Por
Daniel Link para Eñe, revista de cultura
La
“imaginación del desastre (o de la catástrofe)” es una suave
fuerza que arrebata y arrastra por un puñado de motivos: la
destrucción apocalíptica, las ciudades muertas, las ruinas, la
soledad y los paisajes sombríos, la inminencia (la estética de la
inminencia y el tiempo mesiánico), la melancolía.
Lo
que distingue la imaginación del desastre de la imaginación
milenarista (que incluye, con sus hipótesis de resurrección a
incluso a la más laica imaginación hegelo-marxiana) es la
imposibilidad de pensar un futuro más allá de la (necesaria)
desaparición del mundo, y de nosotros con él. No: no la
imposibilidad de pensarlo, sino la no necesidad de hacerlo.
Walter
Benjamin, autoproclamado melancólico, culpó de ese temperamento
mórbido que lo torturaba al planeta Saturno: “Yo vine al mundo
bajo el signo de Saturno: el astro de revolución más lenta, el
planeta de las desviaciones y demoras”. En un ensayo famoso sobre
la obra del más grande crítico alemán, Susan Sontag ya había
usado el título sobre el que ahora vuelvo para hablar de unas
ficciones cinematográficas que, últimamente, nos interpelan con su
apología de un Final.
El
melancólico (el que se deja llevar por la imaginación de la
catástrofe, el que escribe el desastre) domina el sentido de la
catástrofe histórica y enfrenta con alegría la reducción de
todo lo que existe a escombros, porque eso le permite imaginar no un
futuro, sino salidas: el carácter destructivo (del que Benjamin fue
también un teórico) no busca una continuación de nada, sólo busca
salidas.
Las
películas apocalípticas podrían considerarse como un subgénero de
la ciencia ficción. Si el 11 de septiembre de 2011 nos conmovió no
fue solamente como acontecimiento político, sino porque puso en el
mundo imágenes que el cine catástrofe ya nos había acostumbrado a
ver e, incluso, desear. ¿No estaba programada en la imaginación del
desastre la destrucción no sólo de las torrres gemelas sino también
la de las ciudades de Occidente, la de la civilización conocida? ¿No
hemos visto, una y otra vez, en las más lamentables ficciones del
género a la Estatua de la Libertad hundida en el agua, en el barro,
atenazada por hielos eternos, habitada por extraños animales que
sobrevivieron milagrosamente a la catástrofe
del capitalismo?
Dejo
de lado esas películas, que halagan la sensibilidad de la masa,
proponiendo una inminencia destructiva de la que, luego, nos salvan
ciertas heróicas figuras. Me detengo en aquellas que, efectivamente,
cumplen sus promesas y nos muestran el fin del mundo, el final de
nuestras esperanzas, el último término de nuestras existencias.
En
Eli, Eli,
lema Sabachthani?
(2005), Shinji Aoyama (un director japonés condenado al circuito de
festivales) ha imaginado una historia que transcurre en 2015. Circula
por el mundo un virus que provoca un “síndrome de Lemming”,
enfermedad que induce al suicidio repentino a quienes la padecen. El
resultado ha sido devastador y la población de las ciudades se ha
reducido al mínimo. En ese contexto, dos músicos graban sonidos
naturales o producidos por elementos azarosamente recolectados (una
manguera que gira montada sobre el motor de un ventilador), con los
que componen su música, de la que se dice que cura el síndrome de
Lemming o, por lo menos, que suspende la sed de muerte de sus
víctimas.
Lo primero que salta a la vista es que el argumento es
una adaptación del mito de Orfeo (aquel que con su música pudo
dormir a los guardianes del Hades para arrancar a su amada del fondo
del Infierno). Esa pregunta inquietante (sobre la música del futuro,
sobre la música que salva de la muerte) seguramente constituyen para
Shinji Aoyama (1964), que es también compositor, obsesiones que
definen su arte.
Lo segundo que salta a la vista es que la
película existe en relación con el terror que asociamos a un virus
y un síndrome, efecto de ese virus. Y que Shinji Aoyama propone no a
la química (los cocteles antivirales) como inhibidora de la potencia
de destrucción desatada por el virus sino al arte (la música, el
cine). Hablando del futuro, Eli,
Eli, lema Sabachthani?
propone hipótesis (biopolíticas) sobre un presente que, en todo
caso, no puede sino entenderse inscripto en una determinada forma de
la imaginación: la imaginación del desastre o de la
catástrofe.
Tanto el título de la película (la protesta de
Cristo crucificado: "¿Señor, señor, por qué me has
abandonado?") como el mito órfico a partir del cual se
desarrolla el relato (ambos mitos son la traducción del melancólico
sentirse abandonado por la estrella, el aster, el des-astre)
corresponden a tradiciones completamente exteriores a la cultura
oriental y, además, irreductibles entre sí. Para Aoyama no importa
tanto la mixtura de fragmentos de mitologías diversas sino el hecho
de que esos fragmentos constituyen ruinas o restos de un mundo
agonizante o perdido para siempre en el que la única pregunta
política afecta a la continuidad de lo viviente (¿cómo y para qué
hemos sido concebidos?).
The
Happening (2008) de M.
Night Shyamalan se deja arrastrar por el potente nihilismo de esa
fuerza de la imaginación
(es casi una copia): no hay futuro, y no lo hay precisamente por la
imbecilidad y la maldad constitutivas de la especie humana en su fase
actual de "desarrollo".
Aquí
es el mundo vegetal (herido, harto) el que induce al suicidio
colectivo.
El
director (que había rechazado escribir la cuarta entrega de Indiana
Jones y
dirigir la tercera Harry
Potter)
es pesimista y antimoderno como sólo un verdadero moderno podría
serlo. Posibilidad de experiencia, no la hay: los personajes,
completamente deslucidos, sólo pueden pronunciar frases
estereotipadas mientras la radio y la televisión emiten sinsentidos
("ataque terrorista", "huyan"). Cuando creen que
el mal ha pasado, todos retoman su propia estupidez donde la habían
dejado, como si nada hubiera sucedido. Afortunadamente, impiadoso
como esperábamos que fuera, Manoj Nelliattu Shyamalan se toma su
tiempo para señalar que todo volverá a suceder, hasta la extinción
final y el último suspiro, porque el mal no es exterior sino que
sale de nosotros, que habitamos el capitalismo con algarabía
vil.The Happening
es
al mismo tiempo una celebración y una elegía (siempre fue así,
siempre, y en esa concordancia entre el himno y el lamento se revela
el girar en el vacío de toda forma de glorificación) cuyo tema es
el suicidio colectivo, incluso el suicidio como epidemia (si hay que
creerle a Aoyama) imposible de ser exorcizada.
En
Melancholia
(2011) de Lars von Trier, Melancolía es el nombre del planeta que se
acerca a la Tierra para destruirla (mientras una de las dos hermanas
que protagonizan la película, desempeñada por Kirsten Dunst, se
casa). Anticristo
(2009) fue la primera parte de este díptico sobre el Apocalipsis
urdido por Lars von Trier.
La
película había sido hecha para Penélope Cruz, quien después se
abstuvo de participar de un proyecto tan... alejado de la luz
meridional. Anticristo
se ponía del lado de la depresión. Melancholia
está del lado de la suave fuerza que todo lo aniquila. Y, en la
película misma en la que un planeta viene a destruir a otro, la
primera parte (la boda de la rubia) es más depresiva, mientras que
la segunda parte, desempeñada por Charlotte Gainsburg, toma partido
por la melancolía.
El
comienzo de la película cita los más famosos cuadros de los
prerrafaelistas (la Ophelia
de John Everett Millais, entre tantos otros) y el obsesivo tema de
Tristán
e Isolda
de Wagner (el melancólico se entrega con paciencia al hábito de la
repetición infinita).
¿En qué sentido se
diferencian las dos hermanas? Justine (Dunst) piensa en su propia,
única aniquilación, se fuga de los rituales que reconocemos como
cultura, rechaza el débil lazo comunitario, se encierra y calla.
Claire (Gainsbourg) se entrega (en contra el tibio consuelo que le
ofrece su marido, que la abandonará antes del final) a la náusea
del vacío de sentido propio de la conciencia de la catástrofe
universal y la extinción de lo viviente (incluido su hijo).
«Mi
psicoanalista me dijo que normalmente los melancólicos son más
sensatos que la gente normal cuando se encuentran en una situación
desastrosa, en parte porque pueden decir: “Ya te lo había dicho”.
Y también porque no tienen nada que perder», dijo Von
Trier cuando presentó su película, y antes de subrayar su
desinterés por el mundo con un ambiguo elogio del hitlerismo que le
valió la condena de los bienpensantes y la proscripción de sus
películas de nuestros cines.
Casi
al mismo tiempo que Melancholia,
se estrenó Another
Earth (2011), una rara
película muy parecida a la segunda (y genial) mitad de la de Lars
Von Trier. Dirigida por Mike Cahill, protagonizada por Brit Marling
y William Mapother, en esta película también hay un segundo planeta
que se acerca a la Tierra. Pero éste no es un planeta otro, sino un
planeta gemelo del nuestro, donde todos tenemos un doble, donde todo
está sucediendo al mismo tiempo (aunque no es seguro que del mismo
modo).
Una
chica (menor de edad) se distrae buscando el planeta mientras maneja
y por eso atropella a otro auto. Mueren la mujer y el hijo del
conductor, John Burroughs, que queda en coma.
Cinco
años después, el planeta gemelo domina el horizonte (con su luna,
sus ríos de lava, sus doctores en leyes y sus unicornios soñados),
John ha salido del coma y la chica de la cárcel. Ella va a su casa a
pedirle perdón pero no se anima y se hace pasar por empleada de
limpieza. Tejen una relación. Hay un concurso para ganarse un viaje
a la Otra Tierra (irán científicos, militares y un puñado de
civiles). Ella gana.
A
diferencia de Melancholia,
Another Earth
no apela a la destrucción total sino al recomienzo y la vida
segunda. Un poco por eso, no tiene la misma grandeza que la película
de Lars Von Trier, pero comparte la misma preocupación respecto del
impacto existencial que la veterana (y ya intransitable) ciencia
ficción nunca pudo examinar hasta sus últimas consecuencias.
4:44
Last day on Earth (2011) de
Abel Ferrara es desagradable, aunque no se la pueda evitar en este
breve repertorio de imágenes de la catástrofe (ninguna ternura en
su punto de vista: pura rabia). Cisco (Willem Dafoe, también
protagonista de Anticristo:
la cara del Gran Final, parecería) espera junto con su novia el fin
del mundo (a las 4:44, “hora del Este”, de una madrugada
cualquiera, como efecto del debilitamiento de la capa de ozono y el
recalentamiento global) en su departamento neoyorquino.
El
último polvo, la última conversación vía skype con su ex mujer y
con su hija, el último delivery
de comida vietnamita, la última fiesta (vía skype) de sus amigos
lejano, la última (o no) raya de cocaína con sus vecinos, la última
(ay) escena de intensidad dramática, la última proposición
católica (“Ya somos ángeles” son las últimas palabras de una
película que se niega a aceptar el final, y el género del Final,
con idea de justicia) y, sobre todo, las últimas imágenes
televisivas, que Ferrara monta sobre su claustrofóbica versión del
Fin de los Tiempos.
Seeking
a Friend for the End of the World
(2012), la más nueva de mi lista, es mucho más amable. Su
directora, Lorene Scafaria, pone a Steve Carell, en sus últimas
horas (esta vez es un astereoide el que acabará con todo),
abandonado por su mujer, a buscar a su viejo amor de la escuela
secundaria. Además de desesperado, el proyecto es un poco
anacrónico. Por fortuna, Steve Carell se encontrará en el camino
con Keira Knightley. El fin del mundo los encontrará abrazados y,
sino felices, al menos en paz consigo mismos (la película es antes
una comedia romántica que cualquier otra cosa).
De
todas estas películas, Melancholia
tal vez sea la más “arty”; 4:44,
la
más melodramática; The
Happening, la
más aterradora; y Eli,
Eli, la
más filosófica.
Pero
en todas ellas se lee el mismo deseo (la misma potencia de arrastre)
de un final encendido y glamoroso que permita pensar que el Fin de la
Historia y el Fin de la Humanidad no son sólo dos episodios sin
consecuencias en la historia del capitalismo
sino
verdaderos puntos de derrumbe de una forma de imaginar lo que vive
todavía.