Hay muchas razones por las cuales Conversación en Princeton. Andrés Di Tella: cine documental y archivo personal (Buenos Aires, Siglo XXI editora iberoamericana, 2006, ISBN 987-1013-47-7) es un libro precioso, un tesoro que no deberían ignorar (aunque es probable que lo hagan) los más agudos analistas de nuestro presente.
Yo diría, en pocas palabras, que toda la obra de Andrés Di Tella supone (y es precisamente eso lo que hace de ella un episodio inevitable de la producción artística contemporánea) un desesperado intento de inscribir el propio cuerpo en relación con todo lo que existe y lo es, sobre todo, su película última, la que Di Tella tiene actualmente entre manos: un vasto proyecto "ensayístico" (sé que Andrés no aprobaría del todo esta caracterización que, sin embargo, exploró teóricamente cuando comenzaba su carrera como cineasta) sobre la herencia maldita de su familia, la herencia hindú, que le viene por parte de Kamala Apparao, su madre, sobre el cual no cesan de aparecer a lo largo del libro (que es a la vez pretexto, comentario y cuaderno de bitácora de esa película por venir) las preguntas que, como un ritornello, hieren la conciencia del verdadero artista: ¿cómo decir? ¿qué sé yo?
La primera parte del libro es una larga conversación (¿con algunos inserts posteriores?) sobre la obra previa de Di Tella y el material "crudo" sobre el cual el cineasta trabaja actualmente. Que se trate de una "conversación" no es un dato menor, en este caso, porque es precisamente por eso que el diálogo nos involucra y nos tienta a intervenir todo el tiempo. Por ejemplo, nos obliga casi a tomar partido en contra de Andrés Di Tella y su obsesión por categorizar lo que hace como una forma más o menos liminar del documentalismo. ¿A qué responde ese prejuicio que Paul Firbas y Pedro Meira Monteiro le reprochan tímidamente? ¿Es que Di Tella, lector exquisito, espectador atentísimo del nuevo cine, irreprochable escritor él mismo, piensa que los problemas en relación con el archivo, la memoria, el yo y el testimonio no involucran también a la ficción (y sus formas liminares: esas novelas que constituyen el pan nuestro de cada día, esas películas que nos arrastran en la marea de yoísmo sin las cuales, nos parece, el presente no podría ser pensado)?
Más bien pareciera que, por el lado del archivo, el testimonio y lo documental, A. D. T. quisiera poner límites al "arte" que, como todo el mundo sabe, es el enemigo declarado de todo artista de verdad. Como si viera la acechanza de ese animal de innumerables cabezas, el kitsch, que desde su temprana juventud lo atemoriza ("¿A qué le tengo miedo? Ir en esa dirección", pág. 119).
"¿Artista yo? ¡Ni por broma!", parecen decir cada una de las páginas de este libro que podría interpretarse como un episodio de militancia contra lo Imaginario y sus secuelas. Y tal vez esté bien que así sea. Si hoy el arte no nos resulta totalmente intolerable en cada una de sus imposturas es por el acto sacrificial que, heroicamente, algunos están dispuestos a sostener hasta sus últimas consecuencias:
"El gesto autobiográfico", escribe Di Tella, "no es de narcisismo, como suele decirse sin pensar, sino por el contrario de generosidad e inclusive de sacrificio: se sacrifica la propia privacidad, se generan problemas con la familia y con los que nos rodean en la vida. Es un regalo para los demás, para los que no conocemos. Y un legado: «Tomen mi vida, les pertenece». Un filme autobiográfico es un acto de responsabilidad" (pág. 119)
La segunda parte del libro reúne una serie de textos a propósito de Viaje al país de mi madre, la película en la que Di Tella actualmente trabaja (que puede llamarse así o también Fotografías: sin haberla visto, a mí me gusta más el primer nombre) con la conciencia de la imposibilidad (proustiana) de esa exploración de la conciencia de sí (y de los otros).
Esos textos (apuntes en una libreta, reflexiones más articuladas) son necesarios al proyecto que Di Tella encara no tanto porque lo expliquen (ésa sería su característica más débil) sino porque señalan su exceso respecto del documental: la propia memoria familiar, la que Di Tella está interrogando, es, al mismo tiempo, un viaje hacia el pozo sin fondo de las inquietantes preguntas a propósito de qué significa ser argentino y qué, ser moderno. Y para formularlas, como escribe, en relación con otros temas, "voy de la historia nacional a la historia familiar, ida y vuelta, de lo público a lo muy privado" (pág. 154). No es tanto que Di Tella se arrogue el derecho de responderlas, sino que reclama para sí la pertinencia de formularlas desde un lugar excéntrico (la conciencia de quien ha pasado su infancia a la sombra de la vileza, estigmatizado como un wog: "la sigla que usaban los ingleses para referirse a los hindúes occidentalizados, o que pretendían occidentalizarse, vistiendo traje y corbata y hablando inglés. W.O.G. era Western Oriental Gentleman (...), el peor insulto imaginable", pág. 120).
Esa excentricidad y la ambición que invulcra el proyecto (ser el hijo privilegiado del presente) excede al film o, más bien: necesita del libro para completar una experiencia que, de otro modo, caería como una gota de lluvia en el agua.
Paul Celan sabía que "Sólo en la lengua materna se puede decir la verdad. En una lengua extranjera, el poeta miente". Aún con la sospecha de que su intento tal vez sea desesperado, Andrés Di Tella ha salido en busca de esa lengua materna que lo acerque a la verdad. La suya, y la de todos. Lo único que importa, ¿o no?, en relación al arte de verdad.
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La otra noche mi padre...
Andrés Di Tella
Lo que sigue es parte de un texto (más largo) que escribí hace unos cuatro o cinco años en un cuaderno de ideas, mezclado con otros textos y otros proyectos, y que está en el origen de la película.
La otra noche mi padre me pasó unas fotos. En realidad se las dio a Cecilia, mi mujer, mientras yo hablaba con otros invitados a una comida en su casa. Las seleccionó de unos sobres donde las tenía y las fue colocando en un álbum, describiéndole a Cecilia cada una, para que después me las pasara a mí. El problema es que después Cecilia no podía recordar las circunstancias exactas de cada foto, con lo que yo me quedaba de alguna forma solo con ellas, como si las hubiera descubierto en un viejo baúl y ya no tuviera a quién preguntarle ninguna aclaración.