"Ricos y famosos" encierra una verdad profunda. Sólo se puede ser famoso si se es rico, porque la fortuna permite tender entre uno y el mundo una red de contención, un colchón de invisibilidad sin el cual los tímidos no podríamos sobrevivir. No busques la fama sin fortuna: te será adversa. Y la riqueza sin fama... existe, claro que sí, pero los ricos, por el solo hecho de serlo, serán objeto de toda la curiosidad antropológica.
Abandoné la pedagogía por timidez, que fue precisamente lo que me permitió ser relativamente exitoso en ese rubro. Porque soy tímido, cada clase que tuve que dar en mi vida (y fueron muchas a lo largo de 15 años de carrera) me provocaba un pánico escénico que ni los mejores terapeutas (Nicolás Peyceré) consiguieron aplacar. Por supuesto, para que no se me notara el terror, mis clases siempre fueron "un poco" sobreactuadas. Fui un profesor famoso por su antipatía y los sarcasmos con los que respondía las preguntas de sus alumnos (de más está decir que era el único mecanismo de defensa que podía desarrollar para no desmoronarme frente a las generaciones ávidas de conocimiento que pasaban por mis clases). Con el tiempo, la ironía y el sarcasmo fueron cediendo y, si bien los alumnos dejaron de tenerme miedo, de todos modos se mantenían a la distancia que yo les imponía con mis arrebatos operísticos, mis coreografías improvisadas, el ritmo de ametralladora loca con el que pronunciaba las lecciones que la suerte o mi temeridad me habían deparado. Pese a todo, la docencia me hizo feliz: terminaba agotado, traspirado como un boxeador del conourbano bonaerense (mitad por nervios, mitad como efecto de mis acrobacias que, no pocas veces, incluyeron utilería y técnicas de iluminación), pero consciente de haber sobrevivido a la penosa tarea de pararme delante de una audiencia de masas para decir cosas medianamente inteligibles y medianamente verdaderas.
Y, sin embargo, no dejé de ser tímido. Y como no dejé de ser tímido (lo que los partidarios de las plegarias psicoanalíticas llaman "fóbico"), con el tiempo mis males se fueron agravando. Con el tiempo y la cantidad de clases dictadas. La universidad para la que trabajé toda mi vida y a la que le debo todo lo que sé es una de las más grandes y masivas del mundo. En el Ciclo Básico Común, en la Facultad de Ciencias Sociales, en la Facultad de Filosofía y Letras los auditorios oscilan entre 300 y 2.500 alumnos por año. Como mi precaria situación económica me obligó siempre a disimular mi pobreza (en primer término) y a multiplicar mis trabajos (en segundo término), se dio el caso de que yo tuviera al mismo tiempo esas cantidades de alumnos. Mi razonamiento era de hierro: me da lo mismo preparar una clase para 20 personas que para 2.000. En eso, no me equivocaba.
Pero con el tiempo y con el correr de las generaciones de alumnos yo, como mis congéneres, fuimos acumulando ex-alumnos por la vida: en 15 años de carrera docente llegué a tener, a un promedio de 2.000 por año, 30.000 escuchas atónitos. Y, con el tiempo, la frase "Yo fui alumno tuyo", que para mi desesperación se fue convirtiendo en "Yo fui alumno suyo" y hasta en, horror de horrores, "Mi hija fue/ es tu alumna/ o", empezó a pudrir la poca confianza que alguna vez pude tener en mis pobres dotes de sociabilidad.
Una vez, en Ave Porco (a donde había ido porque Rubén Szuchmacher tenía, por la vía del Centro Cultural Ricardo Rojas, entradas gratis), se me acercó un jovenzuelo que arañaba apenas el metro setenta, acompañado de una "chica hormiga" (las chicas-hormiga son esa clase de chicas que abundan en la noche porteña: son todas diminutas, andan en bandadas y se mueven con gran rapidez entre la gente. S. sostiene que, cuando joven, B. debe de haber sido una chica hormiga y por eso se refiere a ella como "la hormiga reina"). El jovenzuelo me interpeló y yo deduje (sin haber visto todavía a la chica-hormiga que lo secundaba) que debía estar completamente seductor, esa noche. Cuando me dijo "Yo fui alumno tuyo", me di cuenta de mi error. Él quería volver a tocar no sé qué tópico, retomar una duda que le había quedado a partir de algo que yo dije, y no había manera de que yo le dijera que no eran esas las horas ni el lugar apropiado para un requerimiento semejante. Tuve que ser guarango y le dije: "Me tengo que ir". Y me fui.
El episodio se fue repitiendo, lo que me llevaba a frecuentar lugares cada vez más marginales (más elitistas, o más sórdidos) para evitar esos encuentros que desbarataban mis noches de cacería sexual o diversiones tóxicas. El alumnado de Letras (no masivamente, pero sí en un porcentaje nada desdeñable) gusta de los lugares marginales de diversión, así como el alumnado de Sociales gusta de los lugares mainstream.
Otra vez, en Dowtown, un bar de la calle Alsina al que nos gustaba ir cuando éramos jóvenes, un chico me empezó a hablar diciendo "Yo fui alumno tuyo" e inmediatamente me contó cómo en las clases de trabajos prácticos el docente se encargaba prolijamente de demostrar que lo que yo había dicho en mi clase teórica estaba todo mal. Su relato tal vez era falso y él se dejaba llevar sólo por la maledicencia propia de su edad, pero el efecto sobre mí era en todo caso el mismo: me devolvía a mi ámbito laboral, y me devolvía al desamparo de mi timidez.
Dejé incluso de ir a las fiestas de cumpleaños a las que me invitaban ocasionalmente mis amigos más jóvenes (Gabriela Bejerman, por ejemplo) porque sabía que iba a vagar entre la gente esperando la pregunta fatal sobre un examen futuro o una clase pasada.
Una vez, en Barcelona, mientras S. comparaba precios de cámaras de fotos, lentes y accesorios fotográficos (que no pensaba comprar, lo que para mí hacía del paseo una tortura psicológica) en los negocios que rodean la Plaza de la Universitat, me crucé a un cibercafé para controlar correo. Quiso mi suerte que también allí se dejara oir la frasecita: "Hola, yo fui alumno tuyo". Y en Nueva York, y en México, y en Italia. No era una broma del destino, sino quince años ininterrumpidos de ejercicio de la docencia y 30.000 personas que habían sido objeto de la desesperanza a la que se somete en este país a las nuevas generaciones. ¿Cómo no iban a estar, gran parte de ellos, desparramados por el mundo?
Una vez, la amiga de un amigo, a quien me encontré en una fiesta, me dijo: "Ayer no fuiste al dentista". Tenía razón, claro, pero no sabía yo cómo podía ella saberlo. Es que otro amigo de esta amiga de un amigo trabaja en el consultorio dental al que yo concurría por entonces y "había sido alumno mío" (además de un chismoso irredento). Estaba, por lo tanto, enteradísimo de las viscisitudes con mis dientes (llega una edad en la que todas las emplomaduras ceden y las muelas estallan y hay que tomar medidas drásticas). Nunca más volví a ese consultorio.
El último episodio, "la gota que colmó el vaso", como se dice, sucedió hace dos años, en mi casa anterior, en La Lucila. Bajé a buscar la pizza que había encargado y el chico que hacía el reparto me dijo: "Oh, no sabía que Ud. vivía acá". "¿Pero a qué departamento venís a entregar?", le pregunté, pensando que se refería a una confusión referida a su trabajo. "Yo fui alumno suyo", me dijo, y entonces comprendí que a ese lugar no podía pedir ya más pizza.
Yo no creo ser particularmente ciego, pero es imposible recordar las caras ante las cuales uno ha hablado cuando éstas son más de 30. De modo que no me quedaba sino andar por la vida sospechando que si alguien me miraba era porque había sido "alumno/ a mío" y nada más. En diez años más de docencia habría sumado otros 20.000 ex-alumnos y mi vida habría quedado reducida a la nada.
Sé que para muchos resultará una posición exagerada, pero repito: es que soy tímido (fóbico). Y nunca estoy seguro de lo que digo (lo que para un docente es como habitar un círculo del infierno, porque le pagan para que diga cosas con certeza). Lo que imagino que viene después de la frase "Yo fui..." es "Qué cantidad de boludeces que decís".
Después de aquella pizza, no pude más y decidí cambiar de vida.
Por suerte ya estaba S. (quien, misteriosamente, no había sido alumno mío, lo que explica la naturalidad con la que ligamos nuestras existencias), de modo que pudimos planear juntos los negocios inmobiliarios que nos sostendrían (sumados a sus ingresos como fotógrafo y los míos como prologuista y colaborador free-lance de publicaciones extranjeras). Una vez resuelto ese problema, decidí renunciar a la pedagogía pensando que así podría caminar tranquilo por el barrio, siendo sólo una mirada invisible, el punto de vista del paisaje urbano y nada más. ¡Cuánta razón tienen los escritores que no se dejan fotografiar! La violencia que el reconocimiento opera sobre nosotros aniquila toda conciencia posible, nos vuelve el objeto de otro relato, que no es el nuestro -"¿Sabés? Hoy lo vi a L, que fue profesor mío. Estaba comprando paltas en la esquina/ vendiendo ropa usada de mujer en la feria americana/ haciéndose una depilación de glúteos/ cambiando libros y cds promocionales en Parque Rivadavia/ jugando pésimamente al tenis con B. S." (elíjase la opción que se prefiera: no es mi relato, es el relato de otro/a).
Y resultó que no: mi alejamiento de la pedagogía tendrá efectos en el futuro y me asegurará una vejez tranquila. Pero todavía... yo soy aquel que ayer nomás decía, el verso azul y la canción profana, en cuya noche un ruiseñor había que era alondra de luz por la mañana.
Marcos, el profesor de gimnasia que vive en nuestro edificio, con una sola frase ("Álvaro fue alumno tuyo") me devolvía, una vez más, a mi lugar de objeto del relato de los otros. Así como S. y yo habíamos estado hablando de ellos, ellos habían estado hablando de nosotros (la primera vez que me crucé con Marcos, él no sabía quien era. La segunda vez, sí). ¿Y quién es Álvaro? Álvaro vive con Marcos, y es su primo mayor (28 y 39 años, respectivamente). Álvaro fue alumno mío, en mis primeros cursos en la Facultad de Ciencias Sociales, cuando había empezado la carrera de Comunicación, que después abandonó para dedicarse a otros negocios. De estas pocas cosas me enteré la tarde misma en que los suplementos que quería encuadernar fueron arrastrados por la fuerza de los vientos (era como si mi pasado, que yo quería enterrar para siempre, se resistiera al disciplinamiento).
Volví a casa en estado de shock, naturalmente, porque nunca (salvo en el caso de la pizza) la frase había sonado tan cerca de mi puerta. S. estaba en sesión fotográfica, de modo que hasta la nochecita no pude ponerlo al tanto de las novedades. Temeroso de mis brotes de melancolía, S. tomó el toro por las astas y me obligó a que subiéramos a confraternizar con nuestros vecinos. Lo hicimos. Los invitamos a comer. Aceptaron. Vinieron la noche siguiente y fue entonces cuando "se decidió" que S. retomara sus sesiones de calistenia y aparatos.
Las tres gracias
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Mientras preparo un taller sobre el paso (siguiendo algunos motivos) de los
cuentos tradicionales, desde las lejanas cortes europeas a los libros que
hay...
Hace 3 semanas.
3 comentarios:
El infierno tan temido: ¡Fui alumna tuya! Y me pareciste un boludo en la corte del rey Panesi. Pero años después, en Siglo XX, dite una clase fabulosa sobre Ante la ley, al final de la cual te veía relumbrar con destellos de infinita creatividad y sabiduría. O dicho de otra manera, no podía dejar de imaginar que cogíamos rabiosamente por los pasillos de la facultad.
no fui alumna tuya, pero te vi en el canal a... mala movida para tu fobia
"fui alumna tuya"...
y te agradecí siempre por el sarcasmo que usabas con insistencia para responder a los clásicos estudiantes idiotas de letras preguntas pretendidamente inteligentes.
Realmente lo disfrutaba.
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