sábado, 24 de noviembre de 2018

Anarquía en las Provincias Unidas

Por Daniel Link para Perfil

Difícil de comprender para las mentalidades periodísticas de derecha, el anarquismo se compone a partir de arjé, que se puede entender como origen (“arqueología”) o como mandato o dominación (“monarquía”). Hay, incluso, una epistemología anarquista (Paul Feyerabend).
Como negación de toda hipótesis sobre el origen o sobre la dominación, el anarquismo se revela profundamente nihilista y aspira a la soberanía sobre si (por eso, detesta toda forma de Estado).
Hay cientos de corrientes anarquistas diferentes, desde el anarcoindividualismo hasta el anarcosindicalismo o el colectivismo. Pocas usan el terrorismo, pero todas suponen el nihilismo.
Es Nietzsche quien lo eleva a noción filosófica (y no mera cosmovisión) y motor de la historia. Nietzsche creía que el nihilismo era resultado de la muerte de Dios (ese origen, ese mandamás), e insistió en que debía ser superado.
En 1940, Heidegger impartió unas lecciones sobre “Nietzsche: el nihilismo europeo”, la presentación más comprensiva del nihilismo como fuerza histórica. El nihilismo está cargado de potencia de destrucción, de negatividad y, por lo tanto, de historia.
Entre los años 1865 y 1875 algunos grandes anarquistas, sin saber los unos de los otros, trabajaron en sus máquinas infernales. Independientemente unos de otros, pusieron su reloj a la misma hora, y cuarenta años más tarde explotaron en Europa simultáneamente los escritos de Dostoyevski, Rimbaud y Lautréamont, al mismo tiempo que Bakunin (en la estela de Proudhon) sentaba unas bases para la acción política.
Bakunin propuso, según Walter Benjamin, un “concepto radical de libertad” que luego desapareció del mapa conceptual de Occidente. Despreciaba a Marx, quien por su parte lo acusó de ser un agente zarista dentro de la Internacional.
Pero está también Auguste Blanqui, quien sin haber sido en rigor un anarquista, recibió las mismas críticas que el ruso por parte de Marx y sus amigos.
Blanqui sabía que la revolución estaba condenada a repetirse y a
fracasar (1789, 1830, 1848, 1871) y por eso se consideró a si mismo un prisionero del infierno. Esa posición anarco-nihilista es la de la Revuelta (la del 68, la de los Sex Pistols, la de Deleuze) y no coincide en casi nada con la posición ético-anárquica, más cerca de la idea de Revolución, que subordina la anarquía temporal propia de la revuelta a una ética, y esa ética es, marxianamente, la que el partido manda.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Dicen que...

Episodios críticos de la modernidad latinoamericana

por Fernando Bogado para Otra Parte

“Latinoamérica” es, siempre lo ha sido, el nombre propio de la imaginación. Precisamente, los artículos reunidos en Episodios críticos de la modernidad latinoamericana no hacen otra cosa que destacar la importancia crítica del concepto de imagen (en un sentido estricto, literal y por eso móvil: “inquietante”) y el uso que abre para entender ciertas producciones imaginarias que pueblan nuestro rabioso continente. Todas estas intervenciones son el resultado de una prolija recuperación de las ponencias presentadas por los integrantes del Programa de Estudios Latinoamericanos Contemporáneos y Comparados (PELCC) de la Universidad Nacional de Tres de Febrero en el XXXIV Congreso Internacional de la Latin American Studies Asociation (LASA) en Nueva York, en 2016.
Dos episodios críticos nuclean seis ponencias y dos discusiones, episodios que condensan en una imagen la tensión entre origen y utopía dentro de la literatura latinoamericana. Diego Bentivegna, Rodrigo Javier Caresani y Miguel Rosetti se concentran en el Modernismo, destacándolo como un momento que influye sobre las relaciones atlánticas imprescindibles para una metodología de estudio propia de las literaturas comparadas. Sorprende el primer texto, el de Bentivegna, cuando habla de la “Atlántida” que Lugones evoca como lugar efectivo y barro primigenio del cual emergió el mundo civilizado. ¿La Atlántida del mundo antiguo como imagen mítica avant la lettre de Latinoamérica?
El segundo “episodio crítico” es el Barroco, presentado por Valentín Díaz en su intervención casi como un proyecto por concretarse, un “cuerpo sin órganos” por hacerse. En esa misma línea habría que revisar la ponencia de Daniel Link sobre Copi, su conceptismo y su distanciamiento del culteranismo (que tiene que leerse en sintonía con su libro La lógica de Copi) y la notable relectura de la relación barroco, ano y neoliberalismo que lleva adelante Rubén Ríos Ávila a partir del análisis de la obra de Perlongher y Lemebel. El barroco se vuelve el nombre de una estética y una filosofía de la latinoamericanización: de repente, vía los autores analizados, Deleuze se vuelve cubano y Foucault, paraguayo.
Cada uno de los artículos sintetiza un modo de hacer comparatismo. Pero en lugar de quedarse en la jerga, se nota la necesidad de hacer temblar un poco ciertos prejuicios críticos y avanzar, seriamente, hacia lo informe mismo con un tono casi filológico-interpretativo. Cada texto parece responder a una pregunta implícita: ¿cómo renovar los estudios literarios? ¿Qué recuperar de la filología? ¿Cómo ir más allá de ella? Dándola vuelta, parece responder el barroquismo crítico. Por ejemplo, volviéndola contra ella misma. Lo que se lee, en definitiva, es el modo en el cual lo latinoamericano se piensa a sí mismo a través de algunos nombres propios, de algunas comunidades agrupadas en episodios, o en grupos de estudio. La reflexión (europea) aquí, en nuestro continente, se convierte en doblez, en proliferación especular. Lo puso Borges en boca de Laprida: a veces, lo latinoamericano, antes que una condición, es un destino. Una imagen por construir. Un barro, tal vez.

Valentín Díaz (ed.), Episodios críticos de la modernidad latinoamericana, EDUNTREF, 2017, 132 págs.


sábado, 17 de noviembre de 2018

El zorrito y las uvas

Por Daniel Link para Perfil

El problema no es el déficit primario, dijo la Sra. Fernández, y tiene toda la razón. Por algo el capitalismo incentiva el uso de tarjetas de crédito, préstamos bancarios, compras hipotecarias, en fin, todo lo que hace que uno pueda comprar aquello para lo cual no tiene dinero suficiente. Por algo los Estados aumentan (controladamente) sus pasivos, que son la llave maestra de la felicidad de todos.
Cuando el zorrito dice “no me gustan las uvas”, ya sabemos que lo que quiere decir es otra cosa.
Gastar un poco de más es necesario para poder seguir adelante, porque uno confía en que hay (debe haber) futuro mejor. Durante el pasado cyber monday, yo pude renovar en cuotas fijas el colchón en el que duermo, porque el anterior me estaba destrozando la espalda, después de quince años de sueños intranquilos. Si hubiera seguido la premisa del zorrito, que durmió siempre en cama de oro, no tendría descanso posible, sobre todo hoy, cuando no tengo sino pesadillas.
Deber o no deber no es el problema, sino quién pagará. Es como si yo contrajera hoy una deuda personal y obligara a mis descendientes y a las personas que para mí trabajan a hacerse cargo del pasivo.
El déficit de hoy, para los argentinos, está formado por puros intereses de una deuda que, se nos dice, esquizofrénicamente, nosotres no debemos tomar: vivamos con lo que tenemos, no aspiremos a más. El zorrito se pone contento porque llegará al final de su temporada de caza, aunque sin haber probado las uvas, que se pudrirán en la rama.


sábado, 10 de noviembre de 2018

La marca de la Bestia

por Daniel Link para Perfil


Mi marido gusta del género maravilloso (con preponderancia de hechizos y criaturas subnaturales), que yo más bien detesto. Últimamente se ha dedicado, después de que me duermo, a las remakes de series como Sabrina o Charmed. Una mañana, durante el desayuno, desarrolló sus teorías: Sabrina es mucho más oscura que su predecesora. La nueva Charmed es tan estúpida como la original, pero los personajes son latinos y negros. Agregó: deberían hacer Buffy, la cazavampiros, que era más experimental. La frase me despertó del todo. Sí, le dije, después de las películas de Warhol, viene Buffy.

Nos enredamos en una discusión sobre el sentido del predicado “experimental”. Experimental, en sus partes y en el todo, le digo, es la muestra de Jacoby en el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario, que vimos juntos hace unas semanas. La muestra misma es un experimento que incluye experimentos vivos, cuyo resultado todavía desconocemos, en todos y cada uno de los pisos que incluye.

El MACRO funciona en unos antiguos silos y sus salas se ordenan en siete pisos que, por lo general, se miran de arriba hacia abajo, como antes en el Guggenheim de Frank Lloyd Wright. Las “ capas” que forman el hojaldre de Traidores los días que huyeron se llaman: Clásico, Cinético, Poeta, Musical, Conceptual, Clown y Dark.

La muestra es muy diferente de El deseo nace del derrumbe (Reina Sofía, 2011), aunque algunas piezas se repitan. De hecho, el recorrido del MACRO-silo puede querer decir: he aquí unas semillas raras, que tal vez puedan plantarse para ver qué sale. En el caso del Jacoby Musical es evidente: Roberto, allí, canta sus canciones marcianas (que, dicen, pronto se toparán con el disco).

No es tanto, como se ha dicho (la crítica tiende a repetir los gestos distraídos y las palabras circunstanciales de los artistas, sin pensar demasiado en ellas), que se trate de un “lado B” o de una muestra de descartes.

Se trata, por el contrario, de una muestra que subraya cartesianamente el horizonte necesario para comprender las intervenciones de Jacoby. Porque estamos acostumbrados a pensar a Jacoby en relación con Chacra (1999), Proyecto Venus (2000-2006) o la Brigada Argentina por Dilma (2010) que la Bienal de San Pablo censuró, pero no estamos tan acostumbrados a pensarlo en relación con todo aquello de lo que tuvo que despojarse para llegar a hacer lo que hizo, lo que hace y lo que hará.

Lo “clásico” de Jacoby, constituido por un conjunto de ejercicios pictóricos de por sí impresionantes y una escultura duchampiana (objet trouvé intervenido), podrían haber llevado a Jacoby en una dirección (anunciada particularmente por uno de los cuadros expuestos sobre una suntuosa pared color borravino). Pero en el mismo espacio está Vernissage, hecha con Alejandro Ros: una mesa de copas vacías (o bien: dispuestas para ser llenadas) abatidas por unas conversaciones en off en portugués (sobre fútbol, el servicio doméstico, la mediocridad y poca originalidad de la muestra), el sonido de unos cuencos tibetanos y un atentado terrorista con un gran ruido de fracaso y metralletas tronando.

En cada capa de hojaldre (en cada piso) puede notarse esa apertura por un lado hacia el arte hecho en colaboración (lo que ya no dice demasiado) y, por el otro, hacia un concepto que desestructura las líneas de lectura hegemónicas del piso.

Pero además esta no es una muestra de lo que quedó fuera de El deseo... sino parte de su fundamentación: las vanguardias de finales de los cincuenta y los años sesenta, los efectos del fin del arte (“El arte ha muerto. Viva la joda”), la diseminación de las artes en cualquier parte y en cualquier soporte.

Mi marido deploró que la muestra, mayormente dominada por la alegría de las apuestas excesivas y los pasos de vida, terminara con los videos de Dark, angustiantes y depresivos.

Pero ese final sirve comprender el presente de terror en el que vivimos y su relación con las artes (el singular es ya un poco presuntuoso). Jacoby dice que las copas de Vernissage son 300 (en San Pablo fueron 600). Yo entendí que eran 666, la marca de la Bestia: eso es un artista, eso señalan los experimentos jacobinos.


sábado, 3 de noviembre de 2018

Perro que ladra y muerde

Por Daniel Link para Perfil

Una querida amiga me pregunta desde Brasil si no habremos tensado demasiado la cuerda como para provocar una reacción tan enérgica de la derecha fascista como la que estamos viviendo: la Liga italiana gobernando la península, el neonazismo creciendo en cada elección alemana, Bolsonaro con su coordinador de educación, el General Aléssio Ribeiro Souto, reivindicando la Dictadura y las disparatadas posiciones creacionistas.
La pregunta me sorprende en su cautela. Por cierto, le contesto que no. Nuestras reivindicaciones son las que enarboló el siglo XX en sus comienzos, con sus experimentos comunitarios, sus combates en contra de la discriminación de las minorías sexuales y su apuesta a un mundo más justo, menos ceñido a la luz cegadora de la Ilustración que, cuando se vuelve mito, habilita al fascismo más desinhibido (como bien demostraron Adorno y Horkheimer en su momento).
Hicieron falta dos guerras para que esos experimentos, esas propuestas y esas reivindicaciones fueran silenciadas. Pero volvieron. Y cuando volvieron, en la década del sesenta y, sobre todo, después del sesenta y ocho, se instalaron con la misma fuerza.
Cincuenta años después, es tanto lo que se ha conseguido, que parece mentira. Y parece mentira que haya que volver a luchar contra los mismos ideólogos del Mal, que enarbolan la ciencia para salir a matar disidentes sexuales, mujeres, negros, migrantes y que amenazan: “con mis hijos no te metas”.
No hemos tensado demasiado la cuerda del perro rabioso (la hemos dejado floja alrededor de su cuello). Sencillamente vivimos en un contexto de guerra muy diferente de las de la primera mitad del siglo XX pero que pretende lo mismo.
Ahora nos amparan algunas leyes, pero eso no debería engañarnos: cuando ya se ha quebrado el propio hogar, los enemigos siguen estando, cada vez más desembozados y más dispuestos a tomar el poder en momentos de desesperación económica.