Un contrayente es un ciudadano francés que, gracias al acto, podrá tener residencia permanente en la Argentina; es la quinta unión homosexual que se celebra en el país.
viernes, 30 de abril de 2010
jueves, 29 de abril de 2010
martes, 27 de abril de 2010
lunes, 26 de abril de 2010
Otra denuncia estremecedora
El astrofísico Stephen Hawking afirmó que los extraterrestres casi seguramente existen, pero que los humanos deben evitar el contacto con ellos.
El científico advirtió que los "aliens" posiblemente harían una incursión en la Tierra para proveerse de recursos y luego se irían.
El científico advirtió que los "aliens" posiblemente harían una incursión en la Tierra para proveerse de recursos y luego se irían.
domingo, 25 de abril de 2010
Guía de lectura
Lea atentamente la columna "El trollerío K" y responda las siguientes consignas:
1. Semiología y análisis del discurso
1.1. De los seis párrafos de los que consta el texto, señale cuáles estructuran la argumentación y cuáles la ilustran.
1.1. De los seis párrafos de los que consta el texto, señale cuáles estructuran la argumentación y cuáles la ilustran.
1.2. Determine si la expresión "los poderes del mundo" con la que se cierra el segundo párrafo, por su estructura gramatical puede designar a un poder, corriente o movimiento en particular.
1.3. Analice el valor del "ejemplo" en el esquema argumentativo. ¿De qué clase es el ejemplo? ¿Se trata de un particular o de un universal? ¿O, como sostiene Giorgio Agamben, se trata de una noción que excede por completo la dialéctica de lo universal y lo particular, una singularidad ejemplar? Relacionar con la invocación a "el azar".
1.4. Ensayo sobre el barroco: desarrolle a partir de la obra de Antonio Maravall y Severo Sarduy.
1.5. ¿Cuál expresión es más metáforica o ambigua?: "El trollerío K" o "el lugar de enunciación es siempre el mismo y uno solo: el odio y el terror".
1.6. Determine, a partir de las respuestas anteriores, cuál es el tema de la columna (reexamine, para ello, el primer párrafo y el último).
1.6.1. Suprima, en el texto, los párrafos 3 a 5 y señale si la argumentación se sostiene.
1.6.1. Suprima, en el texto, los párrafos 3 a 5 y señale si la argumentación se sostiene.
1.7. Determine, teniendo en cuenta la respuesta anterior, cuál es la posición del firmante. Señale, en el texto, marcadores de subjetividad.
2. Comunicación y cultura
2.1. ¿Pueden, quienes escriben en la prensa gráfica, contestar a sus lectores (devolviéndoles la interpelación) o deben ignorarlos? Desarrollar. Cfr. la experiencia de Pier Paolo Pasolini.
2.2. ¿Deben, los lectores, leer atentamente lo que los medios publican o, sencillamente, deben dejarse llevar por sus "emociones" "espontáneas"?3. Taller literario:
Escriba un breve relato protagonizado por la entidad "troll", que muestre cómo y por qué (como el texto leído sostiene) el troll carece de identidad (política e ideológica) y da exactamente lo mismo que sostenga que "con la Dictadura estábamos mejor" o que "Luis Majul es un cipayo". El relato debe mostrar al troll como lo que es: no un organizador del campo discursivo, sino una herida abierta en él.
sábado, 24 de abril de 2010
El trollerío K
por Daniel Link para Perfil
Un troll es un operador de discurso al que no se le puede adjudicar carácter, personalidad, que no sostiene ideas ni del que pueda deducirse una identidad. De allí que su anonimia le sea constitutiva: ¿qué importancia tiene el nombre si lo que el troll excreta es apenas el suplemento de una operación mecánica de busca más o menos refinada?
Mucho se discute sobre la virulencia de los comentarios en las versiones digitales de los diarios: el troll es, en efecto, una especie violenta y antropófaga. Para evitar ser víctima de la carnicería discursiva que propician (el azar, como tantas otras veces, me regaló esta enseñanza), basta evitar las palabras y frases que el trollerío pone en sus buscadores por indicación de sus patrones (el troll es un empleado, nunca bien pago y a veces ad honorem, de los poderes del mundo).
Hace un par de semanas, cometí la torpeza de escribir en esta columna la frase “abuelas que envenenan...”. El impacto fue instantáneo: el trollerío K se abalanzó sobre mi columna con sed de sangre para descubrir, con cierta estupefacción, que mi columna no se refería a las Abuelas de Plaza de Mayo (ni mucho menos: tengo un primo hermano desaparecido).
Pero como el recorrido ya había sido hecho (y había que completar alguna planilla digital, seguramente), el trollerío K de todos modos se expidió: no se entiende nada, ¡no sé qué decir! ¡¡por qué publican esto!! ¡¡¿¿Estás tomando pastillas??!!
Es el barroco, queridos trolls, que vuelve siempre con sus volutas espiraladas y sus amaneramientos de corte y sus chiaroscuri y sus insinuaciones. Y para entender esa superviviencia, basta con consultar cualquier historia de la censura en Occidente.
Como se sabe, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos almacenará la base de datos de Twitter que, puesta a disposición de cualquier investigador, podría convertirse en un archivo “de todo lo que creemos saber sobre el mundo y de nuestra relación con él”. Además de un poco paranoica, la hipótesis es ingenua: es como si hiciera falta leer los enunciados de millones de emisores para darse cuenta de que el lugar de enunciación es siempre el mismo y uno solo: el odio y el terror.
Un troll es un operador de discurso al que no se le puede adjudicar carácter, personalidad, que no sostiene ideas ni del que pueda deducirse una identidad. De allí que su anonimia le sea constitutiva: ¿qué importancia tiene el nombre si lo que el troll excreta es apenas el suplemento de una operación mecánica de busca más o menos refinada?
Mucho se discute sobre la virulencia de los comentarios en las versiones digitales de los diarios: el troll es, en efecto, una especie violenta y antropófaga. Para evitar ser víctima de la carnicería discursiva que propician (el azar, como tantas otras veces, me regaló esta enseñanza), basta evitar las palabras y frases que el trollerío pone en sus buscadores por indicación de sus patrones (el troll es un empleado, nunca bien pago y a veces ad honorem, de los poderes del mundo).
Hace un par de semanas, cometí la torpeza de escribir en esta columna la frase “abuelas que envenenan...”. El impacto fue instantáneo: el trollerío K se abalanzó sobre mi columna con sed de sangre para descubrir, con cierta estupefacción, que mi columna no se refería a las Abuelas de Plaza de Mayo (ni mucho menos: tengo un primo hermano desaparecido).
Pero como el recorrido ya había sido hecho (y había que completar alguna planilla digital, seguramente), el trollerío K de todos modos se expidió: no se entiende nada, ¡no sé qué decir! ¡¡por qué publican esto!! ¡¡¿¿Estás tomando pastillas??!!
Es el barroco, queridos trolls, que vuelve siempre con sus volutas espiraladas y sus amaneramientos de corte y sus chiaroscuri y sus insinuaciones. Y para entender esa superviviencia, basta con consultar cualquier historia de la censura en Occidente.
Como se sabe, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos almacenará la base de datos de Twitter que, puesta a disposición de cualquier investigador, podría convertirse en un archivo “de todo lo que creemos saber sobre el mundo y de nuestra relación con él”. Además de un poco paranoica, la hipótesis es ingenua: es como si hiciera falta leer los enunciados de millones de emisores para darse cuenta de que el lugar de enunciación es siempre el mismo y uno solo: el odio y el terror.
viernes, 23 de abril de 2010
Dicen que...
Mad Professor
por Álvaro Bisama para Dossier, 11 (Santiago de Chile: marzo de 2010)
Link construye cualquier cosa menos hagiografías. Por el contrario lo que está detrás de su obra son las preguntas sobre cómo testimoniar la confusión presente, sobre cómo escribir nuestro blog privado de ella. En esas preguntas se complejiza los límites formales y éticos de los géneros literarios pero también la relación entre literatura y compromiso. Link hace esa pregunta haciendo que sus textos sean los del testigo que no para de mirar y anotar sobre el paisaje que le rodea y protagoniza, acuciado por la urgencia de hacer calzar esa escritura con la velocidad luz de algo que se fuga a cada segundo pero que también se fisura en el silencio. Están ahí los fantasmas instantáneos y el ectoplasma de la política, el deseo, las ciudades, las bibliotecas y el trash de todo tipo, de los modos de la alegría y de las infinitas formas de la catástrofe.
El texto completo de Álvaro Bisama, acá.
por Álvaro Bisama para Dossier, 11 (Santiago de Chile: marzo de 2010)
Link construye cualquier cosa menos hagiografías. Por el contrario lo que está detrás de su obra son las preguntas sobre cómo testimoniar la confusión presente, sobre cómo escribir nuestro blog privado de ella. En esas preguntas se complejiza los límites formales y éticos de los géneros literarios pero también la relación entre literatura y compromiso. Link hace esa pregunta haciendo que sus textos sean los del testigo que no para de mirar y anotar sobre el paisaje que le rodea y protagoniza, acuciado por la urgencia de hacer calzar esa escritura con la velocidad luz de algo que se fuga a cada segundo pero que también se fisura en el silencio. Están ahí los fantasmas instantáneos y el ectoplasma de la política, el deseo, las ciudades, las bibliotecas y el trash de todo tipo, de los modos de la alegría y de las infinitas formas de la catástrofe.
El texto completo de Álvaro Bisama, acá.
jueves, 22 de abril de 2010
Formas de la subjetividad
por Ana Porrúa para bazaramericano.com (¿concesión de franchising?)
También es recurrente en el libro (El tesoro de la lengua de Ariel Schettini) la relación entre género (literario o discursivo) y género sexual: como subjetividad asociada a este último, de hecho, se lee gran parte del corpus, tal vez de manera forzada en relación a “La higuera” de Juana de Ibarbourou y con más precisión en los poemas de Sor Juana, Nervo, Lezama Lima, Arenas o Maquieira.
El texto completo puede leerse acá.
También es recurrente en el libro (El tesoro de la lengua de Ariel Schettini) la relación entre género (literario o discursivo) y género sexual: como subjetividad asociada a este último, de hecho, se lee gran parte del corpus, tal vez de manera forzada en relación a “La higuera” de Juana de Ibarbourou y con más precisión en los poemas de Sor Juana, Nervo, Lezama Lima, Arenas o Maquieira.
El texto completo puede leerse acá.
miércoles, 21 de abril de 2010
¡Otra denuncia estremecedora!
En la inauguración de la cumbre social que celebra en su país para discutir sobre el cambio climático, Evo Morales cargó contra los pollos que son engordadas con hormonas femeninas y aseguró que era información probada.
"El pollo que comemos está cargado de hormonas femeninas. Por eso, cuando los hombres comen esos pollos, tienen desviaciones en su ser como hombres", aseguró Morales.1) Me complace profundamente la explicación etimológico-genética del dicho "Más puto que las gallinas".
2) ¡Menos mal que yo no como pollo (dije "pollo", sí, no "polla").
Preterición (correspondencia)
"Colgaron en este sitio tres traducciones de Bukowski que hice con una amiga, y me tomo el atrevimiento de pasarle el enlace por si acaso le interesara curiosearlas... lo juro, esto no es autobombo, no quiero que pegue el enlace en su blog, nada de eso."
Gracias, Javier: los nostálgicos de los ochenta (entre los que no me cuento), sin duda agradecidos. Abrazo
Gracias, Javier: los nostálgicos de los ochenta (entre los que no me cuento), sin duda agradecidos. Abrazo
martes, 20 de abril de 2010
Chorra paqueta
Como cualquier snob que se precie de tal sabe, el arquitecto Norman Foster construye un edificio en Buenos Aires, obra considerablemente retrasada por la crisis internacional.
Para una interiorización sobre el proyecto, un grupo de avisad@s de Buenos Aires fue invitado a Londres para conversar con el arquitecto en su mismo estudio, sito en el consolador gigante, tan emblemático de la ciudad.
Cuando el contingente ya se retiraba en la preciosa van que les habían alquilado, quien coordinaba el encuentro recibió un llamado perentorio del mismísimo Premio Príncipe de Asturias, que decía: "una persona de tu comitiva se robó un portfolio de mi estudio".
No se pudo negar nada. Allí, sobre el escritorio, estaban las fotografías de las cámaras de seguridad que mostraban los hechos: "Aquí agarra el portfolio, aquí lo guarda en una bolsa de Harrods, aquí se lo está llevando".
Demudada, la persona responsable de haber introducido una forma tan baja de criminalidad (y tan estúpida) en el estudio de la estrella arquitectónica del momento, ideó su mini Misión Imposible: robó la llave de la habitación del hotel de la fotografiada, encontró el portfolio y lo devolvió sin pronunciar acusación alguna.
Es así: la chorra paqueta no reconoce fronteras.
(anterior)
Para una interiorización sobre el proyecto, un grupo de avisad@s de Buenos Aires fue invitado a Londres para conversar con el arquitecto en su mismo estudio, sito en el consolador gigante, tan emblemático de la ciudad.
Cuando el contingente ya se retiraba en la preciosa van que les habían alquilado, quien coordinaba el encuentro recibió un llamado perentorio del mismísimo Premio Príncipe de Asturias, que decía: "una persona de tu comitiva se robó un portfolio de mi estudio".
No se pudo negar nada. Allí, sobre el escritorio, estaban las fotografías de las cámaras de seguridad que mostraban los hechos: "Aquí agarra el portfolio, aquí lo guarda en una bolsa de Harrods, aquí se lo está llevando".
Demudada, la persona responsable de haber introducido una forma tan baja de criminalidad (y tan estúpida) en el estudio de la estrella arquitectónica del momento, ideó su mini Misión Imposible: robó la llave de la habitación del hotel de la fotografiada, encontró el portfolio y lo devolvió sin pronunciar acusación alguna.
Es así: la chorra paqueta no reconoce fronteras.
(anterior)
lunes, 19 de abril de 2010
La emboscadura
FLIA
13º FERIA DEL LIBRO INDEPENDIENTE
y AUTOGESTIVA
auntónoma, amiga, anárquica, amorosa, almibarada
13º FERIA DEL LIBRO INDEPENDIENTE
y AUTOGESTIVA
auntónoma, amiga, anárquica, amorosa, almibarada
Te invitamos a participar, a sumarte, generar,
crear, proyectar, divagar, soñar en la...
13va FLIA
editoriales independientes - fanzines - revistas- libros - escritorxs - encuadernadorxs - fotógrafxs -
historietistas - poetas - performances - huertistas - radios - aldeas - colectivos de difusión - músicxs
historietistas - poetas - performances - huertistas - radios - aldeas - colectivos de difusión - músicxs
SÁBADO 1 y DOMINGO 2 de MAYO
FERIA DEL LIBRO INDEPENDIENTE y (A)
en el ESTACIONAMIENTO RECUPERADO POR SUS ESTUDIANTES DE LA FAC de SOCIALES
AZCUENAGA 933 (entre paraguay y m.t. de alvear)
*****
La feria del libro independiente es un espacio alternativo, un encuentro importante para mucha gente que impulsa y genera otra forma de hacer, vivir y consumir cultura. Un espacio de libre participación, sin sponsors ni marcas.
*****
CONVOCATORIA ABIERTA A PARTICIPAR
PUESTOS flia.stands@gmail.com
ARTES VISUALES flia.artevisual@gmail.com
PROYECCIONES flia.proyecciones@gmail.com
CHARLAS flia.charlas@gmail.com
ESCENARIO flia.escenario@gmail.com
COBERTURA flia.cobertura@gmail.com
RADIO flia.radio@gmail.com
LIMPIEZA somos todxs
Anticipo
Imagen: Cristina García Rodero
Advertencia
por Matilde Sánchez
Esto es una carta, de ningún modo es una novela —nada más alejado de una novela, con sus falsas pistas y líneas de suspenso. Una carta dirigida a un único destinatario y por elevación, a la humanidad.
O quizá sí, a fin de cuentas. Mientras doy las últimas puntadas al daño final, me permito cierto relativismo en los conceptos: será una carta con una pendiente a la novela negra, una novela de amor negro y suspenso legal, un thriller psicológico —un documental dirigido por el realizador greco-argentino Juan C. Stephanides y presentado en una cátedra de psiquiatría.
Será una novela con una dedicatoria. O será lo que más les guste.
Cuánto ansié el adiós definitivo la noche del segundo daño, mientras acunaba la mano derecha contra el corazón, en el centro de mi calor vital, como a un cachorro nacido muerto al que se quiere revivir —fricciones, fricciones, ¡vamos, a respirar!, cierta vez mis manos hicieron ese truco. Cuánto anhelé que un granizo del tamaño de huevos de avestruz lo lapidase en medio del parque, en lugar de esa gentil helada que borraba de su ropa la mancha del delito. Cómo deseé que lo detuvieran allí mismo, un pogrom le deseé, el toque de queda, un grupo de asalto salido de un auto siniestro con armas y puños para extraer de él la confesión, el interminable rosario de nombres, y que al final, en el tramo más sangriento del suplicio, con un hilo de voz y el último aliento sofocado, cuando la verdad valiera ya tan poco, se dijera enamorado: con el cuerpo tenso a su máxima extensión, a un paso de la muerte, Víctor vería en mí a la Virgen del Cadalso.
A merced de mi piedad, ¡cómo me amaría!
Adelante, conozcan al sentenciado en el amanecer de la ejecución. A la nueva estirpe de adictos, tendrán su alimento. Aquí está, merodeador de la red, tu dosis de rencor e intimidades: voy a contártelo todo al modo de un informativo, sin ahorrar en crímenes, atascos de tránsito ni salpicaduras, sin imponer una sola distorsión a la materia. Esta vez será cien por ciento verdadera, cruenta, injuriosa, sexual.
Ahora bien, seamos realistas, quién sabe si esta carta o novela será mi última acción o si guardo planes ulteriores cuando yo misma me lo pregunto; quizá de modo inconsciente todavía, estoy al mando de una máquina de castigos a repetición, daños de aquí en más, daños de por vida, por así decir, en la serie del daño periódico. Él me haría juicio si mi trampa no fuera consistente y sus errores no hubieran sido garrafales, como si no conociera yo su corazón belicoso. De haber estado él en plena legalidad, en blanco, según se dice, podría invocar estatutos de protección al buen nombre y honor de los individuos, al prestigio de las instituciones impolutas etcétera. No podrá. Desmentir o atacar esta obra no hará otra cosa que abultar mi erario. En caso de que algo llegara a sucederme, ya sabrán la Justicia y mis familiares por dónde comenzar la pesquisa. Nota bene: si en algún pliegue inconfesado de estas páginas alguien cree ver un tributo, será mejor que lo descarte. Es que me propongo jugar con lo más sagrado de esta persona, su vanidad.
Es probable que al ver la luz estas páginas, Víctor se lance a una campaña de difamación, si es que no lo hizo ya. Qué no diría de mí, qué infundios, a cuál más vergonzante, no habrá hecho correr en estos doce meses de ausencia. Al principio las calumnias no provendrán de él, destacará emisarios intachables para difundirlas, me caerá encima con todo su aparato.
Después soltará comentarios casuales sin vehemencia, tal como ya comenzó a hacer en previsión de mis acciones; predicará en mi contra cada día durante años, el infundio querrá horadar la piedra, neutralizar mi alegato y negarme credibilidad —¡delito de negacionismo! Dirá que soy corrupta, extorsiva, una ludópata perdida, sidosa y adicta; hablará de mi boca cariada y más abajo en la escala, ladrona y avara, coprófaga, usurera, deudora morosa y por último, fúlmine —¡delito de difamación! O peor aún, querrá hacer del defecto virtud y atajarse cantando mis loas: mencionará la excitación que le producía mi astucia, mi precisión en la tarea más exigente, mi habilidad para sortear el lugar común y educir la perla en medio del fárrago. Blablablá. No presten oídos a nada de lo que él diga. Qué sería de la Justicia si lo encargáramos todo a la transmisión oral, quién sabría defendernos; qué sería de mí sin esta memoria de los hechos, que somete al Fiscal un orden ciego y reúne las pruebas por escrito.
Al estimado lector: abstenerse de continuar si desdeña la invectiva. Será mejor cerrar este libro y canjearlo por cualquier novelita policial antes de que se estropeen las hojas. Y sin embargo, ya verán, Víctor tiene la fortuna de que yo tenga un alma buena. Nos busca así, señores del Jurado, incapaces de matar una mosca —no, me digo, ¡no por ahí, imbécil! Aquí no hay una ninfa ni un tribunal, apenas un manuscrito —no hay más crimen que tu desamor ni más delito que mi idiotez. Así que nos estamos viendo, Víctor, ando otra vez de visita y me traigo algo entre manos.
Un regalo, qué ilusión, qué será... ¿Una corbata de diseñador con un gran moño de seda, una novela inglesa del siglo XIX, una carta con polvitos venenosos? Un artefacto de detonación para acabar con la mentira.
Abran cancha, entonces, dejen pasar, aquí venimos.
Y una última advertencia: no esperen una historia de amor sino su antítesis. Yo nunca me enamoré de Vic, apenas me volví adicta a su constancia. Aténganse a lo que les tengo reservado y créanme que no exagero. Como escribe Marco Polo, apenas cuento la mitad de lo que vi.
domingo, 18 de abril de 2010
Miré los muros de la patria mía...
Como siempre es penoso que alguien hable bien de su propia actuación, me apresuro a subrayar aquellas épocas gloriosas de la fundación del Festival de Cine Independiente, con Andrés Di Tella como su director.
No sé si Andrés lo recordará, pero este blog le debe mucho y es bueno que se sepa: hace tantos años (en el comienzo del tiempo y el nacimiento de las eras), nos reuníamos con Andrés y Alan Pauls en un departamento (si no recuerdo mal) de la calle Las Heras, para preparar una revista ¡sobre cine!
Durante días y meses fuimos dando forma a las secciones en charlas un poco bizantinas en las que todo era una transacción entre nuestros gustos personales, nuestro snobismo y un deseo irrefrenable de intervenir públicamente. Una de las secciones, defendida y titulada por Andrés, para esa revista que sólo existió en potencia (salieron varios números imaginarios, todos ellos excelentes) era "Diario de un televidente", que yo robé para este blog.
Muchos años después, Andrés fue llamado ("convocado" tiene una connotación militar que no viene al caso, sobre todo cuando se trata de una interpelación que, en algún sentido -un sentido agambeniano, pastoral- disuelve toda vocación) para inventar el BAFICI (cuya denominación, entonces, no estaba tan establecida en ese siglerío que siempre sonará a MANLIBA).
No hace falta recordar a los formalistas rusos, pero lo cierto es que el momento más alto de un género (o de una institución, como en este caso) es su momento fundacional. Todo lo que viene después es ya epigonal o decadencia y debe juzgarse en relación con ese big bang que pone sobre el mundo lo que antes había sido una pura potencia (¿cuánto habrá en el BAFICI de hoy de aquellas charlas en la calle Las Heras?).
Yo fui un espectador fiel de las dos primeras ediciones del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (al que llamábamos, sencillamente, Festival) y después, cuando la política consideró que Andrés era, tal vez, demasiado exquisito (por su formación, por sus gustos, por sus expectativas) para ese espacio, dejé de ir (salvo cuando amigos estrenan allí sus ejercicios audiovisuales) y, con los años, me convertí en un fervoroso detractor del BAFICI (no tiene sentido, ahora, detenerme en mis argumentos).
Andrés rememora sus discusiones de entonces con Darío Lopérfido. Yo también discutí con Darío, y mucho, algunas de sus políticas, pero al menos siempre fue claro para mí que, en aquel entonces, había una discusión posible (y, al mismo tiempo, necesaria) sobre políticas culturales e, incluso, siempre comparé los dos festivales porteños promovidos por Darío (el de cine y de artes performativas) como modelos que la Feria del Libro debería haber seguido alguna vez. Más allá de los pareceres personales (y los razonamientos políticos), en su momento esos festivales produjeron una transformación en la percepción y en la producción de las artes que consideraban (la Feria nunca aspiró a algo semejante y, por cierto, jamás lo consiguió), y eso siempre es prometedor (que hoy no pueda sostenerse la misma certeza es tal vez algo que habría que poner a jugar con la decadencia irremediable de la cultura contemporánea, independientemente de los países que se consideren).
Pero no quiero ponerme plañidero y rasgarme las vestiduras por los tiempos idos, porque conviene siempre mirar hacia adelante y si me detuve en este instante para mirar hacia atrás fue sabiendo secretamente (como Orfeo) que pondría en peligro precisamente aquello que quería salvar del infierno. Andrés fue el mejor director de ese festival hoy muy decadente, muy autocelebratorio, muy endogámico. Sea.
Pero lo que debemos preguntarnos es qué hacer hoy con nuestras experiencias, nuestros sueños y nuestros delirios: no encerrarlos en el aislamiento celeste, sino ponerlos a chirriar por las calles... No sé, algo de pánico, de embriaguez y de disturbio.
No sé si Andrés lo recordará, pero este blog le debe mucho y es bueno que se sepa: hace tantos años (en el comienzo del tiempo y el nacimiento de las eras), nos reuníamos con Andrés y Alan Pauls en un departamento (si no recuerdo mal) de la calle Las Heras, para preparar una revista ¡sobre cine!
Durante días y meses fuimos dando forma a las secciones en charlas un poco bizantinas en las que todo era una transacción entre nuestros gustos personales, nuestro snobismo y un deseo irrefrenable de intervenir públicamente. Una de las secciones, defendida y titulada por Andrés, para esa revista que sólo existió en potencia (salieron varios números imaginarios, todos ellos excelentes) era "Diario de un televidente", que yo robé para este blog.
Muchos años después, Andrés fue llamado ("convocado" tiene una connotación militar que no viene al caso, sobre todo cuando se trata de una interpelación que, en algún sentido -un sentido agambeniano, pastoral- disuelve toda vocación) para inventar el BAFICI (cuya denominación, entonces, no estaba tan establecida en ese siglerío que siempre sonará a MANLIBA).
No hace falta recordar a los formalistas rusos, pero lo cierto es que el momento más alto de un género (o de una institución, como en este caso) es su momento fundacional. Todo lo que viene después es ya epigonal o decadencia y debe juzgarse en relación con ese big bang que pone sobre el mundo lo que antes había sido una pura potencia (¿cuánto habrá en el BAFICI de hoy de aquellas charlas en la calle Las Heras?).
Yo fui un espectador fiel de las dos primeras ediciones del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (al que llamábamos, sencillamente, Festival) y después, cuando la política consideró que Andrés era, tal vez, demasiado exquisito (por su formación, por sus gustos, por sus expectativas) para ese espacio, dejé de ir (salvo cuando amigos estrenan allí sus ejercicios audiovisuales) y, con los años, me convertí en un fervoroso detractor del BAFICI (no tiene sentido, ahora, detenerme en mis argumentos).
Andrés rememora sus discusiones de entonces con Darío Lopérfido. Yo también discutí con Darío, y mucho, algunas de sus políticas, pero al menos siempre fue claro para mí que, en aquel entonces, había una discusión posible (y, al mismo tiempo, necesaria) sobre políticas culturales e, incluso, siempre comparé los dos festivales porteños promovidos por Darío (el de cine y de artes performativas) como modelos que la Feria del Libro debería haber seguido alguna vez. Más allá de los pareceres personales (y los razonamientos políticos), en su momento esos festivales produjeron una transformación en la percepción y en la producción de las artes que consideraban (la Feria nunca aspiró a algo semejante y, por cierto, jamás lo consiguió), y eso siempre es prometedor (que hoy no pueda sostenerse la misma certeza es tal vez algo que habría que poner a jugar con la decadencia irremediable de la cultura contemporánea, independientemente de los países que se consideren).
Pero no quiero ponerme plañidero y rasgarme las vestiduras por los tiempos idos, porque conviene siempre mirar hacia adelante y si me detuve en este instante para mirar hacia atrás fue sabiendo secretamente (como Orfeo) que pondría en peligro precisamente aquello que quería salvar del infierno. Andrés fue el mejor director de ese festival hoy muy decadente, muy autocelebratorio, muy endogámico. Sea.
Pero lo que debemos preguntarnos es qué hacer hoy con nuestras experiencias, nuestros sueños y nuestros delirios: no encerrarlos en el aislamiento celeste, sino ponerlos a chirriar por las calles... No sé, algo de pánico, de embriaguez y de disturbio.
sábado, 17 de abril de 2010
Nanas del centenario
por Ignacio Echevarría para El cultural.es
A finales del pasado mes de marzo, durante una escueta ceremonia celebrada en la Universidad de Alicante, la vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, hizo entrega a los familiares y herederos de Miguel Hernández de una Declaración de Reparación y Reconocimiento Personal destinada, al parecer, a “dignificar” y “rehabilitar” la memoria del poeta. Para la vicepresidenta primera del Gobierno la declaración supuso “un desagravio a quienes vivieron situaciones de persecución y violencia durante la Guerra Civil española y la dictadura”, y la ceremonia en sí constituyó, dijo, “una reafirmación de los valores en los que creyó Miguel Hernández”.
Produce cierta grima oír de boca de la señora vicepresidenta, así vestida y peinada, una apreciación de este porte. Tanto más si se piensa que está hecha sin cinismo alguno por su parte.
Hasta donde es posible averiguar, los valores en que creyó Miguel Hernández, aquéllos por los que combatió y en definitiva murió, se reúnen bajo dos grandes titulares: República y comunismo. ¿Rondaba por la cabeza de la señora vicepresidenta, durante la ceremonia mencionada, alguno de estos dos conceptos? Seguramente no. Lo que ella hizo fue traducirlos a la jerga humanitarista de la tecnosocialdemocracia, y poner como ejemplo de dichos valores “la defensa de la libertad, el rechazo de la opresión o la rebeldía ante la injusticia”.
Nadie duda de que Miguel Hernández hubiera suscrito, en efecto, estas actitudes esenciales, de modo que no tiene sentido impugnar las palabras de la señora vicepresidenta. Ocurre simplemente que, formulados de manera tan amplia, “los valores en los que creyó Miguel Hernández” vienen a ser los mismos que en la actualidad aseguran defender -por poner sólo unos ejemplos- Hugo Chávez, Barack Obama, Benedicto XVI o, ya puestos, Mariano Rajoy, además de la señora vicepresidenta, así vestida y peinada. De lo que se deriva una merma significativa del valor simbólico que pretende atribuirse a una Declaración como la escenificada en la Universidad de Alicante, en una ceremonia en la que parece que se hallaba presente, entre otras autoridades, la alcaldesa de Orihuela, municipio gobernado por una amplia mayoría del PP al que se debe el patrocinio -¡con vistas a la celebración del centenario!- de un bochornoso poemario que manipula burdamente los versos de Miguel Hernández para encomiar las figuras de la alcaldesa misma, Mónica Lorente, o de Esperanza Aguirre, y execrar a políticos como Santiago Carrillo o Zapatero.
El centenario de Miguel Hernández está dando ocasión para reiterar el concepto ecuménico y populista de la cultura que, más que nadie, contribuyeron a fomentar los gobiernos socialistas. Quienes han impulsado la Ley de Memoria Histórica vienen a ser los mismos que en su día conllevaron la tan aplaudida transición a la democracia mediante un pacto de resignación y de olvido. No deja de resultar irónico que intenten ahora reparar ese olvido y obtener de ello un beneficio político. Lo irritante es que pretendan hacerlo con el mismo talante ecuménico y populista.
Si se trata, como afirma la declaración de marras, de una Reparación y Reconocimiento Personal de la figura de Miguel Hernández, habría que empezar por asumir que lo que “personaliza” su caso, lo que lo distingue de muchos otros -de muy vario signo político- que también “vivieron situaciones de persecución y violencia durante la Guerra Civil española”, es su abrazo a las causas de la República y del comunismo. Cabe contextualizar el contenido político de esas causas y aspirar de este modo -artera o bobamente-a relativizarlas. Pero de ahí a constituir una Comisión Nacional del Centenario del Nacimiento de Miguel Hernández cuya presidencia de honor recae en los reyes de España hay un paso que era preferible no dar. Y si es cierto, como dijo la señora vicepresidenta, así vestida y peinada, que “todos nos reconocemos y nos encontramos” en la obra de Miguel Hernández “porque todos compartimos ese mismo rechazo a cualquier forma de opresión, esa misma rebelión ante la injusticia y esa determinación de soñar y crear un país más digno, un mundo mejor”, entonces no acierta uno a comprender, la verdad, para qué tanta restitución y tanta cháchara.
Se dice, y bien está, que la cultura es memoria. De la memoria maquillada y trivializada con que se reivindican ahora la personalidad y la obra de Miguel Hernández cabe, así, deducir la pobre y recortada idea de cultura que se alienta en la actualidad, tendenciosamente despolitizada.
Los herederos del poeta reclaman que se anule la injusta condena a muerte que “pesa como una losa” sobre su memoria. Pero si esa losa va a ser sustituida por otra, más pesada aún, que lo conmemora como letrista de canciones de Serrat, mejor sería dejar la tumba como está.
(¡gracias, Fogwill!)
A finales del pasado mes de marzo, durante una escueta ceremonia celebrada en la Universidad de Alicante, la vicepresidenta primera del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, hizo entrega a los familiares y herederos de Miguel Hernández de una Declaración de Reparación y Reconocimiento Personal destinada, al parecer, a “dignificar” y “rehabilitar” la memoria del poeta. Para la vicepresidenta primera del Gobierno la declaración supuso “un desagravio a quienes vivieron situaciones de persecución y violencia durante la Guerra Civil española y la dictadura”, y la ceremonia en sí constituyó, dijo, “una reafirmación de los valores en los que creyó Miguel Hernández”.
Produce cierta grima oír de boca de la señora vicepresidenta, así vestida y peinada, una apreciación de este porte. Tanto más si se piensa que está hecha sin cinismo alguno por su parte.
Hasta donde es posible averiguar, los valores en que creyó Miguel Hernández, aquéllos por los que combatió y en definitiva murió, se reúnen bajo dos grandes titulares: República y comunismo. ¿Rondaba por la cabeza de la señora vicepresidenta, durante la ceremonia mencionada, alguno de estos dos conceptos? Seguramente no. Lo que ella hizo fue traducirlos a la jerga humanitarista de la tecnosocialdemocracia, y poner como ejemplo de dichos valores “la defensa de la libertad, el rechazo de la opresión o la rebeldía ante la injusticia”.
Nadie duda de que Miguel Hernández hubiera suscrito, en efecto, estas actitudes esenciales, de modo que no tiene sentido impugnar las palabras de la señora vicepresidenta. Ocurre simplemente que, formulados de manera tan amplia, “los valores en los que creyó Miguel Hernández” vienen a ser los mismos que en la actualidad aseguran defender -por poner sólo unos ejemplos- Hugo Chávez, Barack Obama, Benedicto XVI o, ya puestos, Mariano Rajoy, además de la señora vicepresidenta, así vestida y peinada. De lo que se deriva una merma significativa del valor simbólico que pretende atribuirse a una Declaración como la escenificada en la Universidad de Alicante, en una ceremonia en la que parece que se hallaba presente, entre otras autoridades, la alcaldesa de Orihuela, municipio gobernado por una amplia mayoría del PP al que se debe el patrocinio -¡con vistas a la celebración del centenario!- de un bochornoso poemario que manipula burdamente los versos de Miguel Hernández para encomiar las figuras de la alcaldesa misma, Mónica Lorente, o de Esperanza Aguirre, y execrar a políticos como Santiago Carrillo o Zapatero.
El centenario de Miguel Hernández está dando ocasión para reiterar el concepto ecuménico y populista de la cultura que, más que nadie, contribuyeron a fomentar los gobiernos socialistas. Quienes han impulsado la Ley de Memoria Histórica vienen a ser los mismos que en su día conllevaron la tan aplaudida transición a la democracia mediante un pacto de resignación y de olvido. No deja de resultar irónico que intenten ahora reparar ese olvido y obtener de ello un beneficio político. Lo irritante es que pretendan hacerlo con el mismo talante ecuménico y populista.
Si se trata, como afirma la declaración de marras, de una Reparación y Reconocimiento Personal de la figura de Miguel Hernández, habría que empezar por asumir que lo que “personaliza” su caso, lo que lo distingue de muchos otros -de muy vario signo político- que también “vivieron situaciones de persecución y violencia durante la Guerra Civil española”, es su abrazo a las causas de la República y del comunismo. Cabe contextualizar el contenido político de esas causas y aspirar de este modo -artera o bobamente-a relativizarlas. Pero de ahí a constituir una Comisión Nacional del Centenario del Nacimiento de Miguel Hernández cuya presidencia de honor recae en los reyes de España hay un paso que era preferible no dar. Y si es cierto, como dijo la señora vicepresidenta, así vestida y peinada, que “todos nos reconocemos y nos encontramos” en la obra de Miguel Hernández “porque todos compartimos ese mismo rechazo a cualquier forma de opresión, esa misma rebelión ante la injusticia y esa determinación de soñar y crear un país más digno, un mundo mejor”, entonces no acierta uno a comprender, la verdad, para qué tanta restitución y tanta cháchara.
Se dice, y bien está, que la cultura es memoria. De la memoria maquillada y trivializada con que se reivindican ahora la personalidad y la obra de Miguel Hernández cabe, así, deducir la pobre y recortada idea de cultura que se alienta en la actualidad, tendenciosamente despolitizada.
Los herederos del poeta reclaman que se anule la injusta condena a muerte que “pesa como una losa” sobre su memoria. Pero si esa losa va a ser sustituida por otra, más pesada aún, que lo conmemora como letrista de canciones de Serrat, mejor sería dejar la tumba como está.
(¡gracias, Fogwill!)
Clase media
por Daniel Link para Perfil
La serie británica Being Human (2008) narra las aventuras de George (Russell Tovey), Annie (Lenora Crichlow) y Mitchell (Aidan Turner), dos chicos y una chica que viven juntos en una casita de Bristol y tienen aventuras y problemas: Annie es una fantasma, Mitchell es un vampiro y George, un hombre lobo. Ninguno de ellos está conforme con su “naturaleza” y pretenden integrarse a una “humanidad” que, día a día (y noche a noche) se les escapa entre los dedos.
La serie parte de una premisa odiosa y de moda y, por eso mismo, interesante para ser analizada. No sé en qué momento se impuso la tendencia de presentar vampiros que no quieren chupar sangre (y que pueden, incluso, mostrarse a la luz del sol), pero la idea, que molesta hasta la sublevación en Vampire Diaries o en True Blood, en Being Human se vuelve simpática.
No se trata, en este caso, sólo de una renuncia (una ascesis) en pos de una integración en el Estado Universal Homogéneo (y sus comportamientos pequeñoburgueses asociados: la sociabilidad vecinal, el cortejo, las relaciones laborales, el hastío), sino de la posibilidad misma de hacer comunidad a partir de la constatación de que todos (todos los pueblos y hombres de la tierra) se han descubierto en situación de resto. Los tres protagonistas son restos de una humanidad ya desfalleciente, pero también restos de estirpes monstruosas: están fuera de la clase (social, naturalmente) al mismo tiempo que fuera del género y de la genealogía.
Son convocados por los de “su propia especie”, pero ellos prefieren esa comunidad precaria de los que no se identifican entre sí: Mitchell rechaza las correrías con los demás vampiros, los delirios megalómanos de conquista planetaria de esos hijos pequebú de Nosferatu, pero además toda responsabilidad sobre el futuro de aquellos a quienes él mismo ha contagiado su ansia (“lo hecho, hecho está”). Annie, todavía enamorada de su novio vivo, quiere ser su esposa ultraterrena y rechaza la compañía de los fantasmas ochentosos que le pasan música que ella no entiende y le leen fragmentos de Nietzsche. George, el hombre lobo, se subleva contra su propia licantropía y se resiste a formar manada con sus semejantes (tal vez, porque en el fondo, no hay posibilidad de semejanza). Es como si los tres, refugiados en una casita pueblerina de la guerra civil en curso que a su alrededor no deja de expresarse, dijeran que la comunidad no es nada más allá de las relaciones singulares, no es nunca comunidad de los que están ahí, sino también (y sobre todo) comunidad de los ausentes.
Las lecciones de Being Human son varias: somos exteriores respecto de los universales y también de los círculos identitarios, y la “clase media” (ese invento de las perspectivas poshistoricistas) no es una caverna que se habita con comodidad, sino el llamado de una no pertinencia (una impertinencia). Más allá de la humanidad y más allá de la identidad, los monstruos de la serie son una resistencia pura, lo irreparable. El ser (la participación de la clase) es menos importante que el así. No Human Being, exactamente lo contrario.
La serie británica Being Human (2008) narra las aventuras de George (Russell Tovey), Annie (Lenora Crichlow) y Mitchell (Aidan Turner), dos chicos y una chica que viven juntos en una casita de Bristol y tienen aventuras y problemas: Annie es una fantasma, Mitchell es un vampiro y George, un hombre lobo. Ninguno de ellos está conforme con su “naturaleza” y pretenden integrarse a una “humanidad” que, día a día (y noche a noche) se les escapa entre los dedos.
La serie parte de una premisa odiosa y de moda y, por eso mismo, interesante para ser analizada. No sé en qué momento se impuso la tendencia de presentar vampiros que no quieren chupar sangre (y que pueden, incluso, mostrarse a la luz del sol), pero la idea, que molesta hasta la sublevación en Vampire Diaries o en True Blood, en Being Human se vuelve simpática.
No se trata, en este caso, sólo de una renuncia (una ascesis) en pos de una integración en el Estado Universal Homogéneo (y sus comportamientos pequeñoburgueses asociados: la sociabilidad vecinal, el cortejo, las relaciones laborales, el hastío), sino de la posibilidad misma de hacer comunidad a partir de la constatación de que todos (todos los pueblos y hombres de la tierra) se han descubierto en situación de resto. Los tres protagonistas son restos de una humanidad ya desfalleciente, pero también restos de estirpes monstruosas: están fuera de la clase (social, naturalmente) al mismo tiempo que fuera del género y de la genealogía.
Son convocados por los de “su propia especie”, pero ellos prefieren esa comunidad precaria de los que no se identifican entre sí: Mitchell rechaza las correrías con los demás vampiros, los delirios megalómanos de conquista planetaria de esos hijos pequebú de Nosferatu, pero además toda responsabilidad sobre el futuro de aquellos a quienes él mismo ha contagiado su ansia (“lo hecho, hecho está”). Annie, todavía enamorada de su novio vivo, quiere ser su esposa ultraterrena y rechaza la compañía de los fantasmas ochentosos que le pasan música que ella no entiende y le leen fragmentos de Nietzsche. George, el hombre lobo, se subleva contra su propia licantropía y se resiste a formar manada con sus semejantes (tal vez, porque en el fondo, no hay posibilidad de semejanza). Es como si los tres, refugiados en una casita pueblerina de la guerra civil en curso que a su alrededor no deja de expresarse, dijeran que la comunidad no es nada más allá de las relaciones singulares, no es nunca comunidad de los que están ahí, sino también (y sobre todo) comunidad de los ausentes.
Las lecciones de Being Human son varias: somos exteriores respecto de los universales y también de los círculos identitarios, y la “clase media” (ese invento de las perspectivas poshistoricistas) no es una caverna que se habita con comodidad, sino el llamado de una no pertinencia (una impertinencia). Más allá de la humanidad y más allá de la identidad, los monstruos de la serie son una resistencia pura, lo irreparable. El ser (la participación de la clase) es menos importante que el así. No Human Being, exactamente lo contrario.
viernes, 16 de abril de 2010
jueves, 15 de abril de 2010
Ejercicios espirituales
En la presentación de su último ejercicio audiovisual, Apuntes para una biografía imaginaria, Edgardo Cozarinsky se corrigió y dijo que su trabajo, al que se resistía a llamarle "película" (con justa causa), no era propiamente íntimo, sino clandestino, y ningún otro adjetivo podría cuadrarle tan bien como ése, porque Apuntes para una biografía imaginaria parece hecho desde el mismo lugar (la emboscadura) que Ernst Jünger, el protagonista de esa otra gran película de Cozarinsky, La guerra de un solo hombre, había definido como el único posible para tiempos como los suyos (y los nuestros).
Apuntes para una biografía imaginaria está hecha (como otros monumentos postcinematográficos: Hurlements en faveur de Sade o Histoire(s) du cinéma) con restos. Pero a diferencia de esas películas, Cozarinsky (que admitirá una de ellas, y otra no, al lado de su nombre) asume hasta las últimas consecuencias que en nuestro tiempo todos nos descubrimos en situación de resto.
No se trata, aquí, de la recuperación de desperdicios de otros films (secuencias que sobraron, o que pueden resignificarse en otro contexto), un footage guardado con manía de coleccionista, no. Porque Cozarinsky presenta sus Apuntes (deliberadamente articulados en una espiral temporal que avanza y retrocede) no como cosa del pasado, no como unos recuerdos o testimonios que habría que salvar de no sabe bien qué olvido, sino casi como un tipo de vacación sabática: la suspensión del tiempo y de la actividad; no el trabajo, sino la inoperatividad y la descreación.
La situación de resto en la que Cozarinsky se pone y nos pone (como espectadores de su no-película, de su ejercicio postcinematográfico -sé que, en este contexto, la palabra "vanguardia" no serviría para nada) es, naturalmente, la de la inminencia y el llamado: Apuntes para una biografía imaginaria es el tiempo presente que llega después del último día, un tiempo en el cual nada puede suceder porque el novísimo está todavía en curso. He ahí la tensión temporal de una inminencia. Y en cuanto al llamado: ¿no es lo que han sido forzados a interpretar esos amores constantes de la cámara de Cozarinsky? Lo que ellos escuchan, y a lo que reaccionan (mejor o peor) es una musiquita, una musiquita que es todo el secreto de la película, lo que establece su cohesión interna y por la que danzan no tanto las rememoraciones sino las imaginaciones (¿qué piensa? ¿por qué llora?). Que ya no hay cine (al menos en su versión "cinematográfica"), Cozarinsky lo sabe y lo demuestra con estos Apuntes, no íntimos, sino clandestinos (como quien dijera: maniobras tácticas que conviene que no se conozcan). No una película, sino un ejercicio de esa clase que sirven para desarrollar una ascesis: un ejercicio espiritual.
Nada hay de pasado en estos Apuntes, porque la única temporalidad que reconocen es la del presente contínuo. Y, por eso, no hay propiamente cineasta, detrás de este ejercicio, sino un superviviente, un escritor sin destinatario, un poeta sin pueblo. Son ésas, creo, algunas de las razones que hacen de Apuntes para una biografía imaginaria una "obra maestra" postcinematográfica. Hasta ahora no ha habido muchas. No creo que haya muchas más con la intensidad que Cozarinsky supo imprimirle a la suya.
Apuntes para una biografía imaginaria está hecha (como otros monumentos postcinematográficos: Hurlements en faveur de Sade o Histoire(s) du cinéma) con restos. Pero a diferencia de esas películas, Cozarinsky (que admitirá una de ellas, y otra no, al lado de su nombre) asume hasta las últimas consecuencias que en nuestro tiempo todos nos descubrimos en situación de resto.
No se trata, aquí, de la recuperación de desperdicios de otros films (secuencias que sobraron, o que pueden resignificarse en otro contexto), un footage guardado con manía de coleccionista, no. Porque Cozarinsky presenta sus Apuntes (deliberadamente articulados en una espiral temporal que avanza y retrocede) no como cosa del pasado, no como unos recuerdos o testimonios que habría que salvar de no sabe bien qué olvido, sino casi como un tipo de vacación sabática: la suspensión del tiempo y de la actividad; no el trabajo, sino la inoperatividad y la descreación.
La situación de resto en la que Cozarinsky se pone y nos pone (como espectadores de su no-película, de su ejercicio postcinematográfico -sé que, en este contexto, la palabra "vanguardia" no serviría para nada) es, naturalmente, la de la inminencia y el llamado: Apuntes para una biografía imaginaria es el tiempo presente que llega después del último día, un tiempo en el cual nada puede suceder porque el novísimo está todavía en curso. He ahí la tensión temporal de una inminencia. Y en cuanto al llamado: ¿no es lo que han sido forzados a interpretar esos amores constantes de la cámara de Cozarinsky? Lo que ellos escuchan, y a lo que reaccionan (mejor o peor) es una musiquita, una musiquita que es todo el secreto de la película, lo que establece su cohesión interna y por la que danzan no tanto las rememoraciones sino las imaginaciones (¿qué piensa? ¿por qué llora?). Que ya no hay cine (al menos en su versión "cinematográfica"), Cozarinsky lo sabe y lo demuestra con estos Apuntes, no íntimos, sino clandestinos (como quien dijera: maniobras tácticas que conviene que no se conozcan). No una película, sino un ejercicio de esa clase que sirven para desarrollar una ascesis: un ejercicio espiritual.
Nada hay de pasado en estos Apuntes, porque la única temporalidad que reconocen es la del presente contínuo. Y, por eso, no hay propiamente cineasta, detrás de este ejercicio, sino un superviviente, un escritor sin destinatario, un poeta sin pueblo. Son ésas, creo, algunas de las razones que hacen de Apuntes para una biografía imaginaria una "obra maestra" postcinematográfica. Hasta ahora no ha habido muchas. No creo que haya muchas más con la intensidad que Cozarinsky supo imprimirle a la suya.
martes, 13 de abril de 2010
lunes, 12 de abril de 2010
Alineación y balanceo
"¿Quién puede pensar en coger un sábado a la mañana?", se preguntaba en alta voz un señor ante el aviso de un local (Transformation After Hour: Agüero 726) que abre los sábados de 9.00 a 13.00.
"No te equivoques", le contestó su amigo, después de apurar la ginebra en el bar. "Los sábados por la mañana, mientras las esposas lavan ropa y hacen compras, los maridos salen a buscar repuestos en Warnes o hacerle alineación y balanceo al auto. Es el horario ideal para la trampa".
(anterior)
"No te equivoques", le contestó su amigo, después de apurar la ginebra en el bar. "Los sábados por la mañana, mientras las esposas lavan ropa y hacen compras, los maridos salen a buscar repuestos en Warnes o hacerle alineación y balanceo al auto. Es el horario ideal para la trampa".
(anterior)
domingo, 11 de abril de 2010
Tras los pasos de Didi-Huberman
Enfrentada con la pregunta por la técnica (que desveló a Walter Benjamin, a Martin Heidegger, a Julieta Magaña), la Dra. Cortés Rocca, ensayista de fuste y conductora de programas de cable (Paola presenta), fue tajante:
(anterior)
"No estoy contra la tecnología moderna,
más bien tengo cierta fascinación por lo anacrónico"
más bien tengo cierta fascinación por lo anacrónico"
(anterior)
sábado, 10 de abril de 2010
Copiright
por María Moreno
Prologar un libro de Copi es impacientar. El lector no quiere saber nada de preámbulos, sólo ir cuanto antes a chapotear, de género en género, en ese único relato infinito que es, en realidad, la totalidad de su obra y en donde todo es posible menos la identidad y la naturaleza, a menos que sean una identidad potpourri y una naturaleza de viva la Pepa. A ese lector, si por razones de prestigio cultural no se anima a convertirse en lector salteado, dejando de lado el prólogo para tirarse directo en las novelas, puedo proponerle una transacción: hacer como le sugiere el narrador de El uruguayo a su corresponsal francés, que a medida que lea vaya tachando las líneas con su estilográfica; así olvidará más rápido. Prometo no llamarlo boludo a cada línea, como sucede en ese relato, a pesar de que, al ser yo argentina, es la palabra que me sale con más naturalidad y frecuencia. Otra posibilidad es que el lector lea el libro en invierno, aprovechando para alimentar con sus primeras páginas el fuego de la chimenea como, según el mito, hacían los formalistas rusos: las usaban todas luego de leerlas, si antes no habían tenido que comérselas.
Encima, para redactar este prólogo se me ha impuesto la restricción de no valerme de la vida del autor, ya que forma parte del libro un texto titulado Río de la Plata, hasta ahora inédito en español, en el que Copi pretende contar su autobiografía. A su modo, claro, lo mismo que lo hace a través de las variadas peripecias que adjudica a su personaje Copi en cualquiera de sus variantes, René Pico, Darío Copi o Kopisky, por nombrar las más recurrentes.
Lo único que quiero decir es que Copi nació en Buenos Aires, aunque –al igual que Michel Cournot en el prólogo de El uruguayo– muchas veces insistí en que era uruguayo, pero precisamente para garantizar que era argentino. Como Julio Cortázar es belga y Gardel, francés.
El Uruguay fue para Copi más que otro país, el fuera del país. Es que desde siempre el Río de la Plata es el lugar por donde ciertos argentinos han salido corridos por los gobiernos y hasta los gobiernos mismos; la ballenera debería formar parte de nuestro escudo nacional.
El texto completo de María Moreno, acá.
Prologar un libro de Copi es impacientar. El lector no quiere saber nada de preámbulos, sólo ir cuanto antes a chapotear, de género en género, en ese único relato infinito que es, en realidad, la totalidad de su obra y en donde todo es posible menos la identidad y la naturaleza, a menos que sean una identidad potpourri y una naturaleza de viva la Pepa. A ese lector, si por razones de prestigio cultural no se anima a convertirse en lector salteado, dejando de lado el prólogo para tirarse directo en las novelas, puedo proponerle una transacción: hacer como le sugiere el narrador de El uruguayo a su corresponsal francés, que a medida que lea vaya tachando las líneas con su estilográfica; así olvidará más rápido. Prometo no llamarlo boludo a cada línea, como sucede en ese relato, a pesar de que, al ser yo argentina, es la palabra que me sale con más naturalidad y frecuencia. Otra posibilidad es que el lector lea el libro en invierno, aprovechando para alimentar con sus primeras páginas el fuego de la chimenea como, según el mito, hacían los formalistas rusos: las usaban todas luego de leerlas, si antes no habían tenido que comérselas.
Encima, para redactar este prólogo se me ha impuesto la restricción de no valerme de la vida del autor, ya que forma parte del libro un texto titulado Río de la Plata, hasta ahora inédito en español, en el que Copi pretende contar su autobiografía. A su modo, claro, lo mismo que lo hace a través de las variadas peripecias que adjudica a su personaje Copi en cualquiera de sus variantes, René Pico, Darío Copi o Kopisky, por nombrar las más recurrentes.
Lo único que quiero decir es que Copi nació en Buenos Aires, aunque –al igual que Michel Cournot en el prólogo de El uruguayo– muchas veces insistí en que era uruguayo, pero precisamente para garantizar que era argentino. Como Julio Cortázar es belga y Gardel, francés.
El Uruguay fue para Copi más que otro país, el fuera del país. Es que desde siempre el Río de la Plata es el lugar por donde ciertos argentinos han salido corridos por los gobiernos y hasta los gobiernos mismos; la ballenera debería formar parte de nuestro escudo nacional.
El texto completo de María Moreno, acá.
Cultura gay
por Daniel Link para Perfil
Es tan profundo el aburrimiento que me provoca la opinología...
Fogwill me regaló Frauenliebe und -leben (y otros lieder de Schumann) en la versión de Bernarda Fink, que suena mientras escribo esta columna sobre el estado de excepción y los tribunales especiales a propósito de la cantidad de sentencias que casualmente ha tenido que emitir la jueza Oyarbide.
Fogwill me pregunta si escuché bien “An meinem Herzen, an meinem Brust” (en mi corazón, en mi pecho) y si no me parece, como a él, “el canto de un puto feliz”. Le contesto que no, que mucho más de puto feliz me parece “Du Ring an meinem Finger” (tú, anillo en mi dedo). El que él cita es puro éxtasis femenino.
Recomienzo mi columna, esta vez sobre el vomitivo lugar común (tan instalado) de que “está bueno que la gente haya vuelto a discutir sobre política”. Como conozco bien el caso de un joven que le ha negado el saludo al novio de su hermana con la excusa de que éste votó por Macri, y el caso de una abuela que envenena las sobremesas familiares de sus nietos con la repetición de las cosas que escucha en los abominables programas de TV que sigue, dudo del pretendido “retorno de la política” bajo la forma del fanatismo y la adherencia a fragmentos cristalizados de discurso (sean cuales fueren).
Fogwill vuelve a escribirme, esta vez para reenviarme unas observaciones a una reseña de una novedad editorial reciente, donde él considera que se ha confundido cálculo con belleza. Debería dedicarme a comentar Schumann o Turandot, pienso.
Es tan profundo el aburrimiento que me provoca la opinología...
Fogwill me regaló Frauenliebe und -leben (y otros lieder de Schumann) en la versión de Bernarda Fink, que suena mientras escribo esta columna sobre el estado de excepción y los tribunales especiales a propósito de la cantidad de sentencias que casualmente ha tenido que emitir la jueza Oyarbide.
Fogwill me pregunta si escuché bien “An meinem Herzen, an meinem Brust” (en mi corazón, en mi pecho) y si no me parece, como a él, “el canto de un puto feliz”. Le contesto que no, que mucho más de puto feliz me parece “Du Ring an meinem Finger” (tú, anillo en mi dedo). El que él cita es puro éxtasis femenino.
Recomienzo mi columna, esta vez sobre el vomitivo lugar común (tan instalado) de que “está bueno que la gente haya vuelto a discutir sobre política”. Como conozco bien el caso de un joven que le ha negado el saludo al novio de su hermana con la excusa de que éste votó por Macri, y el caso de una abuela que envenena las sobremesas familiares de sus nietos con la repetición de las cosas que escucha en los abominables programas de TV que sigue, dudo del pretendido “retorno de la política” bajo la forma del fanatismo y la adherencia a fragmentos cristalizados de discurso (sean cuales fueren).
Fogwill vuelve a escribirme, esta vez para reenviarme unas observaciones a una reseña de una novedad editorial reciente, donde él considera que se ha confundido cálculo con belleza. Debería dedicarme a comentar Schumann o Turandot, pienso.
viernes, 9 de abril de 2010
Lost, novela
Hace un par de semanas, una vernisssage atípica reunió a personas que no acostumbran a compartir conversaciones y, cuando eso sucede, son los grandes temas los que dominan los intercambios: el amor, la muerte, la política, Lost, o, para decirlo más ajustadamente: Lost (el amor, la muerte, la política).
Quiso la casualidad que pasara por el mismo balcón en el que yo refugiaba mi tabaquismo incivil una sopranófila fanática y reconocida por su beligerancia antilostiana y, como estábamos hablando de la guerra, les pareció simpático a quienes me acompañaban desatar una escaramuza de discurso, preguntándole lo de siempre, lo que hace cuatro años viene repitiendo con monomanía y sin fundamentos: "la detesto, es una porquería, el guión está hecho a los tumbos, capítulo a capítulo".
Hubiera sido inútil, a una protestante semejante, explicarle las sutilezas de la Trinidad, pero como sin embargo soy un apóstol, intenté instruir a las exquisitas personas que me acompañaban (cuya exquisitez queda probada, en primer término, por su olímpica ignorancia de todo lo que no sea arte, con mayúscula y con hache y, por lo tanto, por la escasa frecuentación de productos televisivos destinados, como no podía ser de otro modo, a audiencias masivas con las cuales las gentes exquisitas, desde Adorno en adelante, no quieren tener nada, absolutamente nada que ver, y por eso frecuentan el BAFICI y otros lugares de la autocomplacencia decadente). Comencé desmontando la aporía que acababa de ser pronunciada: si Lost hubiera sido, en efecto, diseñada al tun tun y su guión hubiera funcionado como un cadáver exquisito de tercera o cuarta generación (hipótesis aireana), ya sólo eso alcanzaría para colocar al show televisivo entre los más prodigiosos inventos de la inteligencia humana.
Pero como ocurre que Lost (a diferencia de Dr. Who), no es una serie episódica, sino un relato unitario, la hipótesis vanguardista (y el odio antivanguardista: "Los Soprano no habla de la mafia, habla de la familia", como si eso salvara al horror del aburrimiento) pierde un poco de fuerza. Lost no es grandiosa porque sea vanguardista, sino porque es clasicista y arcaizante (lo mismo puede decirse de Kafka y de Pasolini, naturalmente): su horizonte es la novela de aventuras, no el folletín.
Pero las audiencias, incluso las mejores entrenadas, se resisten a la grandeza de Lost (o se cansan de sostener un discurso): son los riesgos, naturalmente, de tener al público en cuenta y de necesitar contar con él como patrón de medición de un éxito. Y entonces ha sido unánime el rechazo, entre los fieles, a la sexta temporada de Lost, y las consecuentes negaciones (tres veces tuvo Pedro que negar a Cristo y éste, sin embargo, lo perdonó). "¡Qué porquería!", "¡Qué aburrimiento!", "¡Ah, no, no éste el Lost que yo estaba dispuesto a defender!". Es como si en Guerra y Paz o en La educación sentimental, ante algunas páginas deliberadamente catalíticas, el lector prorrumpiera en gritos impacientes: "¡Qué porquería Flaubert!", "¡Tolstoi no sabe lo que hace!".
La cosa gnóstica (que tan bien le fue tolerada al intolerable Jorge Borges) soliviantó las fidelidades de antaño y lanzó a más de un apóstol a una conversión infame: "No, no, no". Pero Lost ya está hecha, y porque ya está hecha es que sabemos que todas las protestas son en vano y que no habrá modificación de línea argumental alguna, aunque los televidentes se declararan en huelga masiva.
Y lo que está hecho, merece nuestra pormenorizada atención, porque durante cinco años hemos vivido pendientes de este universo incomprensible y delicado, que aprovechaba todas las circunstancias y todos los pormenores para subrayar algunas hipótesis sobre el presente (la felicidad, las formas de vida, los lazos comunitarios, la guerra).
Además, siempre fue evidente que a Lost le convenía más la visualización maratónica y no los capítulos sueltos, semana tras semana, porque su suerte se juega no en una escena u otra sino en la juntura entre una escena y otra (en la escena, sí, pero en su distancia en relación con las demás): súmense las escenas de Lost, y divídase el total por la distancia hipotética, que equivale a la cualidad de la sutura.
Faltan siete capítulos para que Lost termine para siempre y pareciera que la despedida será tan intolerable para tantos que muchos han preferido despedirse antes: "no te voy a extrañar, andate pronto". Son como amantes despechados que, ante la sola posibilidad del abandono, deciden echar ácido hirviente sobre sus corazones antes palpitantes de gozo.
Lost, que es más generosa que sus audiencias, resiste sin embargo esos desprecios. El capítulo de Richard Alpert (que mostró todo lo que Néstor Carbonell nos estaba debiendo) fue de los mejores (era necesario, para que se apreciara mejor su potencia y la felicidad de sus líneas, que se recortara contra capítulos mediocres). Y el capítulo de esta semana, con el regreso de los amores idos (todos ellos: Charly, Eloise, Penny, Daniel Farraday/ Widmore, Desmond) vuelve a poner la trama en su justo lugar de vibración electromagnética y catástrofe inminente.
Como la sexta temporada ha hecho de la simetría y de lo especular su motor narrativo (el juego de espejos deformantes, el bien y el mal, las repeticiones, los cruces y los quiasmos, etc.), todo vuelve a suceder (como en la historia). Si alguien es capaz de sostener que Lost no ha sido pensada como forma novelesca ya no será por mera ignorancia sino por necedad y estupidez. El "No english" que, como un ritornello, atraviesa la temporada entera viene a decir precisamente eso: hay una lengua que, hablada por cualquiera (porque es la lengua del imperio) no es, sin embargo, comprensible para todos.
Quiso la casualidad que pasara por el mismo balcón en el que yo refugiaba mi tabaquismo incivil una sopranófila fanática y reconocida por su beligerancia antilostiana y, como estábamos hablando de la guerra, les pareció simpático a quienes me acompañaban desatar una escaramuza de discurso, preguntándole lo de siempre, lo que hace cuatro años viene repitiendo con monomanía y sin fundamentos: "la detesto, es una porquería, el guión está hecho a los tumbos, capítulo a capítulo".
Hubiera sido inútil, a una protestante semejante, explicarle las sutilezas de la Trinidad, pero como sin embargo soy un apóstol, intenté instruir a las exquisitas personas que me acompañaban (cuya exquisitez queda probada, en primer término, por su olímpica ignorancia de todo lo que no sea arte, con mayúscula y con hache y, por lo tanto, por la escasa frecuentación de productos televisivos destinados, como no podía ser de otro modo, a audiencias masivas con las cuales las gentes exquisitas, desde Adorno en adelante, no quieren tener nada, absolutamente nada que ver, y por eso frecuentan el BAFICI y otros lugares de la autocomplacencia decadente). Comencé desmontando la aporía que acababa de ser pronunciada: si Lost hubiera sido, en efecto, diseñada al tun tun y su guión hubiera funcionado como un cadáver exquisito de tercera o cuarta generación (hipótesis aireana), ya sólo eso alcanzaría para colocar al show televisivo entre los más prodigiosos inventos de la inteligencia humana.
Pero como ocurre que Lost (a diferencia de Dr. Who), no es una serie episódica, sino un relato unitario, la hipótesis vanguardista (y el odio antivanguardista: "Los Soprano no habla de la mafia, habla de la familia", como si eso salvara al horror del aburrimiento) pierde un poco de fuerza. Lost no es grandiosa porque sea vanguardista, sino porque es clasicista y arcaizante (lo mismo puede decirse de Kafka y de Pasolini, naturalmente): su horizonte es la novela de aventuras, no el folletín.
Pero las audiencias, incluso las mejores entrenadas, se resisten a la grandeza de Lost (o se cansan de sostener un discurso): son los riesgos, naturalmente, de tener al público en cuenta y de necesitar contar con él como patrón de medición de un éxito. Y entonces ha sido unánime el rechazo, entre los fieles, a la sexta temporada de Lost, y las consecuentes negaciones (tres veces tuvo Pedro que negar a Cristo y éste, sin embargo, lo perdonó). "¡Qué porquería!", "¡Qué aburrimiento!", "¡Ah, no, no éste el Lost que yo estaba dispuesto a defender!". Es como si en Guerra y Paz o en La educación sentimental, ante algunas páginas deliberadamente catalíticas, el lector prorrumpiera en gritos impacientes: "¡Qué porquería Flaubert!", "¡Tolstoi no sabe lo que hace!".
La cosa gnóstica (que tan bien le fue tolerada al intolerable Jorge Borges) soliviantó las fidelidades de antaño y lanzó a más de un apóstol a una conversión infame: "No, no, no". Pero Lost ya está hecha, y porque ya está hecha es que sabemos que todas las protestas son en vano y que no habrá modificación de línea argumental alguna, aunque los televidentes se declararan en huelga masiva.
Y lo que está hecho, merece nuestra pormenorizada atención, porque durante cinco años hemos vivido pendientes de este universo incomprensible y delicado, que aprovechaba todas las circunstancias y todos los pormenores para subrayar algunas hipótesis sobre el presente (la felicidad, las formas de vida, los lazos comunitarios, la guerra).
Además, siempre fue evidente que a Lost le convenía más la visualización maratónica y no los capítulos sueltos, semana tras semana, porque su suerte se juega no en una escena u otra sino en la juntura entre una escena y otra (en la escena, sí, pero en su distancia en relación con las demás): súmense las escenas de Lost, y divídase el total por la distancia hipotética, que equivale a la cualidad de la sutura.
Faltan siete capítulos para que Lost termine para siempre y pareciera que la despedida será tan intolerable para tantos que muchos han preferido despedirse antes: "no te voy a extrañar, andate pronto". Son como amantes despechados que, ante la sola posibilidad del abandono, deciden echar ácido hirviente sobre sus corazones antes palpitantes de gozo.
Lost, que es más generosa que sus audiencias, resiste sin embargo esos desprecios. El capítulo de Richard Alpert (que mostró todo lo que Néstor Carbonell nos estaba debiendo) fue de los mejores (era necesario, para que se apreciara mejor su potencia y la felicidad de sus líneas, que se recortara contra capítulos mediocres). Y el capítulo de esta semana, con el regreso de los amores idos (todos ellos: Charly, Eloise, Penny, Daniel Farraday/ Widmore, Desmond) vuelve a poner la trama en su justo lugar de vibración electromagnética y catástrofe inminente.
Como la sexta temporada ha hecho de la simetría y de lo especular su motor narrativo (el juego de espejos deformantes, el bien y el mal, las repeticiones, los cruces y los quiasmos, etc.), todo vuelve a suceder (como en la historia). Si alguien es capaz de sostener que Lost no ha sido pensada como forma novelesca ya no será por mera ignorancia sino por necedad y estupidez. El "No english" que, como un ritornello, atraviesa la temporada entera viene a decir precisamente eso: hay una lengua que, hablada por cualquiera (porque es la lengua del imperio) no es, sin embargo, comprensible para todos.
jueves, 8 de abril de 2010
Megalomanía
Qué importa quién habla: "Hay muchos más autores que queremos fotografiar. La idea es armar algo más grande: un proyecto que dé cuenta de la actualidad del campo de las letras en la Argentina y parte de Latinoamérica".
martes, 6 de abril de 2010
Stuck in the Tardis
Pienso y pienso, y no se me ocurre nada. Quiero decir, están, allá lejos y hace tiempo, Startrek y, cruzando el Atlántico, Los vengadores. Pero no se me ocurre, después de esos majestuosos ejemplos de series televisivas (en las que el guión lo era todo, junto con la gracia) una serie que pueda competir en perfección con Dr. Who, que bien puede considerarse contemporánea de las anteriores (comenzó a emitirse en 1963 y tuvo 26 temporadas consecutivas hasta 1989), pero a la que yo accedí recién a partir de su retorno en 2005, con su noveno protagonista, un impecable Christopher Eccleston (The Doctor, el personaje, es el único sobreviviente -o casi- de una raza desaparecida, los Señores del Tiempo, que, además de inmortales y capaces de moverse a través de los flujos temporales, tienen la capacidad de regenerarse físicamente).
¿De qué habla Dr. Who, con inteligencia incomparable? De la multiplicidad de lo viviente, claro, porque se trata de un relato de aventuras y de viajes (y, en ese sentido, no es sorprendente que su punto de vista sea imperial: The Doctor prefiere la especie humana a todas las demás, por razones más bien sentimentales y, secretamente, compositivas. De otro modo no se entendería que sus operaciones lo devuelvan una y otra vez a Londres, como si de su ciudad se tratara).
Y lo que sorprende (al menos en los últimos cinco años) es la delicadeza con las que las diferentes formas-de-vida son presentadas, el equilibrio buscado entre lo antropomórfico y lo alienígena, que encuentra siempre un punto de naturalidad que hace de lo vivo una materia muy maleable (y, por lo mismo, muy susceptible de todas las manipulaciones).
Los guiones, puestos bajo el control del productor-escritor Russell T. Davis, son siempre exquisitas meditaciones sobre la desaparición y la catástrofe, contra las que los sucesivos Doctores luchan denodadamente.
A Christopher Eccleston lo sucedió David Tennant, que fue todavía mejor que su predecesor, con su aire entre alucinado y maníaco, su vitalismo desaforado y su vestuario que fue copiado hasta en los más remotos rincones del planeta (léase: Buenos Aires). Tennant navegó en la Tardis ("I'm stuck in the Tardis", canta Radiohead en el tema "Up On The Ladder"), que tiene el aspecto de una casilla decimonónica de policía, durante cuatro temporadas, la última de las cuales se emitió en 2009 y constó de apenas tres episodios (uno de ellos, una fantástica aventura marciana con unos seres totalmente aterradores y un doble especial de navidad que terminó de emitirse a comienzos de 2010, cuya melosa grandilocuencia era en algún sentido necesaria para despedir a Tennant: ¿podrá Matt Smith conseguir que lo olvidemos?).
Amamos de The Doctor su obstinada negativa a portar armas, sus persistentes conflictos en relación con la destrucción de lo viviente, su algarabía asexuada (pero no anerótica), su predilección por los acompañantes mujeres ogays putos (Torchwood), su alocada curiosidad...
Hay un mundo entero llamado Dr. Who. Si yo fuera niño, si la infancia no me habitara sólo como un moriturum, yo viviría en ese mundo con felicidad.
¿De qué habla Dr. Who, con inteligencia incomparable? De la multiplicidad de lo viviente, claro, porque se trata de un relato de aventuras y de viajes (y, en ese sentido, no es sorprendente que su punto de vista sea imperial: The Doctor prefiere la especie humana a todas las demás, por razones más bien sentimentales y, secretamente, compositivas. De otro modo no se entendería que sus operaciones lo devuelvan una y otra vez a Londres, como si de su ciudad se tratara).
Y lo que sorprende (al menos en los últimos cinco años) es la delicadeza con las que las diferentes formas-de-vida son presentadas, el equilibrio buscado entre lo antropomórfico y lo alienígena, que encuentra siempre un punto de naturalidad que hace de lo vivo una materia muy maleable (y, por lo mismo, muy susceptible de todas las manipulaciones).
Los guiones, puestos bajo el control del productor-escritor Russell T. Davis, son siempre exquisitas meditaciones sobre la desaparición y la catástrofe, contra las que los sucesivos Doctores luchan denodadamente.
A Christopher Eccleston lo sucedió David Tennant, que fue todavía mejor que su predecesor, con su aire entre alucinado y maníaco, su vitalismo desaforado y su vestuario que fue copiado hasta en los más remotos rincones del planeta (léase: Buenos Aires). Tennant navegó en la Tardis ("I'm stuck in the Tardis", canta Radiohead en el tema "Up On The Ladder"), que tiene el aspecto de una casilla decimonónica de policía, durante cuatro temporadas, la última de las cuales se emitió en 2009 y constó de apenas tres episodios (uno de ellos, una fantástica aventura marciana con unos seres totalmente aterradores y un doble especial de navidad que terminó de emitirse a comienzos de 2010, cuya melosa grandilocuencia era en algún sentido necesaria para despedir a Tennant: ¿podrá Matt Smith conseguir que lo olvidemos?).
Amamos de The Doctor su obstinada negativa a portar armas, sus persistentes conflictos en relación con la destrucción de lo viviente, su algarabía asexuada (pero no anerótica), su predilección por los acompañantes mujeres o
Hay un mundo entero llamado Dr. Who. Si yo fuera niño, si la infancia no me habitara sólo como un moriturum, yo viviría en ese mundo con felicidad.
domingo, 4 de abril de 2010
sábado, 3 de abril de 2010
Tráfico de ideas
por Daniel Link para Perfil
La ciudad de Buenos Aires anunció que en los próximos dos años contará con cinco nuevas estaciones de trenes subterráneos que se sumarán al desintegrado sistema de transporte porteño con una lentitud decimonónica, mientras las bicisendas se multiplican sin ton ni son a un ritmo delirante. A los ya inútiles carriles habilitados en las calles Virrey Cevallos y Rincón se suma ahora, en mi barrio, la de la calle Carlos Calvo.
Entendámonos: toda ciudad moderna cuenta con carriles habilitados para el tránsito de ciclistas, y está bien que así sea, pero la habilitación de bicisendas no convierte a una ciudad en moderna ni resuelve sus problemas de transporte.
Antes de la privatización de los ferrocarriles, los trenes urbanos incluían un vagón específicamente destinado a las bicicletas y sus usuarios. Todo eso desapareció cuando las empresas concesionarias se hicieron cargo del servicio. Admitida la hipótesis del tránsito ciclista a lo largo y a lo ancho de la ciudad de Buenos Aires (lo que, en la práctica, no se verifica), habría que preguntarse qué tendrá que hacer el desprevenido pedaleante una vez que ha traspuesto los molinetes de Retiro: ¿dónde ubicará su ciclovehículo?
Los problemas de transporte de la ciudad de Buenos Aires no admiten soluciones parciales, que funcionan como parches que empeoran lo que existe: las calles Virrey Cevallos y Carlos Calvo, por las cuales hasta ahora era bastante fácil circular en auto, se han vuelto imposibles desde que se instaló el caprichoso propósito de unir una nada con otra.
En Berlín, en Londres y en Nueva York, ciudades planas como Buenos Aires (y, por lo tanto, aptas para el pedaleo), los carriles para ciclistas son como la frutilla de la torta de un sistema diseñado integralmente.
Ya me he referido a los casos de Berlín y Nueva York. Es el turno de Londres, que tiene justa fama de ser una ciudad cara y con un sistema de transporte ineficiente.
Como cualquier otra ciudad moderna, el transporte en Londres está totalmente unificado, organizado en anillos (los datos que suministro corresponden a viajes entre la zona 1 y la 2, de las cinco que tiene la ciudad) y el sistema tarifario contempla reducciones entre el boleto sencillo, el pase diario, el pase semanal, el mensual y el anual. El pase diario sale más de cinco libras y medias, el coste diario con pase semanal se reduce a 3.60 (25 libras por semana). En Buenos Aires, como sabemos, nadie puede viajar diariamente por 3.60 -los mensos siempre pretenden convertir divisas a pesos (úsese la cotización promedio de 5.85, en ese caso), a pesar de que el sistema de transporte de una ciudad no ha sido diseñado para turistas extranjeros sino para sus habitantes.
Los pases otorgan derecho a tomar cualquier medio de transporte (trenes subterráneos, trenes elevados, buses) en las áreas para los cuales fueron comprados. Los pocos medios no incluidos en la tarjeta oyster (los clippers del Támesis, por ejemplo) otorgan descuentos del 30 % en sus tarifas a quienes la posean.
El sistema, pese a los prejuicios, es bastante barato pero no tan eficiente: los trenes dejan de funcionar antes de la medianoche y son pocas las líneas de buses que tienen servicio nocturno, pero durante el día, todo funciona bastante bien. Además, permite a los londinenses ahorrarse las prohibitivas tasas que circular en automóvil por la “Congestion Charge Zone” (CCZ, que coincide grosso modo con las zonas 1 y 2 de transporte público) impone: ocho libras por día y por vehículo entre las 7am y las 6pm, de lunes a viernes, con multas que van desde las sesenta a las ciento ochenta libras por contravenir el impuesto. Con esas tasas y tarifas, el sistema de transporte londinense, aún cuando no se autosustente, no deja de crecer, y ése tal vez sea el punto de comparación más notable con una ciudad como Buenos Aires.
En Londres, el sistema de transporte recauda, gracias al “Congestion Charge”, 125 millones de libras por año, que son, para una ciudad como Londres, más bien poco. Por eso, el sistema de transporte londinense emitió un bono a 30 años en 2005, por doscientos millones de libras y con un rendimiento del 5%.
Los bonos a cinco años que colocará el Gobierno de la Ciudad por quinientos millones de dólares para financiar su imaginación de cabotaje tendrán, para sus tenedores, un rendimiento del 12,5% anual. La suma de esos intereses habrá que descontarlos del total de lo efectivamente recaudado. Macri, se ve, prefiere la bicicleta (financiera).
La ciudad de Buenos Aires anunció que en los próximos dos años contará con cinco nuevas estaciones de trenes subterráneos que se sumarán al desintegrado sistema de transporte porteño con una lentitud decimonónica, mientras las bicisendas se multiplican sin ton ni son a un ritmo delirante. A los ya inútiles carriles habilitados en las calles Virrey Cevallos y Rincón se suma ahora, en mi barrio, la de la calle Carlos Calvo.
Entendámonos: toda ciudad moderna cuenta con carriles habilitados para el tránsito de ciclistas, y está bien que así sea, pero la habilitación de bicisendas no convierte a una ciudad en moderna ni resuelve sus problemas de transporte.
Antes de la privatización de los ferrocarriles, los trenes urbanos incluían un vagón específicamente destinado a las bicicletas y sus usuarios. Todo eso desapareció cuando las empresas concesionarias se hicieron cargo del servicio. Admitida la hipótesis del tránsito ciclista a lo largo y a lo ancho de la ciudad de Buenos Aires (lo que, en la práctica, no se verifica), habría que preguntarse qué tendrá que hacer el desprevenido pedaleante una vez que ha traspuesto los molinetes de Retiro: ¿dónde ubicará su ciclovehículo?
Los problemas de transporte de la ciudad de Buenos Aires no admiten soluciones parciales, que funcionan como parches que empeoran lo que existe: las calles Virrey Cevallos y Carlos Calvo, por las cuales hasta ahora era bastante fácil circular en auto, se han vuelto imposibles desde que se instaló el caprichoso propósito de unir una nada con otra.
En Berlín, en Londres y en Nueva York, ciudades planas como Buenos Aires (y, por lo tanto, aptas para el pedaleo), los carriles para ciclistas son como la frutilla de la torta de un sistema diseñado integralmente.
Ya me he referido a los casos de Berlín y Nueva York. Es el turno de Londres, que tiene justa fama de ser una ciudad cara y con un sistema de transporte ineficiente.
Como cualquier otra ciudad moderna, el transporte en Londres está totalmente unificado, organizado en anillos (los datos que suministro corresponden a viajes entre la zona 1 y la 2, de las cinco que tiene la ciudad) y el sistema tarifario contempla reducciones entre el boleto sencillo, el pase diario, el pase semanal, el mensual y el anual. El pase diario sale más de cinco libras y medias, el coste diario con pase semanal se reduce a 3.60 (25 libras por semana). En Buenos Aires, como sabemos, nadie puede viajar diariamente por 3.60 -los mensos siempre pretenden convertir divisas a pesos (úsese la cotización promedio de 5.85, en ese caso), a pesar de que el sistema de transporte de una ciudad no ha sido diseñado para turistas extranjeros sino para sus habitantes.
Los pases otorgan derecho a tomar cualquier medio de transporte (trenes subterráneos, trenes elevados, buses) en las áreas para los cuales fueron comprados. Los pocos medios no incluidos en la tarjeta oyster (los clippers del Támesis, por ejemplo) otorgan descuentos del 30 % en sus tarifas a quienes la posean.
El sistema, pese a los prejuicios, es bastante barato pero no tan eficiente: los trenes dejan de funcionar antes de la medianoche y son pocas las líneas de buses que tienen servicio nocturno, pero durante el día, todo funciona bastante bien. Además, permite a los londinenses ahorrarse las prohibitivas tasas que circular en automóvil por la “Congestion Charge Zone” (CCZ, que coincide grosso modo con las zonas 1 y 2 de transporte público) impone: ocho libras por día y por vehículo entre las 7am y las 6pm, de lunes a viernes, con multas que van desde las sesenta a las ciento ochenta libras por contravenir el impuesto. Con esas tasas y tarifas, el sistema de transporte londinense, aún cuando no se autosustente, no deja de crecer, y ése tal vez sea el punto de comparación más notable con una ciudad como Buenos Aires.
En Londres, el sistema de transporte recauda, gracias al “Congestion Charge”, 125 millones de libras por año, que son, para una ciudad como Londres, más bien poco. Por eso, el sistema de transporte londinense emitió un bono a 30 años en 2005, por doscientos millones de libras y con un rendimiento del 5%.
Los bonos a cinco años que colocará el Gobierno de la Ciudad por quinientos millones de dólares para financiar su imaginación de cabotaje tendrán, para sus tenedores, un rendimiento del 12,5% anual. La suma de esos intereses habrá que descontarlos del total de lo efectivamente recaudado. Macri, se ve, prefiere la bicicleta (financiera).
viernes, 2 de abril de 2010
Fantasías de exterminio
La infancia como grupo de riesgo
Sabíamos que Ratzinger-Palpatine, representante del lado oscuro de la fuerza, había sucedido a Wojtila (el papa beat, guitarrista y campamentero) para venir a destruir toda posibilidad de multiplicación de Rickys Martin. Nunca creímos que llegaría a tanto, a la traición de sus curitas y a la entrega de su propio hermano en pos de un objetivo tan vil y tan mezquino.
Doscientos sordos dicen, ahora, que cuando niños les soplaron la oreja (haciendo caso omiso de la Divina Concepción, cuando el Espíritu, como se sabe, convertido en paloma, derramó su amorosa savia por la vía auricular de la Madonna). Mañana aparecerán quinientos mudos que se quejarán de que, allá lejos y hace tiempo, les taparon la boca. Lo mismo pasó acá, con ese profesor de artes plásticas al que señores ya mayores y muy acomodados de San Isidro le recriminaron no sé ya bien qué goces muy prescriptos de su primera juventud. “A vos no te fue tan mal, gordito”, tendríamos que haberles dicho a esos ex-rugbiers de la zona norte.
En Londres, cualquiera que trabaje con “niños o grupos de riesgo” (sic) debe registrarse ante las autoridades policiales. Incluso los padres que hacen pool para llevar a sus hijos y compañeritos al colegio deben pasar por esa humillación canalla. Al mismo tiempo, dicen que las maestras de las escuelas primarias están capacitadas para impartir lecciones de sexualidad humana. ¿Qué pretenden proteger, qué idea de la infancia (a la que entregan, sin embargo, a las manipulaciones del peor capitalismo, el nuestro y el de ahora) tienen esas gentes?
Se creen que inhibiendo a los amantes de la infancia (entre los cuales, la aclaración es necesaria, no me cuento) inhiben la política del contagio, tan necesaria para la proliferación de diferencias. Se equivocan. Porque siempre existirán los “pibes barulos” a los que, no por azar sino por llamado, les apretarán una bragueta hinchada contra sus glúteos de rosa en los colectivos y trenes repletos de ansiedad matutina. Y siempre habrá niños que querrán que sus maestros de música les enseñen a tocar la flauta, para mejor olvidarse de las agendas de actividades diseñadas por sus madres. Como me dice Monseñor Benteveo (que no es monseñor, ni se llama Benteveo, pero es católico y admirador del fascismo italiano): es que “los niños son buscones”.
Y el que busca, encuentra: un cura amoroso, un profesor de artes plásticas que pone el señalador en la ilustración del Sebastiano del mes, un director de coro que enseña a colocar la garganta. Nada que ver con esas atroces páginas de internet que promocionan las pajas colectivas entre pares, sino la transmisión de una simiente de amor entre generaciones.
Pero Ratzinger ha venido a decir que no, haciéndole el juego al Estado Universal Homogéneo: en el momento exacto en que el deseo homosexual es familiarizado por la vía matrimonial (es tan difícil que dos homosexuales generen otrx, por esa vía, como que los chanchos, incluso los presidenciales, vuelen), el Papa de los zapatitos rojos promueve la tolerancia cero.
Tolerancia cero, sí, para con los que odian, violentan y sueñan políticas de exterminio. Tolerancia cero para los que aniquilan la infancia, sea por la vía del abuso sexual o de la programación laboral de los niños, esos que están destinados, desde la más corta infancia, a juntar cartones, mendigar o servir “humildemente”, o esos que, más acomodados, son programados por sus madres a cumplir con una agenda completa de actividades paraescolares (donde, es seguro, volverán a encontrarse de cara con la “tentación” que la sobreactividad pretende sofocar).
Para los otros, para los que acariciaron los rosados de los carrillos inflamados de los putti de ayer y de siempre, para los que confortaron a los sorditos e inculcaron en los pobres de espíritu una idea de comunidad diferente de la posición de clases (en fin, para los que creen en el cielo), un abrazo pascual y esta promesa: no desaparecerán los Ricki Martin del planeta. No lo consiguieron los nazis, no van a conseguirlo, ahora, los dueños de los multimedios.
Sabíamos que Ratzinger-Palpatine, representante del lado oscuro de la fuerza, había sucedido a Wojtila (el papa beat, guitarrista y campamentero) para venir a destruir toda posibilidad de multiplicación de Rickys Martin. Nunca creímos que llegaría a tanto, a la traición de sus curitas y a la entrega de su propio hermano en pos de un objetivo tan vil y tan mezquino.
Doscientos sordos dicen, ahora, que cuando niños les soplaron la oreja (haciendo caso omiso de la Divina Concepción, cuando el Espíritu, como se sabe, convertido en paloma, derramó su amorosa savia por la vía auricular de la Madonna). Mañana aparecerán quinientos mudos que se quejarán de que, allá lejos y hace tiempo, les taparon la boca. Lo mismo pasó acá, con ese profesor de artes plásticas al que señores ya mayores y muy acomodados de San Isidro le recriminaron no sé ya bien qué goces muy prescriptos de su primera juventud. “A vos no te fue tan mal, gordito”, tendríamos que haberles dicho a esos ex-rugbiers de la zona norte.
En Londres, cualquiera que trabaje con “niños o grupos de riesgo” (sic) debe registrarse ante las autoridades policiales. Incluso los padres que hacen pool para llevar a sus hijos y compañeritos al colegio deben pasar por esa humillación canalla. Al mismo tiempo, dicen que las maestras de las escuelas primarias están capacitadas para impartir lecciones de sexualidad humana. ¿Qué pretenden proteger, qué idea de la infancia (a la que entregan, sin embargo, a las manipulaciones del peor capitalismo, el nuestro y el de ahora) tienen esas gentes?
Se creen que inhibiendo a los amantes de la infancia (entre los cuales, la aclaración es necesaria, no me cuento) inhiben la política del contagio, tan necesaria para la proliferación de diferencias. Se equivocan. Porque siempre existirán los “pibes barulos” a los que, no por azar sino por llamado, les apretarán una bragueta hinchada contra sus glúteos de rosa en los colectivos y trenes repletos de ansiedad matutina. Y siempre habrá niños que querrán que sus maestros de música les enseñen a tocar la flauta, para mejor olvidarse de las agendas de actividades diseñadas por sus madres. Como me dice Monseñor Benteveo (que no es monseñor, ni se llama Benteveo, pero es católico y admirador del fascismo italiano): es que “los niños son buscones”.
Y el que busca, encuentra: un cura amoroso, un profesor de artes plásticas que pone el señalador en la ilustración del Sebastiano del mes, un director de coro que enseña a colocar la garganta. Nada que ver con esas atroces páginas de internet que promocionan las pajas colectivas entre pares, sino la transmisión de una simiente de amor entre generaciones.
Pero Ratzinger ha venido a decir que no, haciéndole el juego al Estado Universal Homogéneo: en el momento exacto en que el deseo homosexual es familiarizado por la vía matrimonial (es tan difícil que dos homosexuales generen otrx, por esa vía, como que los chanchos, incluso los presidenciales, vuelen), el Papa de los zapatitos rojos promueve la tolerancia cero.
Tolerancia cero, sí, para con los que odian, violentan y sueñan políticas de exterminio. Tolerancia cero para los que aniquilan la infancia, sea por la vía del abuso sexual o de la programación laboral de los niños, esos que están destinados, desde la más corta infancia, a juntar cartones, mendigar o servir “humildemente”, o esos que, más acomodados, son programados por sus madres a cumplir con una agenda completa de actividades paraescolares (donde, es seguro, volverán a encontrarse de cara con la “tentación” que la sobreactividad pretende sofocar).
Para los otros, para los que acariciaron los rosados de los carrillos inflamados de los putti de ayer y de siempre, para los que confortaron a los sorditos e inculcaron en los pobres de espíritu una idea de comunidad diferente de la posición de clases (en fin, para los que creen en el cielo), un abrazo pascual y esta promesa: no desaparecerán los Ricki Martin del planeta. No lo consiguieron los nazis, no van a conseguirlo, ahora, los dueños de los multimedios.
Felices pascuas
Infelices los niños
por Daniel Link para Soy
Sabíamos que Ratzinger-Palpatine, representante del lado oscuro de la fuerza, había sucedido a Wojtila (el papa beat, guitarrista y campamentero) para venir a destruir toda posibilidad de multiplicación de Rickys Martin. Nunca creímos que llegaría a tanto, a la traición de sus curitas y a la entrega de su propio hermano en pos de ese objetivo.
Doscientos sordos dicen, ahora, que cuando eran niños les soplaron la oreja (olvidando a la Divina Concepción, cuando el Espíritu, como se sabe, convertido en paloma, derramó su amorosa savia por la vía auricular de la Madonna).
Mañana aparecerán quinientos mudos que se quejarán de que, allá lejos y hace tiempo, les taparon la boca.
Lo mismo pasó acá, con ese profesor de artes plásticas al que señores ya mayores y muy acomodados de San Isidro le recriminaron no sé ya bien qué goces muy prescriptos de su primera juventud. “A vos no te fue tan mal, gordito”, tendríamos que haberles dicho a esos ex-rugbiers de la zona norte.
En Londres, cualquiera que trabaje con “niños o grupos de riesgo” (sic) debe registrarse ante las autoridades policiales. Incluso los padres que hacen pool para llevar a sus hijos y compañeritos al colegio deben pasar por esa humillación canalla. Al mismo tiempo, dicen que las maestras de las escuelas primarias están capacitadas para impartir lecciones de sexualidad humana. En Estados Unidos, lxs profesores son conminados a mantener las manos sobre el escritorio, como si fuera la obligada presunción que cualquier docente va a la escuela sólo a tocarse.
¿Qué pretenden proteger, qué idea de la infancia (a la que entregan, sin embargo, a las manipulaciones del peor capitalismo, el nuestro y el de ahora) tienen esas gentes?
En el momento exacto en que el deseo homosexual es familiarizado por la vía matrimonial (es tan difícil que dos homosexuales generen otrx, por esa vía, como que los chanchos, incluso los presidenciales, vuelen), el Papa de los zapatitos rojos promueve la tolerancia cero. Sea. Habría que agregar: tolerancia cero, sí, para con los que odian, violentan y sueñan políticas de exterminio. Tolerancia cero para los que aniquilan la infancia, sea por la vía del abuso sexual o de la programación laboral de los niños, esos que están destinados, desde la más corta infancia, a juntar cartones, mendigar o servir “humildemente”, o esos que, más acomodados, son programados por sus madres a cumplir con una agenda completa de actividades paraescolares (donde, es seguro, volverán a encontrarse de cara con la “tentación” que la sobreactividad pretende sofocar).
El estado no tolera sueños disidentes. La familia no entiende que haya personas (profesorxs de música, de artes, de gimnasia) que prefieran trabajar con niños y no con adultos y por eso criminaliza a priori sus conductas.
Los monseñores y curas de parroquia, porque siempre creyeron que la Iglesia Católica Romana era un más allá del Estado, son culpables de mucho más que “molestar” con sus caricias timoratas a los niños que tenían a su cargo. Son culpables de haber permitido que se fortaleciera la paranoia sobre la infancia, ahora considerada un grupo de alto riesgo.
En épocas menos alarmantes me gustaba jugar con niños que no fueran mis hijos. Hoy no me atrevo ni siquiera a dirigirles la palabra. Felices pascuas.
por Daniel Link para Soy
Sabíamos que Ratzinger-Palpatine, representante del lado oscuro de la fuerza, había sucedido a Wojtila (el papa beat, guitarrista y campamentero) para venir a destruir toda posibilidad de multiplicación de Rickys Martin. Nunca creímos que llegaría a tanto, a la traición de sus curitas y a la entrega de su propio hermano en pos de ese objetivo.
Doscientos sordos dicen, ahora, que cuando eran niños les soplaron la oreja (olvidando a la Divina Concepción, cuando el Espíritu, como se sabe, convertido en paloma, derramó su amorosa savia por la vía auricular de la Madonna).
Mañana aparecerán quinientos mudos que se quejarán de que, allá lejos y hace tiempo, les taparon la boca.
Lo mismo pasó acá, con ese profesor de artes plásticas al que señores ya mayores y muy acomodados de San Isidro le recriminaron no sé ya bien qué goces muy prescriptos de su primera juventud. “A vos no te fue tan mal, gordito”, tendríamos que haberles dicho a esos ex-rugbiers de la zona norte.
En Londres, cualquiera que trabaje con “niños o grupos de riesgo” (sic) debe registrarse ante las autoridades policiales. Incluso los padres que hacen pool para llevar a sus hijos y compañeritos al colegio deben pasar por esa humillación canalla. Al mismo tiempo, dicen que las maestras de las escuelas primarias están capacitadas para impartir lecciones de sexualidad humana. En Estados Unidos, lxs profesores son conminados a mantener las manos sobre el escritorio, como si fuera la obligada presunción que cualquier docente va a la escuela sólo a tocarse.
¿Qué pretenden proteger, qué idea de la infancia (a la que entregan, sin embargo, a las manipulaciones del peor capitalismo, el nuestro y el de ahora) tienen esas gentes?
En el momento exacto en que el deseo homosexual es familiarizado por la vía matrimonial (es tan difícil que dos homosexuales generen otrx, por esa vía, como que los chanchos, incluso los presidenciales, vuelen), el Papa de los zapatitos rojos promueve la tolerancia cero. Sea. Habría que agregar: tolerancia cero, sí, para con los que odian, violentan y sueñan políticas de exterminio. Tolerancia cero para los que aniquilan la infancia, sea por la vía del abuso sexual o de la programación laboral de los niños, esos que están destinados, desde la más corta infancia, a juntar cartones, mendigar o servir “humildemente”, o esos que, más acomodados, son programados por sus madres a cumplir con una agenda completa de actividades paraescolares (donde, es seguro, volverán a encontrarse de cara con la “tentación” que la sobreactividad pretende sofocar).
El estado no tolera sueños disidentes. La familia no entiende que haya personas (profesorxs de música, de artes, de gimnasia) que prefieran trabajar con niños y no con adultos y por eso criminaliza a priori sus conductas.
Los monseñores y curas de parroquia, porque siempre creyeron que la Iglesia Católica Romana era un más allá del Estado, son culpables de mucho más que “molestar” con sus caricias timoratas a los niños que tenían a su cargo. Son culpables de haber permitido que se fortaleciera la paranoia sobre la infancia, ahora considerada un grupo de alto riesgo.
En épocas menos alarmantes me gustaba jugar con niños que no fueran mis hijos. Hoy no me atrevo ni siquiera a dirigirles la palabra. Felices pascuas.