domingo, 30 de septiembre de 2012
Pienso, luego existo
¿Son mejores o peores los alumnos y
los docentes de Harvard que los de La Matanza? Por muchas razones, la
pregunta es incontestable, pero decir “Esto es Harvard, no La
Matanza”, ya sea por una pregunta mal digerida o por un
comportamiento inadecuado (las crónicas difieren en este punto, pero
me atengo a la de Página/12) es de mal gusto, insultante y,
sobre todo, irresponsable, dado que se trata de una universidad
estatal que depende, como todas, de las autoridades que rigen su
destino, en primer término, y del Estado Nacional, que les remite
fondos para su funcionamiento, en última instancia...
Digo “última instancia” y llego al
corazón de esta reflexión. El carácter profundamente reaccionario
del kirchnerismo se reconoce en el rechazo alérgico a las categorías
clásicas de la interpretación cultural marxista, dentro de las
cuales, la noción de “imaginario” ocupa un lugar incómodo pero,
al mismo tiempo, central (la categoría no debe ser escondida debajo
de la alfombra, sino revisada constantemente).
Para el kirchnerismo no hay pensamiento
(ni propio ni ajeno), no hay dimensión imaginaria (ni propia ni
ajena). Nadie se equivoca. Todos somos, sencillamente, piezas móviles
(idiotas útiles o estúpidos imberbes) en un juego incomprensible
del que participan sólo ciertos poderosos. Si alguien pregunta al
poder regente algo que éste no quiere contestar, es porque fue
mandado literalmente por los conspiradores del campo enemigo y no
porque haya una dimensión, la ideología, que haya interpelado y
moldeado esa conciencia (la tarea de la universidad no es sino
desmontar esos mecanismos ideológicos). El que pronuncia una
pregunta idiota (todos de acuerdo) está leyendo un papelito que le
pasó Lanata o un mensaje de texto que le mandó Magneto.
El retroceso que significa un
pensamiento semejante ha quedado claro con la desafortunada
referencia de la Sra. Fernández a la Universidad de la Matanza, a la
que se refirió como el otro extremo de una escala (equivocándose en
eso, como en tantas otras cosas, por pura logorrea) y la airada
defensa de sus canes cerberos que, aplicando la misma regla que ellos
aplican al campo enemigo, sólo podrían ser entendidos como peones
ciegos de un juego que no entienden.
El rector de la Universidad de la
Matanza se manifestó dolido y el Intendente del partido y no sé qué
otros obsecuentes salieron a desmentirlo y a decir que las palabras
de la Sra. Fernández, cuándo no, habían sido malinterpretadas.
No importa cuan idiotas pudieron haber
sido las preguntas formuladas por los alumnos presentes en Harvard
(cualquier docente sabe que las preguntas estudiantiles casi siempre
se formulan, legítimamente, desde el lugar de la incomprensión: un
alumno es un educando, alguien que no sabe, cuya conciencia
está en un lugar equivocado y que, por eso, estudia), pero lo que es
seguro es que respondían no a un mandato conspiracional sino a una
configuración ideológica compleja.
Simplificar el asunto como lo han hecho
los perros de palacio durante los últimos días es una forma de
soberbia peor que la que puede deducirse de las palabras de la Sra.
Fernández: la soberbia de los subalternos.
La “dorada juventud” a la que ahora
se quiere dotar de los derechos de voto, tiene esas cosas (evidentes
tanto en Harvard como en La Matanza): a menor formación teórica,
mayor permeabilidad y sujeción a la ideología dominante que, en
nuestro país, se llama Kirchnerismo, y cuyas unidades (casi todas
ellas) son nefastas: el ser viviente como consumidor, en primer
término; y es mejor reinar en una Villa que gobernar en una
República, en segundo lugar.
sábado, 29 de septiembre de 2012
Copy-paste
Mi última columna sabatina en Perfil se
llamó "Vandalismo" y su objetivo era censurar una cierta
obstinación del poder regente en destruir lo que existe y no en
construir lo inexistente.
Por desgracia, el cierre (anticipado)
de la semana pasada me pescó armando el bolso, no para aprovechar el
fin de semana largo, sino para someterme a una severísima terapia antibiótica contra una bacteria que me habita en contra de mi voluntad.
Entre una cosa y otra, terminé
enviando al editor de estas páginas un borrador más bien
deshilachado, sin conclusión alguna y con larguísimas citas
textuales tomadas (sin aclaración) de otros diarios. De la penosa
confusión de los archivos me di cuenta recién el sábado y no
antes, pese a las advertencias de Guillermo Piro, a quien le respondí
con lacónicos correos como de personaje de La montaña mágica.
Aclaro, pues: las autoridades tienen
todo el derecho del mundo de despreciar la Feria del Libro en su
forma actual y no tendría yo argumentos para defender ese círculo
del infierno salvo una cierta expectativa favorable a la actual
directora, Gabriela Adamo. Por lo demás, es verdad que la Rural es
odiosa, los stands resultan carísimos para los editores de menores
recursos, etc.
Pero la Feria del Libro, iniciativa
privada, funciona con éxito desde hace décadas según sus
criterios, y no parece la mejor idea el chantaje estatal para
intervenirla ("o la mudan a Villa Martelli o suspendemos las
compras de libros a través de la CONABIP"), sobre todo porque
la mudanza, por si misma, no va a mejorar el evento y muy
probablemente lo aniquile por la carestía de transporte público.
El Estado tiene el poder, el derecho y
la obligación de imaginar instituciones de cultura y pedagogía
adecuadas a su ideario (no importa que yo los comparta o no). No
debería, en cambio, destruir lo ya existente so pretexto de llenar
un vacío de políticas propias que no es sino el índice de una
pobre y esquemática imaginación.
Pero, en fin, nada de esto quedó claro
porque mandé un archivo equivocado: pido disculpas a los lectores
pero, sobre todo, a los compañeros periodistas cuyas notas fueron
copiadas sin aclaración alguna.
viernes, 28 de septiembre de 2012
La casa del ser
La internación y el arresto domiciliarios son como las astucias últimas del panoptismo, cuya eficacia está naturalmente relacionada con el costo social del servicio de separación y secuestro de los cuerpos.
Hagamos de la casa propia una sucursal de la cárcel y el hospital, donde el delincuente y el paciente serán tratados como en esas instituciones pero con costos sensiblemente inferiores al sostenimiento de un ejército sanitario y carcelario por parte del Estado y, sobre todo, comprometiendo al sujeto (al sujetado) en su propia sujeción.
Se dirá que se trata de regímenes más liberales (es decir: menos autoritarios) que los que regían en los grandes centros panópticos del XIX, y eso es cierto: en mi casa puedo regular a mi antojo el régimen de visitas, las comidas y los consumos recreativos (de tabaco, por ejemplo). Pero, al mismo tiempo, se trata de responsabilizar al anormal (el enfermo, el criminal) de su propia recuperación social, lo que da un poco de vértigo. Y el aplastamiento de la dimensión imaginaria del asunto (las fantasías carcelarias, las ensoñaciones hospitalarias, El expreso de medianoche, La montaña mágica) nos sume en el aburrimiento.
Mi régimen de internación domiciliaria supone la visita cada ocho horas de personal de enfermería que me administre el antibiótico que la aniquilación del Staphylococcus aureus que anida en mi tercera vértebra lumbar requiere. En cuanto a la analgesia y al reposo (imprescindibles en los casos de osteomielitis), todo corre por mi cuenta: yo lo administro y yo lo pago.
En su sermón 12, Maister Eckhart (1260-1328) señaló que "El hombre que se mantiene así en la Voluntad de Dios nada quiere de nada que no sea Dios y lo que es la voluntad de Dios. Si estuviera enfermo, no desearía la salud. Todo sufrimiento le es un gozo, toda multiplicidad es para él la Unidad, a condición de permanecer verdaderamente en la Voluntad de Dios. Le fueran adjudicados los tormentos mismos del infierno, tendría gozo y beatitud. Es libre, ha salido de si mismo; y debe estar desapegado de todo lo que le pueda tocar. Para que mi ojo pueda ver los colores, debe estar libre de todo color. Cuando veo un color azul o blanco, la visión de mi ojo que ve el color, es decir aquello que ve, es idéntico a lo que ven los ojos. El ojo en el que veo a Dios es el mismo ojo en el que Dios me ve. Mi ojo y el ojo de Dios son un solo y único ojo, una sóla y la misma visión, un sólo y el mismo conocimiento, un sólo y un mismo amor".
La herejía del Maestro fue retomada siglos más tarde (tachando la parte más sadomasoquista o mística o capitalista del asunto: el sufrimiento como gozo, pagate tus analgésicos), por Angelus Silesius (1624-1677), de donde la citan Borges y Barthes.
Traducida a la situación panóptica, la reversibilidad del ojo y la mirada hace del anormal su propio vigilante.
La casa (οἶκος) se transforma así en un diminuto campo de batalla donde los antibióticos luchan contra el invasor (las únicas enfermedades no imaginarias, como se sabe, son las que dependen de esa lógica de lo alienígena: virus y bacterias) y donde lo público (la sanidad pública) instala su lógica soberana devorando todo el espacio privado.
Dejo para mañana la crónica mariamorenesca de mis encuentros con la enfermería ambulatoria. Tengo, ahora, que encargar mi corset de polipropileno, que me transformará en una mezcla de Robocop y Carmen Miranda.
"Sacate fotos. Es ahora o nunca", me escribe Guillermo Piro. Tal vez consiga que la prensa pague por ellas.
Hagamos de la casa propia una sucursal de la cárcel y el hospital, donde el delincuente y el paciente serán tratados como en esas instituciones pero con costos sensiblemente inferiores al sostenimiento de un ejército sanitario y carcelario por parte del Estado y, sobre todo, comprometiendo al sujeto (al sujetado) en su propia sujeción.
Se dirá que se trata de regímenes más liberales (es decir: menos autoritarios) que los que regían en los grandes centros panópticos del XIX, y eso es cierto: en mi casa puedo regular a mi antojo el régimen de visitas, las comidas y los consumos recreativos (de tabaco, por ejemplo). Pero, al mismo tiempo, se trata de responsabilizar al anormal (el enfermo, el criminal) de su propia recuperación social, lo que da un poco de vértigo. Y el aplastamiento de la dimensión imaginaria del asunto (las fantasías carcelarias, las ensoñaciones hospitalarias, El expreso de medianoche, La montaña mágica) nos sume en el aburrimiento.
Mi régimen de internación domiciliaria supone la visita cada ocho horas de personal de enfermería que me administre el antibiótico que la aniquilación del Staphylococcus aureus que anida en mi tercera vértebra lumbar requiere. En cuanto a la analgesia y al reposo (imprescindibles en los casos de osteomielitis), todo corre por mi cuenta: yo lo administro y yo lo pago.
En su sermón 12, Maister Eckhart (1260-1328) señaló que "El hombre que se mantiene así en la Voluntad de Dios nada quiere de nada que no sea Dios y lo que es la voluntad de Dios. Si estuviera enfermo, no desearía la salud. Todo sufrimiento le es un gozo, toda multiplicidad es para él la Unidad, a condición de permanecer verdaderamente en la Voluntad de Dios. Le fueran adjudicados los tormentos mismos del infierno, tendría gozo y beatitud. Es libre, ha salido de si mismo; y debe estar desapegado de todo lo que le pueda tocar. Para que mi ojo pueda ver los colores, debe estar libre de todo color. Cuando veo un color azul o blanco, la visión de mi ojo que ve el color, es decir aquello que ve, es idéntico a lo que ven los ojos. El ojo en el que veo a Dios es el mismo ojo en el que Dios me ve. Mi ojo y el ojo de Dios son un solo y único ojo, una sóla y la misma visión, un sólo y el mismo conocimiento, un sólo y un mismo amor".
La herejía del Maestro fue retomada siglos más tarde (tachando la parte más sadomasoquista o mística o capitalista del asunto: el sufrimiento como gozo, pagate tus analgésicos), por Angelus Silesius (1624-1677), de donde la citan Borges y Barthes.
Traducida a la situación panóptica, la reversibilidad del ojo y la mirada hace del anormal su propio vigilante.
La casa (οἶκος) se transforma así en un diminuto campo de batalla donde los antibióticos luchan contra el invasor (las únicas enfermedades no imaginarias, como se sabe, son las que dependen de esa lógica de lo alienígena: virus y bacterias) y donde lo público (la sanidad pública) instala su lógica soberana devorando todo el espacio privado.
Dejo para mañana la crónica mariamorenesca de mis encuentros con la enfermería ambulatoria. Tengo, ahora, que encargar mi corset de polipropileno, que me transformará en una mezcla de Robocop y Carmen Miranda.
"Sacate fotos. Es ahora o nunca", me escribe Guillermo Piro. Tal vez consiga que la prensa pague por ellas.
jueves, 27 de septiembre de 2012
Qué opio...
Muchos amigos me preguntaron: ¿qué onda la morfina? Vuelto a casa, en régimen de internación domiciliaria y con analgésicos ya no endovenosos sino orales, puedo decir, sin culpa (porque la ciencia me llevó a ese camino que yo no hubiera elegido por mí mismo): la extraño.
La morfina es, como todo el mundo sabe, un opioide controlado utilizado como anestésico y analgésico. Doy fe de sus excelencias en esas áreas. Al mismo tiempo induce a un cierto desapego de la conciencia respecto del cuerpo (ni mío ni de nadie), particularmente apto para los estados de ensoñación.
No tratándose de heroína, ni de puro opio, naturalmente, hay que esforzarse un poco en el control del flujo ensoñativo. O, más bien, en el marco o umbral de imágenes en relación con las cuales uno se dejará llevar (aunque el factor de arrastre de la morfina no sea muy elevado).
Una experta en estas lides, mi chamana hospitalaria, me escribió que "al principio cuesta y puede pasar como con esa máquina que inventó Cohen para un Once del futuro: fallar en sus promesas de jolgorio y la alucinación consistir en encarnar en un camionero que está ajustando algo bajo el mionca. Una vez fallé en mis destrezas y aparecí frente a un conmutador lleno de luces prendidas, incomprensible, además se sospechaba que no llevaba a charlas íntimas sino de una empresa plomo".
En todo caso, mis ejercicios de morfinómano han quedado atrás y ahora debo contentarme con unas pocas gotas de Tramadol, del que no puedo abusar porque los médicos se negarán a renovar la receta antes de tiempo.
La morfina es, como todo el mundo sabe, un opioide controlado utilizado como anestésico y analgésico. Doy fe de sus excelencias en esas áreas. Al mismo tiempo induce a un cierto desapego de la conciencia respecto del cuerpo (ni mío ni de nadie), particularmente apto para los estados de ensoñación.
No tratándose de heroína, ni de puro opio, naturalmente, hay que esforzarse un poco en el control del flujo ensoñativo. O, más bien, en el marco o umbral de imágenes en relación con las cuales uno se dejará llevar (aunque el factor de arrastre de la morfina no sea muy elevado).
Una experta en estas lides, mi chamana hospitalaria, me escribió que "al principio cuesta y puede pasar como con esa máquina que inventó Cohen para un Once del futuro: fallar en sus promesas de jolgorio y la alucinación consistir en encarnar en un camionero que está ajustando algo bajo el mionca. Una vez fallé en mis destrezas y aparecí frente a un conmutador lleno de luces prendidas, incomprensible, además se sospechaba que no llevaba a charlas íntimas sino de una empresa plomo".
En todo caso, mis ejercicios de morfinómano han quedado atrás y ahora debo contentarme con unas pocas gotas de Tramadol, del que no puedo abusar porque los médicos se negarán a renovar la receta antes de tiempo.
miércoles, 26 de septiembre de 2012
El último curso, o de los acontecimientos
Los alumnos de Letras recordarán mi último curso, que incluía una reivindicación como instaurador de discursividad (o como logoteta) de Daniel Paul Schreber, ese triste retoño penúltimo de la dinastía de los Daniélidas que nos legó ese libro extraordinario, las Memorias de un enfermo nervioso.
Recordarán el pormenorizado análisis del árbol genealógico schreberiano y el desdén con el que tratamos al padre de Daniel Paul, ese sanitarista y ortopedista tan preocupado por la salud de la especie que su hijo no pudo sino decretar que ésta había muerto, que no había ya más hombres sobre la tierra y que por eso Dios lo había señalado con sus rayos para engendrar con él, luego de cogérselo bien cogido, una nueva especie.
Recordarán también que a mis últimas lecciones me presenté cojeando (Lábdaco, Layo, Edipo, otra dinastía), con apenas capacidad para apoyar el pie izquierdo (mi pie izquierdo). La transfiguración del punto de apoyo en síntoma sucedió de la noche a la mañana, y los médicos encargaron el abanico completo de los grafos (radiografías, ecografías), sin ver en ninguna de esas imágenes cuerpo extraño alguno. Lo más probable es que durante esa semana atroz de junio pasado haya llorado, y más de una vez, pero ya no me acuerdo. Me acuerdo de la vergüenza de poder moverme apenas, del dolor al pisar y de la última clase, cuando les dije a los chicos: "volveremos a vernos, o no, porque como verán, me estoy muriendo..."
En respuesta a su airada protesta, aclaré que hablaba en broma, sobre todo porque "yerba mala nunca muere" y me retiré cojeando, como el amado Federico.
En algún momento los traumatólogos (que no son taumaturgos, ni mucho menos) me enviaron a cirugía, destino que atiné a esquivar con ayuda de un "podologo UBA" que trabajó con la delicadeza del caso la planta de mi pie izquierdo hasta que consiguió drenar una considerable cantidad de pus (¡infección!), pero sin localizar, de nuevo, cuerpo extraño.
Lo demás, ya se sabe: Staphylococcus aureus, osteomielitis, internación y secuestro.
Entre mis médicos hay dos partidos: los que creen que el episodio plantal fue la primera manifestación maléfica del staphylococcus, ya instalado en mi cuerpo, y los que creen que fue entonces cuando entró en mi torrente sanguíneo, dispuesto a anidar allí donde más daño pudiera infringirme: el corazón o la columna.
Pero en el medio, sucedió todavía algo extraordinario que nos retrotrae al discurso paranoico y los instauradores de discursividad. Mis persistentes dolores de cintura me habían llevado de un traumatólogo a otro, sin que ninguno consiguiera otra cosa que aligerar mi pena lumbar con diferentes dosis y marcas de analgésicos (algunas de ellas, prohibidas en países más civilizados que el nuestro).
Finalmente uno de ellos, especialista en columna, ordenó la punción (dolorosísima) que terminó descubriendo el bajtiniano polizonte de mi tercera vértebra lumbar.
A ese médico lo había elegido yo, y lo había elegido por su nombre: Dr. Gottlieb. Y no por el significado de ese nombre que invoca el amor divino, sino porque Gottlieb había sido el nombre del padre del penúltimo trastornado de la dinastía de los Daniélidas.
El padre de Daniel Paul Schreber se llamaba Daniel Gottlieb Schreber. ¿Cómo iba yo a ignorar esa llamada, esa interpelación que me venía desde el fondo de mis cursos y que trazaría una línea de sombra en los acontecimientos de mi vida?
Mi cuerpo no me pertenece: es apenas la cicatriz, el punto de juntura de dos dinastías, la de los Labdácidas y la de los Daniélidas.
Recordarán el pormenorizado análisis del árbol genealógico schreberiano y el desdén con el que tratamos al padre de Daniel Paul, ese sanitarista y ortopedista tan preocupado por la salud de la especie que su hijo no pudo sino decretar que ésta había muerto, que no había ya más hombres sobre la tierra y que por eso Dios lo había señalado con sus rayos para engendrar con él, luego de cogérselo bien cogido, una nueva especie.
Recordarán también que a mis últimas lecciones me presenté cojeando (Lábdaco, Layo, Edipo, otra dinastía), con apenas capacidad para apoyar el pie izquierdo (mi pie izquierdo). La transfiguración del punto de apoyo en síntoma sucedió de la noche a la mañana, y los médicos encargaron el abanico completo de los grafos (radiografías, ecografías), sin ver en ninguna de esas imágenes cuerpo extraño alguno. Lo más probable es que durante esa semana atroz de junio pasado haya llorado, y más de una vez, pero ya no me acuerdo. Me acuerdo de la vergüenza de poder moverme apenas, del dolor al pisar y de la última clase, cuando les dije a los chicos: "volveremos a vernos, o no, porque como verán, me estoy muriendo..."
En respuesta a su airada protesta, aclaré que hablaba en broma, sobre todo porque "yerba mala nunca muere" y me retiré cojeando, como el amado Federico.
En algún momento los traumatólogos (que no son taumaturgos, ni mucho menos) me enviaron a cirugía, destino que atiné a esquivar con ayuda de un "podologo UBA" que trabajó con la delicadeza del caso la planta de mi pie izquierdo hasta que consiguió drenar una considerable cantidad de pus (¡infección!), pero sin localizar, de nuevo, cuerpo extraño.
Lo demás, ya se sabe: Staphylococcus aureus, osteomielitis, internación y secuestro.
Entre mis médicos hay dos partidos: los que creen que el episodio plantal fue la primera manifestación maléfica del staphylococcus, ya instalado en mi cuerpo, y los que creen que fue entonces cuando entró en mi torrente sanguíneo, dispuesto a anidar allí donde más daño pudiera infringirme: el corazón o la columna.
Pero en el medio, sucedió todavía algo extraordinario que nos retrotrae al discurso paranoico y los instauradores de discursividad. Mis persistentes dolores de cintura me habían llevado de un traumatólogo a otro, sin que ninguno consiguiera otra cosa que aligerar mi pena lumbar con diferentes dosis y marcas de analgésicos (algunas de ellas, prohibidas en países más civilizados que el nuestro).
Finalmente uno de ellos, especialista en columna, ordenó la punción (dolorosísima) que terminó descubriendo el bajtiniano polizonte de mi tercera vértebra lumbar.
A ese médico lo había elegido yo, y lo había elegido por su nombre: Dr. Gottlieb. Y no por el significado de ese nombre que invoca el amor divino, sino porque Gottlieb había sido el nombre del padre del penúltimo trastornado de la dinastía de los Daniélidas.
El padre de Daniel Paul Schreber se llamaba Daniel Gottlieb Schreber. ¿Cómo iba yo a ignorar esa llamada, esa interpelación que me venía desde el fondo de mis cursos y que trazaría una línea de sombra en los acontecimientos de mi vida?
Mi cuerpo no me pertenece: es apenas la cicatriz, el punto de juntura de dos dinastías, la de los Labdácidas y la de los Daniélidas.
martes, 25 de septiembre de 2012
Flor de serruchada
Arrecifes: con un serrucho, le cortó el pene a su ex pareja
Una mujer denunció que el hombre la golpeó y habría intentado abusar de ella; se defendió y le provocó un corte que debió ser curado con siete puntos de sutura.
Una mujer denunció que el hombre la golpeó y habría intentado abusar de ella; se defendió y le provocó un corte que debió ser curado con siete puntos de sutura.
Instituciones de secuestro
Desapropiado, pues, mi cuerpo (porque nunca fue mío, porque aquellos a quienes pertenece deben entregarlo como parte de pago de la larga hipoteca de la vida o como botín de guerra en las escaramuzas en las que se deciden las propiedades de lo vivo), y por lo tanto desidentificado (por no decir deshecho o, incluso, desecho), la carne ingresa en una lengua extranjera: comienza a llamarse de otro modo.
Basta prestar atención al vocabulario clínico para darse cuenta de que una barrera se ha franqueado. No el vocabulario propio de la ciencia médica (aunque, naturalmente, de eso se trate) sino el vocabulario de la institución hospitalaria, donde uno pierde el nombre o donde el nombre queda disimulado en un desbarajuste de números y posiciones de expectación ("el paciente", "el sujeto").
Porto, desde hace casi una semana, una pulsera de papel que dice mi nombre, mi número de documento, mi edad y mi género (el evidente o el autopercibido), la fecha y hora de ingreso a la institución y un código de barras.
Si me perdiera en una morgue, ¿con eso alcanzaría para definir mi estatuto en el mundo de los vivos?
Contra todo lo que pudiera pensarse no detesto a los médicos (en todo caso, no detesto a todos los médicos por igual) y me conmueve el terror a la muerte que, en el fondo, les ha dictado una vocación por el cuidado (la cura) de lo que vive todavía. Si ellos (¡y ellas!) participan de una institución un poco sombría, la medicina, no son más responsables de sus desaguisados que los que a ella se entregan con algarabía, desposeyéndose de si.
Me detengo en una palabra que he escuchado varias veces y que he sido obligado a pronunciar en la última semana: "rescate".
Estoy seguro de que para los médicos y enfermeras (se me perdonarán las elecciones genéricas, pero es para abreviar), "rescate" se asocia con liberación (del dolor).
Pero "rescate" es también lo que se paga en casos de secuestro. El "libre de dolor", la ampolla de morfina, la bomba de analgésicos que porto por el mundo, es la moneda que la institución de secuestro hospitalaria me exige (amablemente) que use para reconocer su soberanía sobre lo que vive todavía.
"Pedí rescate", me dice mi médica preferida, y, cuando me pongo un poco sombrío (porque no veo el cielo, porque no me dejan caminar, porque los equipos de especialistas se pelean por el tratamiento o correctivo a aplicarme), "Ponele un poco de onda".
Es muy curioso: en el sanatorio está muy mal visto fumar un cigarrillo en el balcón; pedir morfina, en cambio, es algo que llena el piso de alegría.
Confieso que le pongo onda y pido rescate, y, mientras siga encerrado, seguiré pidiendo. Más tarde o más temprano, almorzaré desnudo.
Basta prestar atención al vocabulario clínico para darse cuenta de que una barrera se ha franqueado. No el vocabulario propio de la ciencia médica (aunque, naturalmente, de eso se trate) sino el vocabulario de la institución hospitalaria, donde uno pierde el nombre o donde el nombre queda disimulado en un desbarajuste de números y posiciones de expectación ("el paciente", "el sujeto").
Porto, desde hace casi una semana, una pulsera de papel que dice mi nombre, mi número de documento, mi edad y mi género (el evidente o el autopercibido), la fecha y hora de ingreso a la institución y un código de barras.
Si me perdiera en una morgue, ¿con eso alcanzaría para definir mi estatuto en el mundo de los vivos?
Contra todo lo que pudiera pensarse no detesto a los médicos (en todo caso, no detesto a todos los médicos por igual) y me conmueve el terror a la muerte que, en el fondo, les ha dictado una vocación por el cuidado (la cura) de lo que vive todavía. Si ellos (¡y ellas!) participan de una institución un poco sombría, la medicina, no son más responsables de sus desaguisados que los que a ella se entregan con algarabía, desposeyéndose de si.
Me detengo en una palabra que he escuchado varias veces y que he sido obligado a pronunciar en la última semana: "rescate".
Estoy seguro de que para los médicos y enfermeras (se me perdonarán las elecciones genéricas, pero es para abreviar), "rescate" se asocia con liberación (del dolor).
Pero "rescate" es también lo que se paga en casos de secuestro. El "libre de dolor", la ampolla de morfina, la bomba de analgésicos que porto por el mundo, es la moneda que la institución de secuestro hospitalaria me exige (amablemente) que use para reconocer su soberanía sobre lo que vive todavía.
"Pedí rescate", me dice mi médica preferida, y, cuando me pongo un poco sombrío (porque no veo el cielo, porque no me dejan caminar, porque los equipos de especialistas se pelean por el tratamiento o correctivo a aplicarme), "Ponele un poco de onda".
Es muy curioso: en el sanatorio está muy mal visto fumar un cigarrillo en el balcón; pedir morfina, en cambio, es algo que llena el piso de alegría.
Confieso que le pongo onda y pido rescate, y, mientras siga encerrado, seguiré pidiendo. Más tarde o más temprano, almorzaré desnudo.
lunes, 24 de septiembre de 2012
Homo tantum
¿De quién es mi cuerpo? No mío, naturalmente, porque eso supondría adherir a una teoría del yo y de la propiedad (haberla desarrollado, previamente) completamente liberal, capitalista.
No, mi cuerpo no es mío sino de aquellos a quienes amo (y de quienes supongo un amor recíproco, aún cuando me esté equivocando en esa suposición).
Un poco por eso, cuando uno muere (mi vida no está en juego, pero la praemeditatio malorum nos obliga a considerar incluso esa circunstancia), su cuerpo (o los restos de él, pulvera) quedan bajo la responsablidad de los deudos: lleven mis cenizss a Córdoba (Andalucía), donde fui tan feliz, o a Córdoba (Argentina), donde empezó mi vida.
"Hay un momento que es simplemente el de una vida jugando con la muerte. La vida del individuo ha dado lugar a una vida impersonal y sin embargo singular que desencadena un puro acontecimiento liberado de los accidentes de la vida interior y exterior, es decir de la subjetividad y la objetividad de lo que sucede. Homo tantum al que todo el mundo compadece y que alcanza una especie de beatitud", escribía Deleuze en el artículo de la muerte.
Mi cuerpo es el efecto de esa compasión universal y de esa beatitud singular y por eso nos duele el abandono de nuestro cuerpo por parte de aquellos que amamos (La Celestina: "¿por qué te mostraste tan cruel? ¿Por qué me dejaste, cuando yo te había de dejar? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste, triste y solo, in hac lachrimarum valle?")
Abandonado por el amor de quienes creíamos que poseían nuestro cuerpo, la carne se deshace, el sentido me abandona, me abismo y el puro acontecimiento de una vida se desdibuja.
De allí la estremecedora eficacia de aquellos versos lamborghinianos:
Y no me abandones
Prematuramente
No te comportes
Como un ingrato
Recuérdame siempre
Yo soy tu proveedora de droga
Abandonado por quienes (porque los amo) son los dueños de mi cuerpo, mi cuerpo se vuelve mero territorio de experimentación, laboratorio, campo de batalla.
Como no hay "yo" que pueda hacerse cargo de este cuerpo (no mío, sino tuyo), que lo hayas abandonado a su suerte (que no es sino la suerte de la ciencia médica) es como haberlo matado para siempre.
No, mi cuerpo no es mío sino de aquellos a quienes amo (y de quienes supongo un amor recíproco, aún cuando me esté equivocando en esa suposición).
Un poco por eso, cuando uno muere (mi vida no está en juego, pero la praemeditatio malorum nos obliga a considerar incluso esa circunstancia), su cuerpo (o los restos de él, pulvera) quedan bajo la responsablidad de los deudos: lleven mis cenizss a Córdoba (Andalucía), donde fui tan feliz, o a Córdoba (Argentina), donde empezó mi vida.
"Hay un momento que es simplemente el de una vida jugando con la muerte. La vida del individuo ha dado lugar a una vida impersonal y sin embargo singular que desencadena un puro acontecimiento liberado de los accidentes de la vida interior y exterior, es decir de la subjetividad y la objetividad de lo que sucede. Homo tantum al que todo el mundo compadece y que alcanza una especie de beatitud", escribía Deleuze en el artículo de la muerte.
Mi cuerpo es el efecto de esa compasión universal y de esa beatitud singular y por eso nos duele el abandono de nuestro cuerpo por parte de aquellos que amamos (La Celestina: "¿por qué te mostraste tan cruel? ¿Por qué me dejaste, cuando yo te había de dejar? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste, triste y solo, in hac lachrimarum valle?")
Abandonado por el amor de quienes creíamos que poseían nuestro cuerpo, la carne se deshace, el sentido me abandona, me abismo y el puro acontecimiento de una vida se desdibuja.
De allí la estremecedora eficacia de aquellos versos lamborghinianos:
Y no me abandones
Prematuramente
No te comportes
Como un ingrato
Recuérdame siempre
Yo soy tu proveedora de droga
Abandonado por quienes (porque los amo) son los dueños de mi cuerpo, mi cuerpo se vuelve mero territorio de experimentación, laboratorio, campo de batalla.
Como no hay "yo" que pueda hacerse cargo de este cuerpo (no mío, sino tuyo), que lo hayas abandonado a su suerte (que no es sino la suerte de la ciencia médica) es como haberlo matado para siempre.
¿Por qué me dejaste, cuando yo te había de dejar?18 ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste, triste y solo, «in hac lachrimarum valle»?
¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dejaste, cuando yo te había de dejar?18 ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste, triste y solo, «in hac lachrimarum valle»?
domingo, 23 de septiembre de 2012
La ciudad de las ratas
No soy bueno para las situaciones hospitalarias, ni como paciente ni como visitante, de modo que entiendo perfectamente la renuencia (que comparto) a visitar internos o internados. Supongo que, en mi caso, la situación se remonta hasta algún trauma de infancia que incluía esas instituciones de anatomopolítica. En todo caso, jamás recriminaría a alguien que no me haya visitado en tal o cual circunstancia porque, después de todo, lo que importa es el acompañamiento, como se dice, espiritual, que puede darse a la distancia (acabo de hablar con un amigo que está en Brasil y dos que están de viaje en Estambul y sus risas alcanzaron para alegrarme la tarde).
Sin embargo, y por lo mismo, no deja de sorprenderme y conmoverme la cantidad de visitas que he recibido en los úlltimos días, aquí, en mi domicilio provisorio en las inmediaciones de Facultad de Medicina. Por supuesto, agradezco las muestras de solidaridad y preocupación y vuelvo a repetir que "volveré, y seré millones".
Hay casos, eso sí, que merecen un análisis aparte. Ya se sabe que las situaciones críticas son ideales para la ruptura de vínculos que uno valoraba equivocadamente sólidos, y expondré un episodio doloroso de los últimos días que así lo demuestra.
Los fines de semana largos (los feriados-puente que el amor kirchnerista nos regala) solemos pasarlos afuera, ya en la quinta que a esta altura de la primavera vuelve a ser un destino amable, o bien en otra parte, allí donde nunca estuvimos o donde ya estuvimos pero queremos volver.
No es raro que algún amigo quiera colarse en estas escapadas que nosotros, generosos como somos, siempre estamos dispuestos a compartir con terceros (cuartos o quintos).
El miércoles pasado, cuando yo ya tenía la orden de internación firmada y sellada y sólo me quedaba "esperar cama" (hay aparentemente "saturación hospitalaria" y es difícil conseguir cama en cualquiera de los niveles sanitarios que se consideren), un "amigo" llamó para ver cómo estábamos. Yo no lo atendí porque mis prioridades estaban puestas en otras travesías diferentes de una gira turística de fin de semana largo. Insistió en el teléfono de S., que le informó con exactitud la situación penosa en la que yo estaba.
El "amigo" dijo que cuando tuviéramos alguna precisión le avisáramos y nunca más supimos de él. Olvidé el episodio, porque la rutina sanitaria me arrebató totalmente, hasta ayer. Siendo fin de semana (alargadísimo por el "día de la sanidad"), la cantidad de estudios de los que soy objeto mermó sensiblemente y pude ponerme a pensar en "las cosas de la vida".
Recordé al "amigo" y le escribí un mensaje de texto tremebundo: "¿Así que llamaste para ver si te podías colar a algún lado el fin de semana y cuando viste que, por nuestra parte, no había chance, decidiste que no merecía yo ni un SMS? Por fortuna la morfina afinó mi percepción y me mostró la clase de RATA que sos".
Lo extraño es que la RATA me contestó airada.... alegando que esperaba que le notificáramos el número de habitación y que, como el dato no llegó, entendió que preferíamos que así fuera. Y agregó: "estoy preocupado".
Ya a esa altura tuve que pedir nuevas dosis de analgésicos porque la ira me dominaba a tal punto que mi espina dorsal, tan frágil estos días, amenazaba con quebrarse. Uno se preocupa por el derretimiento de los casquetes polares o por el precio de la tonelada de la soja. Ante un problema de salud de un amigo, uno levanta el teléfono, o escribe un mail, o lo que fuere, o muestra que es una persona extremadamente vil. Lamentablemente este "amigo" prefirió alojarse en la vileza que yo traduje mal como RATA.
El Staphylococcus aureus no está en mi corazón, pero igual lo envenena. O mejor: los antibióticos limpiaron mi corazón de dorados falsos. Uno menos para tener en cuenta.
Sin embargo, y por lo mismo, no deja de sorprenderme y conmoverme la cantidad de visitas que he recibido en los úlltimos días, aquí, en mi domicilio provisorio en las inmediaciones de Facultad de Medicina. Por supuesto, agradezco las muestras de solidaridad y preocupación y vuelvo a repetir que "volveré, y seré millones".
Hay casos, eso sí, que merecen un análisis aparte. Ya se sabe que las situaciones críticas son ideales para la ruptura de vínculos que uno valoraba equivocadamente sólidos, y expondré un episodio doloroso de los últimos días que así lo demuestra.
Los fines de semana largos (los feriados-puente que el amor kirchnerista nos regala) solemos pasarlos afuera, ya en la quinta que a esta altura de la primavera vuelve a ser un destino amable, o bien en otra parte, allí donde nunca estuvimos o donde ya estuvimos pero queremos volver.
No es raro que algún amigo quiera colarse en estas escapadas que nosotros, generosos como somos, siempre estamos dispuestos a compartir con terceros (cuartos o quintos).
El miércoles pasado, cuando yo ya tenía la orden de internación firmada y sellada y sólo me quedaba "esperar cama" (hay aparentemente "saturación hospitalaria" y es difícil conseguir cama en cualquiera de los niveles sanitarios que se consideren), un "amigo" llamó para ver cómo estábamos. Yo no lo atendí porque mis prioridades estaban puestas en otras travesías diferentes de una gira turística de fin de semana largo. Insistió en el teléfono de S., que le informó con exactitud la situación penosa en la que yo estaba.
El "amigo" dijo que cuando tuviéramos alguna precisión le avisáramos y nunca más supimos de él. Olvidé el episodio, porque la rutina sanitaria me arrebató totalmente, hasta ayer. Siendo fin de semana (alargadísimo por el "día de la sanidad"), la cantidad de estudios de los que soy objeto mermó sensiblemente y pude ponerme a pensar en "las cosas de la vida".
Recordé al "amigo" y le escribí un mensaje de texto tremebundo: "¿Así que llamaste para ver si te podías colar a algún lado el fin de semana y cuando viste que, por nuestra parte, no había chance, decidiste que no merecía yo ni un SMS? Por fortuna la morfina afinó mi percepción y me mostró la clase de RATA que sos".
Lo extraño es que la RATA me contestó airada.... alegando que esperaba que le notificáramos el número de habitación y que, como el dato no llegó, entendió que preferíamos que así fuera. Y agregó: "estoy preocupado".
Ya a esa altura tuve que pedir nuevas dosis de analgésicos porque la ira me dominaba a tal punto que mi espina dorsal, tan frágil estos días, amenazaba con quebrarse. Uno se preocupa por el derretimiento de los casquetes polares o por el precio de la tonelada de la soja. Ante un problema de salud de un amigo, uno levanta el teléfono, o escribe un mail, o lo que fuere, o muestra que es una persona extremadamente vil. Lamentablemente este "amigo" prefirió alojarse en la vileza que yo traduje mal como RATA.
El Staphylococcus aureus no está en mi corazón, pero igual lo envenena. O mejor: los antibióticos limpiaron mi corazón de dorados falsos. Uno menos para tener en cuenta.
sábado, 22 de septiembre de 2012
Canuto Cañete, conscripto del siete
Gay Love and Its Broken Bridges: Answer to Daniel Link’s ‘Pagina 12’ Theory of Love
Earlier this year, a rather ambitious article was publishedin Pagina 12 in the midst of, what could be called, the Argentine on going politicisation of the private sphere. The author of that article was no other than UBA professor Daniel Link. In a previous article I qualified his writing style as Soviet because of its formalisation of that same process of advancement on the private sphere that started with the free and public University down there. Along this path, its logical governmental embodiment, Christina Kirchner, who has transformed the State into an employer led a cultural revolution which consequences will still be suffered by our grandchildren. I used the possessive in the plural as a cowardly misuse of the pronoun ‘We’ because like Daniel Link, I am gay. Again, as in many of Link’s pieces, there is a dialectical constitution of the subject by opposition which is problematic when discussing gay love from an experiential point of view…love as it happens. Love as lived. Love, actually.
El texto completo de Rodrigo Cañete (¡todos los derechos reservados!) puede leerse acá.
(Gracias, Mariano López Vaqueros)
El círculo de Bajtín
Mijail Bajtín nació el 17 de noviembre de 1895 en el seno de una familia aristócrata en decadencia, de ésas que hicieron las delicias del cine puesto por Andrés Di Tella bajo el rótulo de "lirismo breshneviano". Mijail estudió en Odesa y San Petersburgo pero no es por sus estudios ni por sus escritos que me interesa recuperar su figura.
Padeció, como yo mismo, pero en épocas previas a los antibióticos, una osteomelitis crónica que, además de intensos dolores, lo salvó de un confinamiento y fue la causa de que le amputaran una pierna.
En enero de 1929,
Mijaíl Bajtín fue acusado de “actividades antigubernamentales”, reunirse con un grupo de estudios filosófico-religiosos; conspirar contra Stalin y “corromper a
la juventud”. Fue arrestado y condenado a diez años de prisión en un campo hiperbóreo.
Cinco meses
después, la osteomielitis crónica que le habían diagnosticado en la infancia seguía impidiendo el traslado.
Gorki y Tolstói enviaron
telegramas a las autoridades. Se apeló a la Cruz Roja. Durante esos
meses de detención en el hospital, Bajtín publicó su primer gran libro, Problemas
en la poética de Dostoievski, que deslumbró al comisario Lunacharsky, y que ayudó a la conmutación de
la pena de diez años en las islas Solovetsky por seis en
Kustanai, al sur de la Siberia Occidental.
En 1938, le amputaron la pierna afectada por la osteomelitis crónica lo que le produjo un mejoramiento de salud y una mayor capacidad de trabajo. En 1940 Bajtín volvió a Moscú y en 1941 leyó su tesis sobre Rabelais, que sigue siendo su libro más hermoso, pero que al Estado soviético, sin embargo,, no le pareció merecedor del título de doctor que el osteomielítico buscaba.
viernes, 21 de septiembre de 2012
Volveré y seré millones
Querid@s amig@s:
Como algunos de ustedes saben, venía arrastrando desde hace semanas unos dolores lumbares entre tediosos y patéticos que me hicieron pensar en los años por venir en los peores términos.
Finalmente, los más modernos métodos de diagnóstico (no exentos de barbarie medieval: aguja, martillo) determinaron que lo que padezco es una infección en la tercera vértebra lumbar, donde el Staphylococcus aureus hizo nido.
Osteomielitis se llama, pues, la enfermedad que padezco y que me obligará a faltar a varias fiestas. No es una enfermedad contagiosa, por cierto, y todavía no hemos establecido la secuencia más ajustada para explicar su desarrollo en mi cuerpo, pero cierta lesión en cierto pie ocupa un lugar preponderante en la historia médica.
El tratamiento es simple: dos semanas de antibióticos por vía endovenosa (lo que implica internación) y, luego, una brida, que viene a ser una versión mejorada (hecha a medida, y más ajustada) de la faja que ya me había ganado el mote de "Barbierísima"....
Por fortuna, un querido amigo ya ha sobervivido a todo esto y ya le he pedido disculpas por imitarlo en su peor faceta y no en la que más admiro, la calidad de su prosa.
En fin, todo sucede, entre nubes de morfina, en las inmediaciones de Facultad de Medicina.
Pido disculpas a quienes había prometido una presencia pedagógica o un articulo para fechas inminentes, y a quienes habían sospechado el abandono de estas páginas, pero los médicos no me dejan hacer nada (sobre todo, ni una sola de mis famosas piruetas sexuales).
Trataré de ponerme al día cuanto antes, y, mientras tanto, meditaré sobre la fragilidad de la vida.
Besos a todos
DL
Como algunos de ustedes saben, venía arrastrando desde hace semanas unos dolores lumbares entre tediosos y patéticos que me hicieron pensar en los años por venir en los peores términos.
Finalmente, los más modernos métodos de diagnóstico (no exentos de barbarie medieval: aguja, martillo) determinaron que lo que padezco es una infección en la tercera vértebra lumbar, donde el Staphylococcus aureus hizo nido.
Osteomielitis se llama, pues, la enfermedad que padezco y que me obligará a faltar a varias fiestas. No es una enfermedad contagiosa, por cierto, y todavía no hemos establecido la secuencia más ajustada para explicar su desarrollo en mi cuerpo, pero cierta lesión en cierto pie ocupa un lugar preponderante en la historia médica.
El tratamiento es simple: dos semanas de antibióticos por vía endovenosa (lo que implica internación) y, luego, una brida, que viene a ser una versión mejorada (hecha a medida, y más ajustada) de la faja que ya me había ganado el mote de "Barbierísima"....
Por fortuna, un querido amigo ya ha sobervivido a todo esto y ya le he pedido disculpas por imitarlo en su peor faceta y no en la que más admiro, la calidad de su prosa.
En fin, todo sucede, entre nubes de morfina, en las inmediaciones de Facultad de Medicina.
Pido disculpas a quienes había prometido una presencia pedagógica o un articulo para fechas inminentes, y a quienes habían sospechado el abandono de estas páginas, pero los médicos no me dejan hacer nada (sobre todo, ni una sola de mis famosas piruetas sexuales).
Trataré de ponerme al día cuanto antes, y, mientras tanto, meditaré sobre la fragilidad de la vida.
Besos a todos
DL
sábado, 15 de septiembre de 2012
EL trabajo dignifica
Hay personas que nacen con estrella y
otras que nacen estrelladas. Yo pertenezco al segundo grupo, y la señora que compró un Renoir en un mercado de pulgas norteamericanopor siete dólares (perdón por la mala palabra), al primero.
Yo cobro un sueldito, algunos
honorarios que facturo, y a veces sucede que algún error de sistema
determina que mis haberes queden atascados (este año me pasó ya
tres veces). Sueño con mudarme y cosas por el estilo, pero estoy más
bien convencido de que nunca me voy a ganar la lotería (sobre todo,
porque no compro billetes), de que jamás encontraré un portafolio
repleto de dólares (una vez más, discúlpenme) que, naturalmente,
no devolvería y, sobre todo, de que nunca tendría la dicha de
comprar a precio de baratija una obra de arte.
Una vez me vendieron, como auténticas
piezas precolombinas, unas cabecitas divinas de piedra. Me salieron
casi nada (los pocos billetes y monedas que tenía en el bolsillo),
pero yo sé que son chucherías hechas por los mexicanos para
confortar a los turistas, que gustan de rapiñar tesoros aztecas. No
obstante, les mandé hacer una vitrina en miniatura para realzar su
(falso) valor.
En los mercados de pulgas, que me
encanta recorrer, he comprado alguna que otra antigualla por unos
pocos euros, pero siempre para regalar, de modo que si hubo un salto
cualitativo en el valor de la pieza, fue otro el que se benefició.
¡Un Renoir! Qué no daría yo por un
Renoir de siete dólares. Lo vendería por cien mil dólares azules y
me compraría una casita donde mis libros pudieran estar mejor
acomodados.
Pero no, lo mío es el reclamo
persistente a Tesorería, la llamada en espera, la averiguación de
qué pasó con mi cheque, el emparchado de los agujeros financieros
de cada mes, el riguroso pago del monotributo y las declaraciones
periódicas a la AFIP.
No me quejo de mi suerte casi nunca,
pero cuando pasan cosas como éstas, elevo mis ojos al cielo y hago
algún gesto obsceno: ¿Por qué no a mí?
Sin embargo, cuando me olvido de que la
fortuna podría caerme del cielo, como una lluvia inesperada,
pequeñas alegrías compensan mi mala fortuna: me llegan
liquidaciones de derechos de autor por sumas que no alcanzan siquiera
para pagar los cigarrillos que consumo, pero que, después de todo,
yo no había presupuestado.
Son esos días en los que me digo:
mejor que comprar un Renoir a precio de descarte sería poder
escribir un best-seller que me vuelva millonario. Pero tampoco
para eso he nacido.
Soy un humilde trabajador, sin suerte y
sin Evita.
sábado, 8 de septiembre de 2012
Soberanía etérea
Por Daniel Link para Perfil
En contra de lo que sus detractores
señalan, me preocupa el cansancio de la Sra. Fernández. Durante la
última cadena prime-time, en ocasión del día de la
industria, se la vio agobiada, ojerosa, titubeante ante una audiencia
que no es la que ella más prefiere: la de los incondicionales
festejantes de cualquiera de sus mil ocurrencias.
Para colmo, tuvo que salir a hablar
después de la espantosa publicidad que terminaba con la sigla GenIA
(Generadora de Industria Argentina). ¿En qué presupuesto, más allá
de la obsecuencia, se puede justificar un recurso tan bastardo en un
espacio y ante una audiencia totalmente inadecuados para semejante
charada?
Creo que ese traspié inicial quitó
brillo a un discurso además impropio para la circunstancia. Fue como
si en una celebración cualquiera (un cumpleaños, una boda), el
orador se dedicara a exaltar sus propios méritos antes que los de
los festejados.
Hubo, incluso, enredos en los que la
Sra. Fernández no suele tropezar. Comenzó apelando a la política
para realizar luego una pormenorizada (y, por lo tanto, aburridísima)
exposición económica que, para los legos como yo, era incluso
inconsistente (¿el dólar barato es adecuado para la sustitución de
importaciones?). Pero no quiero discutir los farragosos argumentos,
porque no tengo capacidad para hacerlo.
Como medio país, yo esperaba que el
discurso terminara para ver qué decía el Sr. Tinelli sobre la
“primera dama” de Ideas del Sur . Me sorprendió el desatino de
los organizadores de la emisión: ¿lanzarse directamente a la
competencia con el zar de la televisión? El asunto debe de estar
relacionado con la promovida soberanía etérea, pero la Sra.
Fernández debería ser resguardada de una aventura semejante.
viernes, 7 de septiembre de 2012
¿A quién le importa?
por Daniel Link para Soy
La enfermedad es la basura del cuerpo
y, como tal, un campo magnético que se relaciona con todo otro
basural. Enfermo, no trabajo, no leo, apenas si puedo mirar
televisión, ese depósito universal de los desperdicios de una
cultura (cuanto más indigente es una cultura, más putrefacta y
maloliente son sus desperdicios televisivos).
Paso una tarde mirando televisión de
aire. Una bailarina que ha ganado un reality gerundio y
participa ahora de un gerundio mayúsculo se queja de que su bailarín
la opaca. Aparece, en otra parte (en otro estudio), el bailarín
paraguayo, muy joven, y que posa de angelical (se confiesa un ser de
luz que sólo quiere la concordia universal), pero basta mirarlo bien
para descubrir en él a una arpía de temer. A su lado, su novio, el
culpable, dicen, por la que el bailarín había sido apodado “la
primera dama de Ideas del Sur”.
Ideas del Sur es la productora de los
shows gerundísimos y del programa que estoy viendo (dura horas
enteras, y hay llantos, disputas, intervenciones desde otros lugares
de la ciudad), cuyo único propósito es reforzar el vínculo entre
el joven bailarín paraguayo (Paraguay ha adquirido un notable
protagonismo últimamente en la farándula local) y su “novio”,
el jefe de entrenadores y coreógrafos, cuarta o quinta línea en la
cadena de mandos de la poderosísima productora, lo que, en algún
sentido, invalida el mote de “primera dama”.
El escándalo (aburridísimo) deriva,
del malestar de la bailarina ganadora del gerundio veraniego y
participante estrella del gerundísimo prime-time actual, al
favoritismo y la corruptela del “ambiente” (el novio paraguayito
del responsable de los castings habría desplazado al anterior
partenaire de la chica opacada). Una y otra vez se subraya lo que fue
anunciado con bombos y platillos: el paraguayito está de novio hace
meses con el empleado del jefe, y no con el Sr. Tinelli, con quien el
bailarín habría sido asociado sentimentalmente (y de ahí su
posición de “primera dama”), cuya cuenta de twitter fue
intervenida por una mano anónima y maledicente.
¿Es el Sr. Tinelli, magnate
televisivo, más allá del bien y del mal, como el hombre invisible,
capaz de sostener una relación sentimental con un bailarín
paraguayo que es por fuera todo luz y ternura? Por supuesto que sí.
¿Dice eso algo sobre la sexualidad del Sr. Tinelli? Por supuesto que
no. Por eso se apresuró, contra el mar de sospechas de los
comentaristas de los vaivenes sentimentales del basurero televisivo,
en subrayar su hombría y su masculinidad (puesta en duda, semanas
antes, por su amigo el Sr. Diego Maradona).
El poder, ya se sabe, se asocia con la
impunidad y, rodeado como está desde hace años de los más
preciados bocados de carne masculina, el Sr. Tinelli bien puede haber
querido hincar el diente en esas carnes sin que eso significara
abrazar la causa de los jurados de su show, la mariconería (en
México se llama a esa especie de varones: “macho probado”).
En eso, lo preceden otros conductores
de televisión (hay uno, rubio, que fue el acompañante no
terapéutico de un cantante folklórico). Aunque no necesito levantar
el teléfono para obtener una confirmación de lo que estoy viendo,
lo hago, y un bailarín amigo me confirma la especie: un amigo suyo,
también bailarín, “estuvo con Tinelli”. Por supuesto, me río a
carcajadas porque la loca siempre tiene un amigo que tiene un amigo
que ha fatigado las sábanas... del Papa, o de Obama o de Jorge
Borges. La loca vive de esa mitología según la cual todo lo posible
ha efectivamente sucedido.
A mí me convence más esa pantalla
pseudo-escandalosa que inunda la tarde televisiva del primer día
hábil de septiembre, armada para tapar el escándalo mayor, el
verdadero: que el zar de la televisión (heredero de Alejandro Romay,
por lo tanto) haya sucumbido a tanto bulto y a tanto glúteo modelado
por el baile.
Tal vez algún día el Sr. Tinelli,
cansado de mentirse a los demás y a si mismo, nos mire a los ojos y
nos diga que no es sólo un taco lo que se ha puesto (como dijo el
Sr. Maradona: quien se pone un taco ya está para cualquier cosa).
Ahora bien, después de todo: ¿a quién
le importa, salvo a los basureros?
miércoles, 5 de septiembre de 2012
El kirchnerismo como dogma de fe
por Alejandro Katz para La Nación
Como en toda teología, la promesa fundada en la fe es más importante que la evidencia. Si la vida política gira en torno de la disputa por la autoridad, la vida del movimiento lo hace en torno de la comprensión de los propósitos del líder. Interpretar sus gestos -no sólo sus palabras-, sus estados de ánimo, sus fatigas y sus entusiasmos es el modo de obtener argumentos para dar validez a sus actos, sin interrogar de ningún modo sus intenciones. Al líder, enseñan, no se le habla: se lo escucha.
Que un sistema de creencias religiosas se convierta en una doctrina de la vida política no es nuevo en la historia de Occidente. Que los kirchneristas actúen movidos por la fe no debería, por tanto, sorprendernos. De hecho, una parte de la historia argentina del siglo XX ha estado dominada por movimientos mesiánicos. Con algunos de ellos el kirchnerismo comparte un rasgo que entristece un panorama triste: si los kirchneristas actúan movidos por la fe, sus dirigentes están guiados por el interés. Por el interés más elemental y más terrible: el del poder y el de la riqueza. Si de por sí nos parece incomprensible que las ideas teológicas todavía inflamen las mentes de los hombres provocando pasiones mesiánicas, que esos hombres de fe sean conducidos por los cínicos no provocará otra cosa que ruinas.
El texto completo, acá.
Como en toda teología, la promesa fundada en la fe es más importante que la evidencia. Si la vida política gira en torno de la disputa por la autoridad, la vida del movimiento lo hace en torno de la comprensión de los propósitos del líder. Interpretar sus gestos -no sólo sus palabras-, sus estados de ánimo, sus fatigas y sus entusiasmos es el modo de obtener argumentos para dar validez a sus actos, sin interrogar de ningún modo sus intenciones. Al líder, enseñan, no se le habla: se lo escucha.
Que un sistema de creencias religiosas se convierta en una doctrina de la vida política no es nuevo en la historia de Occidente. Que los kirchneristas actúen movidos por la fe no debería, por tanto, sorprendernos. De hecho, una parte de la historia argentina del siglo XX ha estado dominada por movimientos mesiánicos. Con algunos de ellos el kirchnerismo comparte un rasgo que entristece un panorama triste: si los kirchneristas actúan movidos por la fe, sus dirigentes están guiados por el interés. Por el interés más elemental y más terrible: el del poder y el de la riqueza. Si de por sí nos parece incomprensible que las ideas teológicas todavía inflamen las mentes de los hombres provocando pasiones mesiánicas, que esos hombres de fe sean conducidos por los cínicos no provocará otra cosa que ruinas.
El texto completo, acá.
lunes, 3 de septiembre de 2012
domingo, 2 de septiembre de 2012
Una realidad paralela
Por Ariane Díaz y Demian Paredes para ips. blog de debate
Los cartaabiertistas insisten en que su práctica crítica no sólo daría cuenta de la realidad sino que apunta aquellas contradicciones y problemas que en ella se plantean, sin concesiones políticas. Pero el “mundo feliz” que describen es tan feliz como el del relato ficcional de Huxley, sólo que la carta/12, además de escrita con menos talento, se pretende como una caracterización y crítica de la realidad cotidiana. La verosimilitud en todo caso no es una de sus virtudes.
El texto completo puede leerse acá.
Los cartaabiertistas insisten en que su práctica crítica no sólo daría cuenta de la realidad sino que apunta aquellas contradicciones y problemas que en ella se plantean, sin concesiones políticas. Pero el “mundo feliz” que describen es tan feliz como el del relato ficcional de Huxley, sólo que la carta/12, además de escrita con menos talento, se pretende como una caracterización y crítica de la realidad cotidiana. La verosimilitud en todo caso no es una de sus virtudes.
El texto completo puede leerse acá.
sábado, 1 de septiembre de 2012
Un nuevo veneno, el glufosinato
por Andrés Carrasco* para Ciencia, política y sociedad
El texto completo puede leerse acá.
Este aumento de la superficie de cultivos
transgénicos implica el corrimiento de la frontera norte a expensa de deforestaciones
de bosques y selvas, desalojos de pueblos originarios e incremento del volumen
de agroquímicos. Todo en función de la voracidad de las transnacionales y de
las políticas de los países centrales en busca del control del territorio y por
lo tanto mayor control social con la producción extractiva de alimentos. Los
conflictos con los pueblos de las provincias del norte, la instalación del
Comando Sur en el Chaco con la “misión de ayuda y desarrollo tecnológico” o el
impúdico involucramiento de las transnacionales asociadas a los agronegocios en
el golpe al Estado Paraguayo, hace evidente la ofensiva de los negocios
globales que pretende cerrar las brechas de territorio norte de nuestro país en
un solo bloque con Paraguay, Uruguay, Argentina, Bolivia, Brasil y Argentina unificando
tecnologías y modalidades. Este devenir, en su lógica, no es diferente a la
campaña del desierto de Roca en los 80’s, donde el objetivo del desalojo
genocida y control territorial fue la expansión ganadera con los Remington. Hoy
se facilita en beneficio del conglomerado productivo sojero y las corporaciones
transnacionales, bajo el paraguas habilitante del poder político.
Los 27 transgénicos aprobados
comercialmente desde el 1996, un verdadero ariete tecnológico, imponen
prácticas inherentes del modelo, No solo cuestionables por los efectos en los
ecosistemas y demás variables físicas de suelos, sino por el incremento de la
contaminación química con sus consecuencias en salud ambiental. Además, un futuro impredecible aparece por
la elusiva viabilidad y sustentabilidad de la transgénesis. En particular por la
ausencia de discusión acerca de las incertidumbres del procedimiento tecnológico
y por el silencio de la mayoría de la comunidad científica acerca de las
consecuencias de intervenir el delicado natural equilibrio evolutivo de los
genomas. Sabemos demasiado poco para jugar a crear naturalezas alternativas o
pensar en acelerar o desviar procesos evolutivos con impunidad. (ver, GMO Myths
and Truths June 2012, http://earthopensource.org/).
* Director Lab. Molecular Embryology
School of Medicine UBA - CONICET
ARGENTINA
El texto completo puede leerse acá.
Reforma constitucional para todos
por Daniel Link para Perfil
Hay días en los que me siento irremediablemente viejo. Esta semana cumplí años, y además, los cumplí en la peores circunstancias. Hace semanas (no quiero decir “meses”, porque me da vértigo) arrastro un problema de columna que me tiene “postrado” (he usado la palabra en varias excusas a aceptar tal o cual compromiso), de acuerdo con los picos de dolor que se dan entre una dosis de analgésico y otra. Por otro lado, una conspiración familiar (una traición) me trajo como regalo de cumpleaños uno de esos adminículos respecto de los cuales he señalado que indican el ocaso definitivo de la civilización: un “teléfono inteligente” que, por supuesto, no sé manejar.
Me doy cuenta, de pronto, de que la tozuda resistencia de los viejos (colectivo en el que me incluyo, desde hoy y para siempre) a la modernización tecnológica no es cognitiva, por cierto (si esos teléfonos puede manejarlos un niño bobo, ¿cómo no habría de poder hacerlo un adulto mayor?), sino de deseo: ¿para qué querría uno aprender a manejar esos cerebros exteriores, que no son sino dispositivos de localización y de sincronización?
Viejo como me siento, me rindo ante un mundo cuya hostilidad me parece intolerable.
El aparato es lindo, y me entretiene en esas horas muertas en que no puedo ni leer, ni mirar series, porque tengo los nervios (el nervio ciático) “atenazados” (otra bella palabra anticuada).
A medida que se sucedían las salutaciones y contaba mis padecimientos (me entrego a la dulzura de la autoconmisceración), fui descubriendo que todo el mundo ha sufrido dolores parecidos a los míos: la encargada de prensa de tal editorial, el padre de tal poeta, un amigo íntimo ¡de 32 años!
O sea, el índice de mi vejez no es tal, sino un mal de época: el efecto vil del sedentarismo sobre nuestros cuerpos. Todos tienen un médico, un acupuntor, un quiropráctico, una osteópata o una pastilla para recomendarme, y el rango de edades de las personas afectadas me sorprende por su holgura: a partir de los 32 años ya nadie parece estar a salvo del derrumbe inminente de la columnata (el ruido de fracaso de la civilización).
Pero, entonces, ¿soy o no soy viejo? He despachado la cuestión técnica limpiamiente: no es que no entienda esos aparatos “modernos”, es que no me interesa entenderlos. Y en cuanto a mi cuerpo, sufre lo que otros cuerpos menos atravesados por el Tiempo, pero igualmente sujetos a los tiempos, también sufren, han sufrido y sufrirán.
Me doy cuenta de que mi sensación de vejez pasa, pues, por otro lado: no es asunto del cuerpo ni de la técnica, sino, tal vez, de la memoria: un déjà vu, por supuesto, político.
Uno se siente viejo cuando empieza a pensar “esto yo ya lo vi” y a protestar: “¿otra vez sopa?”.
El poder regente se ha lanzado, al mismo tiempo, a un encendido e inmoderado elogio de la juventud y a la promoción de una reforma constitucional. “Esto yo ya lo hice”, pienso.
Rememoro, como viejo. A mediados de agosto de 2002 comenzó a articularse, como respuesta al debate que surgía de las asambleas barriales y otras asociaciones surgidas al calor de la crisis, la propuesta de una Asamblea Constituyente para la reforma institucional. A principios de septiembre de aquel año, junto con Mempo Giardinelli, Gabriela Massuh, José Miguel Onaindia, y Beatriz Sarlo diseñamos la "Carta de intelectuales y artistas argentinos por la Convención Constituyente", firmada por 120 (ciento veinte) personas y que, en poco más de dos semanas sumó más de 2.000 (dos mil) adherentes.
Los medios masivos comenzaron muy lentamente a dar cuenta de la iniciativa y pronto quedó claro que ni el pensamiento conservador ni el movimiento peronista veían con buenos ojos la propuesta de un plebiscito vinculante que fijara el horizonte de una reforma constitucional (si alguien tiene algún interés arqueológico, los documentos están todavía alojados en http://ar.groups.yahoo.com/group/convencionconstituyente/files/). Por supuesto, el objetivo de aquella iniciativa no era perpetuar en el poder a ninguna fuerza ni a ningún líder sino reformular las condiciones de la política en Argentina, la relación entre la Nación y las baronías provinciales e, incluso, entre los poderes de gobierno. Me acuerdo de la insultante indiferencia de los políticos de entonces (los de ahora son los mismos, con maquillaje de amianto) a todo intento reformista y me subleva la repentina vocación constituyente que hoy esgrimen. Soy viejo: no por mi cuerpo, no por mi relación con la técnica, sino porque me acuerdo.
Hay días en los que me siento irremediablemente viejo. Esta semana cumplí años, y además, los cumplí en la peores circunstancias. Hace semanas (no quiero decir “meses”, porque me da vértigo) arrastro un problema de columna que me tiene “postrado” (he usado la palabra en varias excusas a aceptar tal o cual compromiso), de acuerdo con los picos de dolor que se dan entre una dosis de analgésico y otra. Por otro lado, una conspiración familiar (una traición) me trajo como regalo de cumpleaños uno de esos adminículos respecto de los cuales he señalado que indican el ocaso definitivo de la civilización: un “teléfono inteligente” que, por supuesto, no sé manejar.
Me doy cuenta, de pronto, de que la tozuda resistencia de los viejos (colectivo en el que me incluyo, desde hoy y para siempre) a la modernización tecnológica no es cognitiva, por cierto (si esos teléfonos puede manejarlos un niño bobo, ¿cómo no habría de poder hacerlo un adulto mayor?), sino de deseo: ¿para qué querría uno aprender a manejar esos cerebros exteriores, que no son sino dispositivos de localización y de sincronización?
Viejo como me siento, me rindo ante un mundo cuya hostilidad me parece intolerable.
El aparato es lindo, y me entretiene en esas horas muertas en que no puedo ni leer, ni mirar series, porque tengo los nervios (el nervio ciático) “atenazados” (otra bella palabra anticuada).
A medida que se sucedían las salutaciones y contaba mis padecimientos (me entrego a la dulzura de la autoconmisceración), fui descubriendo que todo el mundo ha sufrido dolores parecidos a los míos: la encargada de prensa de tal editorial, el padre de tal poeta, un amigo íntimo ¡de 32 años!
O sea, el índice de mi vejez no es tal, sino un mal de época: el efecto vil del sedentarismo sobre nuestros cuerpos. Todos tienen un médico, un acupuntor, un quiropráctico, una osteópata o una pastilla para recomendarme, y el rango de edades de las personas afectadas me sorprende por su holgura: a partir de los 32 años ya nadie parece estar a salvo del derrumbe inminente de la columnata (el ruido de fracaso de la civilización).
Pero, entonces, ¿soy o no soy viejo? He despachado la cuestión técnica limpiamiente: no es que no entienda esos aparatos “modernos”, es que no me interesa entenderlos. Y en cuanto a mi cuerpo, sufre lo que otros cuerpos menos atravesados por el Tiempo, pero igualmente sujetos a los tiempos, también sufren, han sufrido y sufrirán.
Me doy cuenta de que mi sensación de vejez pasa, pues, por otro lado: no es asunto del cuerpo ni de la técnica, sino, tal vez, de la memoria: un déjà vu, por supuesto, político.
Uno se siente viejo cuando empieza a pensar “esto yo ya lo vi” y a protestar: “¿otra vez sopa?”.
El poder regente se ha lanzado, al mismo tiempo, a un encendido e inmoderado elogio de la juventud y a la promoción de una reforma constitucional. “Esto yo ya lo hice”, pienso.
Rememoro, como viejo. A mediados de agosto de 2002 comenzó a articularse, como respuesta al debate que surgía de las asambleas barriales y otras asociaciones surgidas al calor de la crisis, la propuesta de una Asamblea Constituyente para la reforma institucional. A principios de septiembre de aquel año, junto con Mempo Giardinelli, Gabriela Massuh, José Miguel Onaindia, y Beatriz Sarlo diseñamos la "Carta de intelectuales y artistas argentinos por la Convención Constituyente", firmada por 120 (ciento veinte) personas y que, en poco más de dos semanas sumó más de 2.000 (dos mil) adherentes.
Los medios masivos comenzaron muy lentamente a dar cuenta de la iniciativa y pronto quedó claro que ni el pensamiento conservador ni el movimiento peronista veían con buenos ojos la propuesta de un plebiscito vinculante que fijara el horizonte de una reforma constitucional (si alguien tiene algún interés arqueológico, los documentos están todavía alojados en http://ar.groups.yahoo.com/group/convencionconstituyente/files/). Por supuesto, el objetivo de aquella iniciativa no era perpetuar en el poder a ninguna fuerza ni a ningún líder sino reformular las condiciones de la política en Argentina, la relación entre la Nación y las baronías provinciales e, incluso, entre los poderes de gobierno. Me acuerdo de la insultante indiferencia de los políticos de entonces (los de ahora son los mismos, con maquillaje de amianto) a todo intento reformista y me subleva la repentina vocación constituyente que hoy esgrimen. Soy viejo: no por mi cuerpo, no por mi relación con la técnica, sino porque me acuerdo.