El más intransigente de los críticos de este blog vive en casa. S. me reprocha que el carácter pormenorizado de mis comunicaciones sobre los acontecimientos del barrio atenta contra la verosimilitud de lo que digo. Al mismo tiempo, se queja de que introduzco detalles de color que no agregan sino una apariencia vicaria de literatura a fragmentos de vida cotidiana, cuyo único encanto debería ser el que tuvieren "en bruto". La segunda crítica la acepto de buen grado, pero si no me tomara esas libertades no sé si me divertiría contar las cosas que me cuentan o las que me pasan. La primera, por el contrario, me parece injusta. Voy ordenando los fragmentos de una historia (que por el momento se me escapa) de manera más clara para el lector y con los recursos (limitados, lo sé) a mi alcance. Si la vida de Álvaro, nuestro vecino, resultó un cúmulo de calamidades no es culpa del narrador, sino del modo en que los hechos le fueron transmitidos.
Es verdad que en la primera cena con nuestros vecinos y en los encuentros que después se fueron sucediendo (y de los que apenas he dejado aquí registro por falta de tiempo) lo que Álvaro fue contando de su vida (y que, en resumidas cuentas, podría resumirse en cuatro frases) formó parte de una estructura argumentativa y no de un relato autobiográfico. No es así como funcionan las charlas de sobremesa y si me abstuve del rigor testimonial fue, como dije antes, porque me pareció más ordenado.
Ya dije que Marcos se dedica a diversas disciplinas relacionadas con el cultivo del cuerpo. Es además un excelente cocinero aficionado. Esas dos razones, más su simpatía arrolladora, alcanzaron para que yo me convirtiera en incondicional escucha de cada una de sus peregrinas aventuras en el universo del cuidado de sí, de las que un día de éstos haré un resumen. Varios de nuestros viejos amigos, en sucesivas visitas, han coincidido conmigo en esta predilección, lo que demuestran preguntándome antes por nuevos pormenores en la vida de mi joven vecino que por mis cosas.
Debo ser justo: nada se presta menos al relato que mis días, que por ahora son una sucesión aburrida de combates con el índice de un libro, la estructura rítmica de una frase, el sentido y los límites de una categoría o las puntuales actividades que demanda la vida cotidiana (una excursión a la peluquería que sólo la monotonía de mis actividades habituales puede transformar en una aventura, el estado de las plantas del balcón, etc.), de modo que el regalo que me hace Marcos al darme temas de conversación con mis amigos no puede ser más precioso.
Diferente es el caso de Álvaro, porque hay algo negrísimo y atemorizante en su existencia, al menos para mí: S. dice sencillamente que está loco. Yo no soy supersticioso y tiendo a descreer enfáticamente de todos los sistemas esotéricos (incluidas, claro está, las religiones). Álvaro, sin embargo, no sólo los defiende sino que además los encarna: vive en estado de comunión con principios extra-terrenales. Y como es un individuo inteligente y relativamente culto, consigue que mis convicciones cedan paso a una duda turbia que en nada me hace bien. Yo, que creía haber conquistado el paraíso sobre la Tierra desde que me mudé a este barrio, ahora ya no me siento tan cómodo y temo que alguna de las catástrofes que Álvaro parece necesitar para garantizar que existe también a nosotros nos arrastre.
Todo esto empezó porque Álvaro, como tantas otras personas en este mundo, "fue mi alumno". Se dio esa circunstancia al comienzo de mi carrera docente, cuando yo daba clases de Semiología en el Ciclo Básico Común. Quisieron determinadas circunstancias que yo quedara a cargo de la coordinación de la materia en la Sede San Isidro del CBC y que, celoso como siempre fui de los aprendizajes de los alumnos que se me encomendaban, si bien no tenía obligación de hacerlo, dictara unas "clases teóricas" optativas los sábados a la mañana. Hermética como siempre fue esa materia para el común de los graduados secundarios, mis clases se poblaban más allá de lo esperado y los auditorios multiplicaron siempre por varios dígitos (más o menos variables) el módulo 100 que era (y es) la base de asistencia a cada curso. Álvaro recuerda particularmente una clase que yo daba sobre "La clave de los sueños" para explicar algunos aspectos dogmáticos sobre la teoría de los signos (el vínculo convencional entre el signo y la cosa, la tipología de los signos que debemos a Peirce, la diferencia entre signo y señal urdida por un argentino, esas delicias).
Esa clase, dice, le cambió la vida (¡a él, tan luego a él, que es el producto de mil calamidades sucesivas!), al menos en lo que al aspecto profesional se refería. Álvaro comenzaba sus estudios de Psicología (para los cuales la Universidad de Buenos Aires obliga a sus alumnos, con justicia, a iniciarse en los rudimentos de la semiología y el análisis del discurso). Siguió en carrera, pero después de dos años decidió abandonar esas "chapucerías pseudo-científicas", "homófobas", "falocéntricas" y "burguesas" para dedicarse de lleno al estudio de aquello para lo cual tenía verdadero feeling y para lo que yo le había suministrado, con mis clases (¡en su perspectiva! Me declaro inocente), los rudimentos para construir una teoría racional y consistente: las Ciencias Ocultas.
Álvaro no sólo es devoto de la Difunta Correa y un conocedor profesional de la Astrología Sistemática (de hecho, se dedica profesionalmente al estudio de cartas natales y a atender desesperadas consultas de personas a las que la vida trata mal), sino uno de esos usuarios de cualquier sistema pseudocientífico basado en la influencia de fuerzas más o menos supraterrenales sobre los acontecimientos. Discutíamos eso, precisamente, en la sobremesa de nuestra primera cena y Álvaro, para vencer mi escepticismo, introdujo como ejemplos los pormenores en los que antes me detuve.
Lo que en ese momento mi vecino quería demostrarnos era algo a lo que yo mismo le había dedicado más de una lectura y en relación con lo cual había hecho más de una "explicación de textos" (Bowles, Pasolini, Carrera): la numerología. Siempre entendí que el pitagorismo, como sistema filosófico, venía a resolver las estériles disputas políticas entre los partidarios de Parménides y de Heráclito. Por el lado del orden matemático me resulta(ba) más fácil explicar el ser (o su imposibilidad). De ahí a la numerología hay sólo un paso (requiere atravesar un abismo, pero es sólo un paso). Y Álvaro pretendía que yo lo diera con el sencillo argumento de que él ya lo había dado.
Discutíamos la potencia del número, para demostrar lo cual, claro, Álvaro barajó una cantidad de ejemplos completamente artificiales. Harto de mi resistencia, recurrió a su propia vida porque es verdad que contra la vida de los otros no hay argumentos que podamos esgrimir.
Todo lo que la familia de Álvaro tuvo que sufrir (desde los problemas de riñón del abuelo que murió decapitado hasta el accidente acuático que se llevó la vida de su hermano y el terremoto que aplastó a su madre) responde, según él, a un orden oculto de las cosas, orden que se manifiesta en una sencilla ecuación matemática: el terremoto de San Juan se produjo el 15.1.44 a las 20.50.35 horas, con la conjunción Marte/ Urano en una casa angular. El terremoto de Caucete ocurrió el 22.11.77 exactamente a las 6.26.23. Sumados todos esos números, se llega a un resultado idéntico: 165.
¿Y con eso qué (es lo mismo que yo pregunté)? Sumados los dígitos de ese resultado se obtiene la cifra de 12. ¿Y? Y 12 eran los años que Álvaro tenía cuando aceptó con una explosión de dicha el regalo de su amigo (albañil, pescador en sus ratos libres y habilísimo en el delicado arte del encule). O, dicho con las palabras y el sistema de categorización de Álvaro, "todo estaba escrito desde el fondo de los tiempos para llegar a eso: Marte (Martín) como dispositor de Urano".
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