sábado, 3 de noviembre de 2012

Hacete amigo del juez...

por Daniel Link para Perfil

La semana pasada celebré la circunstancia de “trabajar con amigos”. En el ámbito de la gubernamentabilidad o el de la política, sin embargo, esa práctica no tiene buena prensa.
La “amistad” en la política parlamentaria se lee como “alianza” y las alianzas, como se sabe, son sistemas de inclusión y exclusión que funcionan según relaciones de fuerza extrañas al concepto mismo de amistad.
En el aparato burocrático-judicial, la “amistad” se deja leer como “complicidad” o “tráfico de influencias” y repugna al ícono mismo de la justicia, que, ciega como es, no puede mirarse en ningún espejo para reconocerse.
Y, en relación con el poder ejecutivo, el mejor amigo aparece como “testaferro”, “subalterno”, “socio”, etc. La “amistad” no coincide plenamente con el nepotismo (una de las máscaras más horribles de la soberanía, la mafiosa), pero enturbia todavía más, con su labilidad, las relaciones de poder. Se habla de “capitalismo de amigos” precisamente para señalar que a la injusticia inherente a una formación económico-social se le añade la injusticia de privilegios fundados en complicidades, alianzas, sistemas de inclusiones y exclusiones, subordinaciones, relaciones societarias, etc.
Todos los gobernantes deben defenderse cuando se los denuncia por haber nombrado a “amigos” en cargos públicos. La famosa “soledad del poder” debe ser la del soberano que ha comprendido que no puede ejercer su gobierno apoyándose en vínculos amistosos porque, inevitablemente, éstos se degradarán, como se corrompe una relación envenenada por la sospecha permanente.
¿Pero no es inherente al gobierno contar con unas fidelidades fraguadas en el equilibrio amistoso? ¿Por qué la soberanía y la amistad son tan complejas en sus relaciones y por qué se sospecha cada vez que sus lógicas se superponen?
Siendo como es un vínculo totalmente imaginario, es difícil sostener cuáles son los requisitos para que una amistad se sostenga. No pareciera necesaria la coincidencia absoluta en todo lo que atañe al mundo, sus propiedades, la vida y sus posibilidades. Conozco relaciones de amistad que no sostienen los mismos puntos de vista sobre el aborto, o sobre la política económica, que no tienen los mismos gustos literarios o artísticos, que no comen siquiera los mismos alimentos.
La amistad supone un raro equilibrio entre sistemas de valores en los que se funda la ética individual y la ética de la comunidad en la que la relación amistosa se funda: ese “afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato”, según la definición académica.
Pero la soberanía, que dice y subraya que no hay comunidad posible sin soberano que la gobierne, es tan ajena a esa ética pura y desinteresada (¡tan boudoudista!) que tal vez por eso estamos acostumbrados a pensar lo peor de los amigos de los gobernantes: “Hacete amigo del juez”, era el precepto más innoble del Viejo Vizcacha.
Si tuviera que gobernar, sólo podría hacerlo con amigos. Para no perderlos, me abstengo de semejante despropósito.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No pasa por la amistad sino por la capacidad de los amigos. Incluso de los familiares, como la esposa de Capitanich.

Si la persona es capaz no ofende ni genera sospecha.

Poner a tu verdulero en el mercado central es muy distinto a poner a un académico en el ministerio de educación.