Por Daniel Link para Confesionario En septiembre de 2006 descubrí un raro tesoro en el mercado de pulgas del Tiergarten, que frecuentaba cada domingo porque quedaba a diez minutos a pie de donde yo vivía, diez minutos de camino a la vera del canal que atraviesa la ciudad de Berlín (y su parque central), que se prestaban a las más extravagantes meditaciones peripatéticas.
Lo que encontré, en una caja como abandonada en los fondos de uno de los tenderetes especializados en rezagos de guerra, fue una colección de animales de plástico idénticos a los que yo supe atesorar durante mi infancia. Eran (los míos, y éstos que ahora encontraba) minuciosas reproducciones a escala de animales frecuentes en las colecciones zoológicas: elefantes (yo tenía dos, uno grande y uno pequeño, con la cabeza articulada), jirafas (en mi recuerdo, contabilicé cinco), leones de ambos sexos (nunca conseguí que mi única pareja se reprodujera), cocodrilos (sólo tuve uno).
Formaban parte de mi diorama zoológico algunos animales de granja (pavos, corderos, vacas) que nunca fueron mis favoritos pero que ponía a interactuar, inverosímilmente, con la mantarraya gigante, las dos orcas y el pulpo que formaban parte del lote.
Pregunté, con curiosidad malsana, cuánto valían esos animales que en algún momento de mi vida perdí de vista y que ahora, de pronto, tenía de nuevo frente a mí, y que añoraba. Los precios oscilaban entre los 20 y los 50 oiros (como se dice en la lengua áspera que yo usaba por entonces). Sólo mis elefantes, jirafas y leones, si hoy los conservara, valdrían en un mercado de pulgas de Berlín poco más de 300 oiros. Mi colección completa, calculé con pena, podría venderse (si es que hubiera un comprador tan melancólico como el que se requería) a una suma por lo menos tres veces superior, digamos: un pasaje a Europa en baja temporada.
¿Qué había sido de mis animalitos? ¿Los había heredado mi hermano? ¿Por qué fui tan desaprensivo con ellos, como con el resto de mis juguetes, salvo con el tren Märklin, que todavía conservo y que jamás, jamás, cedí a mi hijo, pese a sus súplicas? ¿En qué momento se había acabado mi infancia?
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No podía, y todavía no puedo, recordar qué pasó con esos animales pero estoy casi seguro de que mi hermano, cinco años menor que yo, nunca se interesó por ellos.
Sí recuerdo el destino de otras posesiones, como las revistas de Disney y otros personajes de dibujos animados que se acumularon durante años en un armario especialmente dispuesto a tal efecto en la cochera de la casa cordobesa en la que por entonces vivía con mi familia. Una vez, mi abuela paterna (que nos visitaba regularmente y "que no era mala sino estricta" como siempre dice su nuera, mi mamá, para contradecir mis recuerdos) sugirió que ya era tiempo de deshacerse de tanto papel inútil y puso entre los argumentos a favor de su veredicto que eran un llamamiento a la infestación de roedores. Fui consultado sobre la solución del problema en tales términos que no pude sino aceptar la venta completa de mi primera biblioteca, y el depósito de la suma resultante en una cuenta de ahorro, con el fin de que mi capital se multiplicara y pudiera utilizarlo más adelante, con fines más nobles. Nada de eso sucedió, porque al poco tiempo sucesivas devaluaciones habían transformado mi magra ganancia en una suma tan irrisoria que hubo que cerrar la cuenta de ahorro. Si soy capaz de recordar con más enfado el revés económico que sufrí por entonces, antes que la desolación que seguramente me provocó la pérdida de mi imaginario infantil completo, es porque no era ya un chico: la infancia me había abandonado.
¿Pero cuándo? ¿Y qué había pasado con mis animales? ¿Algún otro mal negocio inducido por mi abuela? No: lo recordaría. No sé qué pasó con mi zoológico en miniatura ni por qué lo olvidé durante tanto tiempo, cuando tan inmenso había sido el placer que me había dado. Podía pasarme horas jugando a los animalitos, que distribuía en fantasiosas escenografías que dibujaba con lápices de cera sobre hojas canson y que completaba con construcciones que hacía con mis Lego.
Incluso, los llevaba al colegio alemán donde cursé mis primeros estudios, para entretenerme con ellos en los recreos, mientras mis compañeros jugaban a las bolitas (juego que exigía tal pericia que siempre me intimidó) o a las carreras de autitos de plástico rellenos con masilla (en las que esporádicamente participaba sin demasiado éxito, pero con entusiasmo).
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Para que yo no perdiera los vínculos con la familia de mi abuelo, un joven bávaro que había emigrado a la Argentina después de la primera guerra y que murió antes de que yo naciera (lo que volvía un poco forzada la recreación de una cultura que me era completamente inútil), mi familia había decidido que yo fuera no a las escuelas que preparaban a sus alumnos para el ingreso al prestigioso Colegio Nacional de Monserrat, para el cual me sentía destinado por mi precoz entrenamiento en la lectura voraz de historietas, sino al Colegio Alemán de Córdoba, institución igualmente prestigiosa pero privada, lo que la ponía un poco por encima del presupuesto familiar.
Como yo iba a ser un buen alumno (sobre eso nunca nadie tuvo dudas), las autoridades del Colegio Alemán aceptaron otorgarme una media beca sujeta a mis calificaciones. Mi familia, es decir mis padres, mi abuela y mis tíos paternos, vieron con buenos ojos un arreglo cuya validez dependía exclusivamente de mi responsabilidad, imposible de prever en una criatura de seis años. Me convertí, a temprana edad, en un niño pobre y responsable.
Mi pobreza era relativa, o mejor dicho, intermitente. Porque es verdad que a veces tenía dificultades para responder a las requisitorias sociales de la infancia por falta de ropa adecuada, o que vi la televisión antes en casa de amigos que en la mía propia; pero también es cierto que tenía tesoros que nadie más tenía: mi tren Märklin, mis animales, mis Lego (todo lo que venía envuelto para regalo con cada una de las visitas de mi abuela checa).
Como me sentía, comparativamente, muy pobre -el colegio quedaba, queda, en Argüello, mis compañeros de aula vivían en El Cerro de las Rosas o en Alta Córdoba, yo vivía en un barrio obrero: Barrio Talleres (O)-, no desperdiciaba ocasión para hacer gala de mis tesoros.
Durante varios años me senté siempre con el mismo condiscípulo, Bernardo Pereyra, un chico rubio, amable, sin ninguna de las estridencias que asociamos con la infancia (y de las que yo, tanto como él, nos declarábamos por entonces prescindentes). Bernardo vivía en otra punta de la ciudad, por lo que nuestra relación sólo era posible en los larguísimos dobles turnos escolares.
Mi otro amigo de infancia, de quien alguna vez ya he hablado, era "el loco" Bergman, con quien jamás me habría sentado en el mismo banco porque sus excentricidades, incluso a mí, que era un niño pobre, responsable, pero excéntrico, me intimidaban.
Un día, Bernardo trajo, al arenero bajo los eucaliptus donde gustábamos entretenernos durante el recreo, una pareja deslumbrante de tigres de bengala de plástico, que se sumaron con naturalidad a la exhibición que yo cargaba en mi portafolios (no se usaban, todavía, las mochilas). Cada día, entre los dos, teníamos que inventar un relato que involucrara a las figuras que, azarozamente, habíamos elegido de nuestras colecciones, sin que el otro supiera nada de la elección de cada uno. Él tenía dinosaurios, animales africanos, también algunos ejemplares de los insípidos animalitos de granja. Cada día inventábamos entre los dos un universo en peligro de desaparición, un planeta, un ecosistema raro.
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No sé qué hubiera sido de mi infancia sin Bernardo. A veces éramos dos, a veces uno. Compartíamos el banco en el aula y en la sala de actividades especiales, eufemismo destinado a encubrir el hecho de que ninguno de los dos tomábamos clases de religión. La oferta del Colegio Alemán de Córdoba, por entonces, era moderadamente plural: podía uno anotarse en los cursos correspondientes a la fe protestante o en los que seguían los dictados de Roma. Como mi papá venía de un universo luterano y mi mamá de la más rancia tradición del kitsch católico, dejaron que yo eligiera (un niño pobre, responsable, excéntrico) el curso que más me entusiasmara. Me anoté, como Bernardo, en "actividades especiales". Él no podía hacer otra cosa (lo supe mucho después, pensando en el asunto): era judío. Yo lo acompañé porque lo quería.
Los dos amábamos la belleza con la misma intensidad, pero a mí se me escapaba. Todo en Bernardo era impecable, armónico, preciso. Su libro de lecturas parecía siempre nuevo mientras que el mío se me ajaba al segundo día de uso y ni las "orejeras" que me obligaban a ponerle impedían que las hojas se doblaran en sus ángulos. No sé por qué, también se me manchaban con tinta. Si algo me separaba de la felicidad, eso no era el alcoholismo de mi papá, del que fui progresivamente consciente, ni la pobreza que yo vivía como condena, ni los patéticos dramas en los que me veía involucrado por la intensidad meridional (ítalo-turca) de mi familia materna.
No, yo no podía ser feliz porque mi libro de lecturas era un desastre y el de Bernardo la versión inmaculada que yo nunca, nunca, nunca, jamás alcanzaría.
Un día tomé una decisión. Volví al aula durante el último recreo de la tarde, abrí el portafolios de Bernardo, saqué su libro de lecturas (sabía que no iba a notar de inmediato su falta porque usábamos el libro sólo de mañana) y lo guardé en el mío.
El ómnibus escolar que nos transportaba tardaba una hora en hacer el recorrido completo. Alejandra Castro se bajaba en la calle Chacabuco y yo, que sentía por ella una simpatía que entonces me parecía inexplicable, aprovechaba para dormir un poco hasta que llegábamos hasta mi casa, uno de los últimos destinos. Cuando llegué, me encerré en mi cuarto y saqué del portafolios mi libro de lecturas, ese asco, y el de Bernardo. Lo primero que tenía que hacer era cambiar el forro porque, si bien eran idénticos (papel araña azul), el mío tenía el rótulo con mi nombre, y el de Bernardo, no. Yo no estaba dispuesto a disfrutar del libro de Bernardo sólo por un rato, un día o dos, hasta que todo el mundo reconociera la impostura, sino para siempre. Escondí mi libro en un cajón recóndito. Con temblor, hojee el libro de Bernardo, cuya letra (ahora que lo pienso) presagiaba la misma elegancia por la que era famosa la de mi papá (que había escrito mis datos en los rótulos de todos mis libros y cuadernos). Fui borrando sus prolijas anotaciones hechas con lápiz. No quería que nadie pudiera darse cuenta de los hechos. No contento con el resultado, decidí que debía orejear las esquinas de las páginas, hasta que éstas se vieran como las de mi propio libro. Y, como tal vez ni siquiera eso alcanzara para disimular mi fechoría, borronee una firma con tinta en la retiración de contratapa, que después convertí en una mancha infame con la ayuda de un algodón humedecido. Sí, ahora el libro de Bernardo parecía mío*.
-----------------------------*Sí, ahora sé cuándo me abandonó la infancia. Al día siguiente, después de las inevitables pesquisas, me llamaron de la dirección. Pese a las evidencias acumuladas en mi contra me negué a confesar. Pero lloraba en silencio. Sabía que me había convertido en un perverso dialéctico, o en un un canalla, qué más da. Sabía que, a partir de entonces, la infancia sólo me habitaría como el otro que ya no podría ser, un moriturum, un muerto-vivo, un pequeño príncipe perdido en un laberinto de espejos que parecen asteroides distantes.
Nunca más jugué a los animales con Bernardo. Incluso, los perdí de vista.