sábado, 24 de febrero de 2018

Con total franqueza


Por Daniel Link para Perfil

Por esos azares de los viajes, en 2003 mi marido y yo (por entonces no estábamos casados) llegamos al Pabellón Español de la Bienal de Venecia, al que sólo se podía acceder mostrando el pasaporte del Reino de España.
Una vez más, por puro azar (porque no es mundano andar con el pasaporte por las calles y porque mi marido tiende a no usar documentos en ninguna parte), mi marido tenía el pasaporte con él. Yo, que soy fatalmente argentino, lo esperé paseando por los Giardini, esperando el relato minucioso de lo que había visto adentro: nada, adentro no había nada.
La obra de Santiago Sierra se centraba en los límites de lo nacionalitario, la limitación de los movimientos poblacionales y la paranoia fronteriza: ““la patria y la identidad son hándicaps, algo a superar. Con sus fronteras amuralladas, las naciones me parecen cárceles”, dijo.
Hoy la obra de Santiago Sierra vuelve a la primera plana de los diarios. Su envío para ARCO, Presos políticos en la España contemporánea, fue levantada del stand de la galería Helga de Alvear antes de su inauguración. No se recuerda un caso similar en la Feria madrileña (en 2012, el entonces presidente de IFEMA pidió que se retirara la obra Always Franco de Francisco Merino, pero la galería decidió mantenerla).
El presidente de ARCO se ha desvinculado de la decisión, y trasladó la responsabilidad de la censura al director de IFEMA (la Institución Ferial de Madrid donde ARCO funciona).
Presos políticos en la España contemporánea mostraba una colección de 24 retratos pixelados entre los que figuraban desde Oriol Junqueras, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart (además de otros independentistas catalanes) hasta miembros de la ilegalizada organización juvenil de la izquierda abertzale Segi y dos titiriteros detenidos en Madrid en 2016.
Interrogada sobre su decisión, la galerista dijo con total franqueza y/o franquismo: “Yo lo que quiero es vender”.


¡Otra denuncia estremecedora!

El cigarrillo electrónico provocaría cáncer 

Científicos norteamericanos determinaron que la nicotina en aerosol de los cigarrillos electrónicos produce mutaciones tumorales.


(¡váyanse a cagar!)


sábado, 17 de febrero de 2018

Símbolos patrios


por Daniel Link para Perfil

Cada vez que hace falta, la patria encuentra un símbolo nuevo que la represente. Es un signo, apenas, pero que tiene la capacidad de arrastrar otros signos y potencias y colocarlos en visible constelación.
En el mismo acto en que el soberano recibe en palacio al verdugo que asesina por la espalda, lo abraza y lo felicita, los demás puntos reverberan y adquieren una consistencia que tal vez antes no tenían: cada destrucción de una fuente de trabajo (que según un informe del gremio de industriales y reproducido por el más antiguo periódico del país se cuentan ya por docenas de miles); la inflación y el precio del dólar que se comen como un taladrillo la capacidad adquisitiva de las gentes; el desmesurado aumento de las precios de las energías, que debilitan las otras, las fuerzas vitales; la limitación, por todas partes: en las negociaciones salariales, en los movimientos, en las esperanzas y en la posibilidad de recordar el pasado; el adelgazamiento de lo poco de humanidad que nos queda y la entrega miserable de nuestras capacidades a la administración de publicistas, encuestadores y gestores. Sobre todo, cada muerto por la policía repite el nuevo símbolo patriótico: el tiro por la espalda.
No le des la espalda al soberano (o sus ministros, edecanes y bufones). Pero sobre todo, no le des la espalda a sus verdugos (en la ciudad de Buenos Aires, hay un policía cada 107 habitantes, sin contar las otras fuerzas de seguridad). Cada veintitres horas el Estado asesina a una persona. En los últimos 722 días, mataron a 725 “delincuentes”.
Y el soberano considera que eso merece no sólo el aplauso, sino también su ala protectora. Ése es el remate: te hieren un poquito cada día y de repente, el tiro por la espalda te aniquila.
Se dice: “A cada cerdo le llega su San Martín”. La fiesta de San Martín de Tours se celebra el 11 de noviembre, y coincide con la matacía o matanza del cerdo.


El valor de los docentes

por Daniel Gigena para La Nación

Cuando se difundió la noticia de que la ministra de Educación de la ciudad de Buenos Aires, María Soledad Acuña, impulsaba la creación de una Universidad Pedagógica en reemplazo de los 29 profesorados de la ciudad, pensé que la causa de esos afanes por reinventar la educación pública cada cuatro años se explicaba en la ausencia de maestros y profesores en las áreas educativas de la mayoría de los gobiernos. ¿No es curioso que no se convoque a ningún docente para ocupar puestos de importancia en la administración pública?
En este contexto recordé los años de estudio en el Instituto Superior del Profesorado Joaquín V. González. Empecé a estudiar ahí cuando Enrique Pezzoni ya había fallecido. Se había convertido en un mito, un mito literario y docente al que contribuían historias de amistad y de lecturas, de enseñanzas y de ironías que contaban los que habían tenido la suerte de ser sus alumnos. Al parecer, Pezzoni había sido un gran bromista. Sus alumnos lo amaban.
La mía fue una suerte derivada. Varias de las profesoras que nos enseñaban teoría literaria, literatura argentina y latinoamericana o que daban seminarios sobre escritores contemporáneos en aulas ubicadas en un subsuelo habían sido formadas por él. Eran pocas las clases en las que no hicieran una alusión a "Enrique". Con los años supimos que él había sido editor en Sudamericana, traductor y crítico literario, además de docente. Ante todo, docente.
Fue amigo de Silvina Ocampo, de Francis Korn y Edgardo Cozarinsky, "protegido" de Victoria Ocampo y maestro de Daniel Link, Isabel Vassallo, Silvia Calero y Luis Chitarroni. En un capítulo dedicado a Pezzoni de La lectura: una vida., suerte de biografía lectora, Link cuenta que fascinaba a todos por su manera de ser y de leer pero sobre todo "por la extraordinaria sensibilidad a la palabra de sus alumnos". La misión del maestro se imponía a las otras actividades de Pezzoni (al que, sigue contando Link, le decían "Chepe").
"En años de dictadura, el seminario que daba Enrique en el Joaquín V. González era un milagro: vendaval de ideas y audacia -cuenta Elsa Drucaroff, una de las alumnas de Pezzoni que se convirtió en docente-. Era temerario: con el Joaquín entonces repleto de hijas de militares, mostraba sin disimulo el profundo asco que le daba el gobierno. Los más inquietos asistíamos como oyentes y seguíamos yendo incluso luego de aprobar. Era muy generoso con quienes valoraba pero a los malos estudiantes los ridiculizaba con humor ácido. Cambiaba el programa todos los años, cruzaba teoría con análisis de obras: lo fantástico y Borges, Felisberto Hernández y Onetti; lo poético y Vallejo y Darío; un seminario entero para Roland Barthes, otro para Bajtín". Drucaroff recuerda que el entusiasmo con el que salían de esas clases era tan grande como si en unas horas hubieran recorrido tierras fascinantes y también peligrosas. Años después, ella fue nuestra profesora de seminario de literatura argentina contemporánea en el profesorado. En educación y en literatura, los legados y la historia son fundamentales.
Isabel Vassallo conoció a Pezzoni en un seminario de posgrado que él daba en el Instituto del Profesorado en el año 1971. Era un seminario sobre nueva poesía latinoamericana, donde "nueva" quería decir "poesía de las vanguardias históricas". Leían y analizaban poemas de César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y Octavio Paz. A ese seminario siguieron otros.
"De los docentes que admiramos y que nos han dejado marcas profundas, una de las más potentes, unida al saber, al saber decir, al entusiasmo, a la capacidad de poner en duda, a la invitación a cuestionar (todas ellas propias de Pezzoni), es la voz, la entonación -dice Vassallo-. Sigo escuchando, porque es inolvidable para mí, esa pregunta que él formulaba no como muletilla, sino como producto de su interés genuino en establecer una comunicación cierta con sus alumnos y alumnas allí presentes, ansiosos, expectantes: '¿Entienden ustedes?'". Los que fuimos alumnos de Isabel escuchamos esa misma pregunta en sus clases sobre formalismo ruso, estructuralismo y funciones poéticas del lenguaje. La memoria del docente está hecha de niveles y niveles de lengua, en los que resuenan episodios personales, homenajes secretos y el destino social.
"El ingreso de Pezzoni al aula era un acontecimiento -recuerda Vassallo-. Sus clases lo eran. Llegaba apurado, siempre original y elegantemente vestido, con un portafolio cargado de libros y papeles, deseoso por empezar. Su deseo transmitía deseo a los estudiantes. Desplegaba sus papeles en las mesas de esas aulas a veces inverosímiles del Instituto (un laboratorio, una sala de dimensiones tales que una porción de público escuchaba desde el pasillo), pero las transformaba en aulas verdaderas, porque es el profesor apasionado el que puede lograr eso". Con gracia, conocimiento, brillo y frescura, Pezzoni daba clases. Sus alumnos salían transformados del profesorado. "Ir a escucharlo era más que ir a aprender contenidos: era una experiencia vital". Pocas experiencias en la vida se asemejan a las que se alcanzan en un aula cuando hay entusiasmo y deseo por saber.
En las clases del profesorado leímos sus escritos reunidos en El texto y sus voces. En aquella ocasión, la palabra "voces" no nos pareció significativa. Con el paso del tiempo, entendimos que en cualquier texto literario que vale el esfuerzo (y el placer de leer), esa multiplicidad es definitoria. Como dije, no fui alumno suyo. Pero si es posible aplicar a la vida de las personas el carácter transitivo que subyace a las relaciones entre personas y entre personas y cosas, se podría pensar que también yo, al haber sido alumno de las personas que estudiaron con él, fui alumno de Enrique Pezzoni.


miércoles, 14 de febrero de 2018

Nueva doctrina

por Guido Croxatto para Perfil

La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, incurre en un error conceptual serio: las “doctrinas” pueden cambiar, pero las leyes no cambian hasta que no las transforma el Congreso de la Nación.

La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, incurre en un error conceptual serio: las “doctrinas” pueden cambiar, pero las leyes no cambian hasta que no las transforma el Congreso de la Nación. Es decir, que las fuerzas de seguridad deben orientar su acción dentro del cauce constitucional y penal, ajustando su “doctrina” de acción a lo que fija el sistema interamericano de derechos humanos.
Las fuerzas de seguridad están obligadas a no obedecer directivas que mancillan los derechos humanos. Esto es independiente de si tal directiva emana de un ministro, que incurre, cuando propone una “doctrina” incompatible con el sistema interamericano de derechos, en una responsabilidad política y eventualmente criminal, al “ordenar” a las fuerzas de seguridad que transgredan, en lugar de respetar, las normas constitucionales y procesales, preservando siempre la vida de las personas. Los ministros no tienen potestades para transformar –ni para transgredir– las leyes de la Nación.
Cuando se pasa por encima al Congreso de la Nación para otorgar plenas potestades a las fuerzas de seguridad se expone a la República a un severo desequilibrio de poderes. Se mancilla la independencia del Congreso y también del poder que debe velar por el respeto de nuestra ley máxima: el Poder Judicial.
En la “nueva doctrina” se presenta a los delincuentes como enemigos sociales. De este modo, se los priva, ante la opinión pública, de todo derecho. Lo que equivocadamente la ministra califica de “nueva doctrina”, no es sino el ya conocido “derecho Penal del enemigo”, una doctrina alemana incompatible con todo sistema democrático y que se ha empleado para justificar “excepciones” legales como la cárcel de Guantánamo, un espacio ajeno a todo orden legal y donde los “presos” carecen de todo derecho civil y humano. Donde se mancilla el debido proceso. Estos estados de excepción mancillan el principio de legalidad.
El simplismo de la ministra se advierte en su pobre diagnóstico sobre los motivos de la criminalidad. Se concentra en criminalizar las consecuencias, sin atacar las causas socio-económicas que se ocultan detrás de la criminalidad tosca, que es la que más se visibiliza en los medios. ¿Por qué en Dinamarca o Noruega no roban cámaras a los turistas y en Argentina o Brasil sí? Por la enorme exclusión social que padecen nuestros países. América Latina es, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la región con la mayor desigualdad social del mundo.  
Una política macroeconómica que solo aumenta la exclusión y la pobreza (en lugar de atacarla), requiere políticas represivas y de mano dura que mantengan la marginalidad “bajo control”. Se denominan teorías de “control social”. La ministra no aspira a reducir la criminalidad atacando las causas sociales y económicas de la exclusión. Al no existir un programa consistente en materia criminal, se cae en la demagogia punitiva, acicateando los peores fantasmas de la violencia represiva e institucional, que el Estado debería, por el contrario, combatir. Bullrich propone como única solución para enfrentar el delito aumentar la violencia institucional. La violencia institucional ha demostrado caer siempre en una espiral de mayor violencia. Bullrich pretende criminalizar la pobreza (que esas mismas políticas producen), estigmatizando como enemigos a todos los que, por diversos motivos, transgreden la ley (en general criminales pobres, no se cuestiona nunca el llamado crimen de cuello blanco). Pero en una democracia, quienes delinquen deben ser procesados, no asesinados en la vía pública. Tienen derecho a un juicio justo. Es un deber del Estado garantizar el debido proceso. Es una garantía constitucional básica. Un pilar del “garantismo”. 




martes, 13 de febrero de 2018

Adios Nonino

Artillería Inmanente les comparte en castellano el discurso de Giorgio Agamben pronunciado en ocasión de su recepción del «Premio Nonino 2018» entregado el 27 de enero 2018 en las Distillerie di Ronchi di Percoto (Údine, Italia).

A pesar de mi recelo por los premios y los castigos, he aceptado recibir el premio Nonino, por la simple razón de que se propone explícitamente en su ordenanza la «valorización de la civilización campesina». Es a propósito de estas dos palabras, «civilización campesina», que me gustaría reflexionar con ustedes. Porque si bien es cierto que algo continúa viviendo de ella, nosotros sabemos que la cultura campesina ya no existe, que pertenece al pasado. En los años en que yo nací los campesinos constituían todavía la mayor parte de la población italiana, pero mi generación observó progresiva y rápidamente su desaparición. Un hecho que no dejará de asombrar a los historiadores futuros es que nos haya llevado tan poco hacer desaparecer una cultura que, en sus líneas generales, había permanecido inalterada por cinco mil años. Y no menos sorprendente es la facilidad con la que nos hemos dejado persuadir por los pregoneros del progresismo que esto habría sido un fenómeno inevitable; tan inevitable, no obstante, que para llevarlo a cabo fue necesario, curiosamente, ejercer sobre los afectados una violencia sin precedentes.
No me refiero solamente al exterminio de los campesinos de la Unión Soviética, un genocidio en sentido propio —me gusta recordarlo precisamente hoy en el día de la memoria— que provocó un número de víctimas doble o quizá triple con respecto al exterminio de los judíos. Me refiero también a la violencia —porque de una forma de violencia se trató indudablemente, incluso si fue más sutil— que fue necesaria para deportar las poblaciones agrícolas del Sur hacia las fábricas de Norte.
Fue necesario hacerlo —se nos ha dicho— porque una nueva figura epocal se había asomado en los umbrales de la historia y habría marcado desde entonces el curso de los siglos por venir: el trabajador. En 1938 aparece el libro de Ernst Jünger que lleva precisamente este título: Der Arbeiter, el trabajador [en italiano l’operaio, que también significa «el obrero»]; un libro que tenía que ejercer una influencia considerable tanto a la derecha como a la izquierda del espectro político europeo. En el centro del libro está la descripción y la teorización de esta nueva figura epocal, que tenía que sustituir a los campesinos (que, a decir verdad, apenas son nombrados por Jünger), la aristocracia y la burguesía en el dominio del mundo. Toda la modernidad se coloca según Jünger bajo su marca: la técnica —son sus palabras— «no es más que el modo en que la figura del trabajador moviliza el mundo».
Pues bien: todo esto era falso, simplemente falso. Esta figura epocal decisiva, que fue exaltada, descrita, representada y celebrada innumerables veces con amor y también rechazada con odio y desprecio, ha desaparecido con la misma velocidad con la que había aparecido. Existen ciertamente todavía trabajadores, pero el trabajador como figura epocal pertenece hoy al pasado del mismo modo que el campesino cuyo puesto tenía que tomar. No es fácil decir cuál es la figura histórica que tenemos frente —si el tecnócrata, el científico o algún otro personaje digital más oscuro del cual apenas conseguimos entrever su rostro— pero ciertamente no será el trabajador.
Jakobson habló, a propósito del destino trágico de los poetas rusos del siglo XX, de una «generación que disipó a sus poetas»: nosotros somos ciertamente una generación que disipó en pocos decenios un antiquísimo patrimonio y que no sabe bien con qué sustituirlo.
Me gustaría acabar, entonces, con las palabras de un autor que escribió el testimonio más extraordinario sobre el fin de la civilización campesina: Carlo Levi. Es un hecho sobre el cual no nos deberíamos cansar de reflexionar que, en los mismos años, dos judíos turineses homónimos, Carlo Levi y Primo Levi, publicaron los dos libros sin duda más importantes de la literatura italiana del siglo XX: Cristo se paró en Éboli (1945) y Si esto es un hombre (1947). En la novela El reloj, publicada en 1950 y ambientada en esos meses de 1945 en que el gobierno Parri, nacido de los Comités de Liberación Nacional, cae para dejar el puesto a la debacle política que nosotros conocemos y que él entrevé de un modo lúcido, Levi propone dividir el mundo en dos clases: los Campesinos y los Luigini. Los Campesinos son aquellos que «hacen las cosas, las aman y se complacen de ellas». Campesinos son para Levi no sólo los campesinos en sentido estricto, sino también los industriales, los artesanos, los empresarios, los matemáticos, los poetas, las amas de casa; todos aquellos, en suma, que «hacen las cosas». Luigini son todos los demás, los burócratas, los organizadores, los políticos, los mediadores y los mediócratas de todas las especies, que viven explotando el trabajo y la inteligencia de los Campesinos.
«La verdad —escribe de modo profético Levi— es que la forma misma de nuestros partidos es luigina, la técnica de la lucha política y la estructura misma de nuestro Estado son luigine». Italia —yo creo— nunca existió —excepto, tal vez, en esos pocos meses o en esos dos años de 1945 a 1947— hasta las elecciones de 1948 que marcaron el triunfo de los Luigini; en las cuales por un momento pareció posible que los Campesinos quitaran finamente de en medio a los Luigini. Dedico este premio a los Campesinos y no a los Luigini.

(Gracias, Diego)


sábado, 10 de febrero de 2018

Polvo de estrellas

por Daniel Link para Perfil


“Dejate de joder”, le dije a Cate la última vez que chateamos. “Lo que hacés en Thor Ragnarok es penoso”. No porque esté mal, ojo, sino porque nos obliga a ver una película trivial y bastante horrible en sus presupuestos que, sin su presencia, no habríamos visto. O sea: “Ponés tu talento al servicio del peor cine”.
Como me cortó (no sé si bloqueó mi contacto, no estoy dispuesto a averigüarlo), me obligo a reemplazar sus performances y la para mi necesaria cuota de placer que de ellas obtenías por otras.
Todo el mundo sabe que, así como soy de intransigente con los atentados a mi ética personal, que desdeña el cualquierismo, para mí la buena performance y el afecto deben darse la mano. De otro modo, me dejan frío.
Por fortuna, siempre hay un viejo amor que vuelve. Dos días después de haber terminado con Cate (ya volverá a darme placer, no me caben dudas), me pregunté: ¿qué habrá sido de Dakota?
La respuesta me llegó de la mano de dos películas y una serie: Pastoral americana (2016), Please Stand By (2017) y The Alienist (2018). A Dakota había dejado de hablarle (o ella había dejado de hablarme a mí, para ser más precisos), cuando comprometió su extraordinario talento actoral en la saga Crepúsculo. “¡Ay, no, mi amor! Ni por dinero podés caer tan bajo”. Ella, de inmediato, cambió de representante. William Morris Endeavor empezó a diseñarle la carrera que ella merecía, mientras su hermanita Elle Fanning parecía ocupar su puesto. Naturalmente, pronto se notó que Elle, más allá de su belleza juvenil, no tiene nada que ofrecer al mundo de la actuación.
En Pastoral americana, Dakota desempeña a una joven tartamuda, completamente enfrentada a sus padres-modelo (Ewan McGregor y Jennifer Connelly). Su personaje adhiere a las ideas más radicales y comienza a poner bombas con el secreto objetivo de minar la sociedad norteamericana de los años sesenta y su sistema de valores. Vive en la clandestinidad y, después de un episodio que le cambia la vida, adhiere a un credo oriental que le impide prácticamente comer y, desde luego, bañarse, para respetar a ultranza toda forma de vida.
Please Stand By es menos amarga. Allí Dakota da cuerpo a una joven autista obsesionada por escribir un guion para Startrek, y presentarlo a concurso en Universal Studio, lo que la obliga a escaparse (¡sola!) a Los Ángeles.
Las dos actuaciones rescatan lo mejor de Dakota, que puede combinar con naturalidad una restricción (el asma, el tartamudeo, el autismo) con una obsesión intelectual o afectiva y convencernos de que ese límite puede ser vivido, o mejor: que merece ser vivido.
Le escribo a Dakota un “¡Bravo!”. Ella se alegra y me contesta que espera que me guste la versión de La campana de cristal (la novela de Sylvia Plath) en la que actúa bajo la dirección de Kirsten Dunst. “La espero impaciente”.

jueves, 8 de febrero de 2018

Expertos alertan el cambio de doctrina tras el caso Chocobar

por Julián D'Imperio para Perfil

Abogados y especialistas del derecho penal criticaron duramente el cambio doctrinario al que hizo alusión la ministra Bullrich y argumentaron que el fallo del juez no respeta la ley de la legítima defensa.

El apoyo del presidente Mauricio Macri y la ministra de Seguridad Patricia Bullrich hacia Luis Chocobar, el policía que mató a un ladrón y fue procesado por exceso de légitima defensa, trajo un nuevo debate público con respecto al accionar del oficial y la carátula de la causa.
En primer lugar, las críticas de muchos abogados y expertos del Código Penal llegaron hacia el juez Enrique Gustavo Velázquez, quien hasta ahora entendió que la reacción del policía fue en un marco de una legítima defensa, aunque en exceso. Sin embargo, el video que se conoció hace pocos días que retrata cómo Chocobar disparó por la espalda al delincuente que intentaba fugarse enmarcaría una contradicción con lo que dice la propia ley de la legítima defensa.
Según explicaron a PERFIL fuentes especializadas, "ningún abogado, jurista, doctrinario o juez con orientación conservadora o progresista puede sostener que el accionar que todos vimos en el video cumple con los requisitos de la legítima defensa". Para ellos, se trató de un homicidio agravado. Y la diferencia es que las penas de dicho delito van de 8 a 25 años, mientras que el exceso de la legítima defensa va de un mes a 3 años.
En el artículo 34 inciso 6° del Código Penal, se enumeran los requisitos que deben darse para que cuadre la aplicación de la ley de la legítima defensa. Por un lado, determina que debe haber una agresión ilegítima, una necesidad racional en el empleado para impedirla o repelerla (esto refiere a la proporcionalidad de la defensa legitima, es decir, si atacan a golpes, no se puede defender con un arma de fuego), y una falta de provocación suficiente por parte del que se defiende (el mismo que provocó la agresión, luego no puedo escudarse en la legítima defensa para pretender no ser penado). Y a dichos requisitos se les agrega uno implícito, avalado por la doctrina, que es la inmediatez en la legítima defensa, es decir, el que obra en legítima defensa debe hacerlo en el momento en que sufre la agresión ilegítima.
Es por eso que para la Directora del Departamento de Derecho Penal y Criminología de la Facultad de Derecho de la UBA, Lucila Larrandart, y para Darío Kosovsky, del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales, el caso "no reúne el requisito de necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión" ni el de la agresión actual o inminente. "El Código habla de una agresión que se está produciendo o que se está por producir, no que ya se produjo. Y eso tiene un fundamento filosófico, no es un capricho que un legislador puede cambiar", explicó Kosovsky.
La otra polémica que despertó el caso fue el apoyo del Gobierno y las declaraciones de Bullrich, que anticipó que el accionar de Chocobar va en sintonía con una "nueva doctrina" que van a plasmar en una reforma del Código Penal.
"Este caso ratifica una mirada que tiene nuestro gobierno: las fuerzas de seguridad no son las principales culpables en un enfrentamiento. Estamos cambiando la doctrina de la culpa de la Policía. Y estamos construyendo una nueva doctrina: el Estado es el que realiza las acciones para impedir el delito. Vamos a invertir la carga de la prueba. Hasta ahora, el policía que estaba en un enfrentamiento iba preso. Nosotros estamos cambiando la doctrina y hay jueces que no lo entienden. Lo vamos a cambiar en el Código Penal. Vamos a sacar la legítima defensa para los casos de policías", advirtió la ministra este martes.
Nuevamente, los expertos del tema coincidieron en sus críticas. "No hay ninguna doctrina que pueda interpretar distinto el código penal. No se puede dar libertad a un agente policial para matar. Esto puede desarrollar violencia en la sociedad. La pena de muerte en la Argentina no existe", precisó Larrandart.
Por su parte, Kosovsky argumentó: "La doctora Bullrich dice que ese es el accionar en todo el mundo y es una falacia absoluta. Ese es el proceder de un policía autoritario. Bajo ningún punto de vista esto significa que se avalen los hechos delictivos. Pero no se puede dividir a la sociedad en buenos y malos cambiando la doctrina de la policía. Es una simplificación. La comisión de delito es mucho más compleja. Lo plantean como si la única forma de resolver el problema es matando gente. La nueva doctrina policial entonces es antigua".
Además, consideraron que se trató de una "presión" del Poder Ejecutivo hacia el Poder Judicial porque "saben que no van a poder modificar el código penal, porque va contra la constitución y los tratados internacionales que Argentina ya ha firmado. Las restricciones a la defensa legítima no tienen que ver con el antojo de un legislador, tiene que ver con razonamientos filosóficos sobre cómo debe vivir la sociedad argentina". 
Por último, Kosovsky detalló cuál es la base fundamental de la ley de la legítima defensa, que es "detener una agresión", y que "en este caso ya se había producido".
"El monopolio de la violencia lo tiene el Estado, y la utilización de la violencia por parte de policías en ejercicio de su función únicamente tiene que hacerse de forma excepcional, porque al ser tan grande ese poder que delegamos como sociedad en un único ente que es el Estado, ese poder tiene que ejercerse de manera limitada y excepcional. Lo que buscamos es repudiar la violencia, evitarla, por eso se la cedemos sólo al Estado. Por eso no cualquier caso es legítima defensa, no queremos una sociedad a los tiros. Hayas cometido un delito o no. Justamente el sentido de la legítima defensa es que uno quiera hacer cesar una agresión. En este caso la agresión ya se había producido y ya se había cesado. El muchacho estaba corriendo sin un arma de fuego con la que pueda herir a alguien, en ningún momento mira para atrás, estaba en plena fuga. Dos disparos que ni siquiera fueron a la altura de las piernas para detenerlo no es una defensa legítima, es un homicidio", concluyó.


sábado, 3 de febrero de 2018

Poesía eres tú


Por Daniel Link para Perfil



A Rafael Ferro habrá que agradecerle mucho más que sus intervenciones actorales (en el teatro, el cine y, si acaso, la televisión). En la dedicatoria de En el país de la noche, el libro de versos de Edgardo Cozarinsky se lee “Este libro es de Rafael Ferro, porque me desafió a escribirlo”.

Borgeano, Cozarinsky aceptó el desafío (el convite) y nos regala ahora, a través de Ferro, ¡un libro de versos! (“Versificaciones”, las llama).

El libro llega exquisitamente compuesto y editado por Cecilia Nuin y Theo Contestin. Que no es un capricho casual producto del ennui propio de la época y la profesión del narrador lo demuestra el dibujo de tapa, que reproduce un tatuaje que Cozarinsky lleva en su muñeca.

En una “Carta a R.F.” que el libro versifica se lee algo del registro de la danza (macabra y eterna) que las formas están condenadas a bailar con el significado. La cita es de Annie Dillard pero Cozarinsky la hace suya: “macabra porque es del equilibrista/ que sabe que la cuerda es floja”.

Como un insospechado artista del equilibrio o artista del hambre que encuentra en la imposibilidad de comer o en la incapacidad de vivir en suelo sólido la condición de posibilidad de su arte, Cozarinsky (cineasta, cuentista, novelista) se arroja a las aguas heladas del cálculo silábico sencillamente para no detenerse e iluminar no tanto una zona más densa de su intimidad, sino una práctica que hasta ahora no había ejercitado.

El sedicente poeta escribe poemas. Más humilde, Cozarinsky se declara versificador y escribe versos. O mejor: rescata versos del archivo maldito del lector compulsivo (Funes el memorioso es su sombra) y los combina en elegantes estrofas que muchos poetas envidiarán (deberían envidiar) por la naturalidad con la que brillan en un cielo cargado no tanto de estrellas sino de luces led, esa pesadilla de un mundo que ha elegido no dormir, no soñar, no estremecerse ante la oscuridad sino eliminarla por completo del paisaje.

En el país de la noche, desde su mismo título, hace bailar las luces y las tinieblas no sólo en versos propios sino también en algunos impropios (“versiones” de Bishop, Pasolini, Ungaretti, Philip Larkin).

Todo en el libro de versos de Cozarinsky es una gran interrogación sobre la línea de sutura (o cicatriz) entre la vida, la escritura y, ahora, el canto.

Vaya este nuevo desafío: Cozarinsky, que no nos debe nada, ahora debería regalarnos un tango.