para brillar en la noche, y ella lo necesita a él como el viento necesita de los árboles para soplar suavemente su música. Eugenia es carne de mi carne y sangre de mi sangre. Guillermo, no. Pero hoy no sabría decir cuál es más propio y cuál es más ajeno, porque juntos armaron una unidad indestructible.
Yo no sería yo, sin embargo, si no les lanzara a los dos esta amenaza: sean fieles y verdaderos el uno con el otro, crezcan juntos, trátense bien, cuídense, usen la imaginación para salvarse del tedio matrimonial porque, de lo contrario, mi espectro se les aparecerá como humo negro, como un gigante demente, y les arrancará nervio tras nervio. No dejen de sostener el amor que se tienen hasta el fin de los Tiempos, porque ésa es la única inmortalidad que ustedes y yo podemos compartir, queridos míos”.
Después de la boda, subí un videíto muy casero a youtube, para poder mandarlo a mis amigos. De inmediato se me advirtió que infringía no sé qué reglas de copyright, porque se escucha un tema musical mientras ella baila.
Mi hija ya está de viaje y no puedo pedirle el recibo de CAPIF y SADAIC (si acaso se lo dieron), para demostrar que pagamos los derechos correspondientes a esa propalación de basura industrial y vigilada. Una pena que un acto de puro amor se transformara tan de repente en una miserable extorsión. Pero a lo mejor es una advertencia: Lasciate ogni speranza.


jueves, 10 de diciembre de 2015

¡Otra denuncia estremecedora!


Cuando ver porno online no es seguro

En los últimos dos meses se han producido varios ataques a los sitios de pornografía online más conocidos para infectarlos de virus informáticos, que luego pueden llegar a contagiarse los usuarios; qué hacer para evitar el peligro.


miércoles, 9 de diciembre de 2015

Lo dije yo primero


A las 20.45 la Sra. entró en la inmortalidad.


¡Falta una variable!

¡El año bisiesto!


Servini de Cubría confirmó que el mandato de Cristina finaliza a las 23.59 de hoy

La magistrada falló en favor de Mauricio Macri y dice que su gestión comienza a las 0 del 10 de diciembre


Portero de noche


El diario Página 12, cerca de cambiar de manos

Los accionistas del periódico negocian una fusión con los medios del sindicato de encargados de edificios que conduce Vïctor Santa María



Página/12 denunció un ataque que bloqueó su versión digital 

El diario oficialista aseguró que se trata de “uno de los mayores ataques sufrido por un medio nacional en los últimos años”. 


Pequeña Venecia


Tamara Adrián se convierte en la primera diputada transgénero en la historia de Venezuela

Adrián fue candidata en Caracas por el partido Voluntad Popular, uno de los 27 que integran la coalición Mesa de la Unidad Democrática (MUD).