Por Daniel Link para Perfil
Recibimos pésames de muchas personas a propósito de la muerte de Edgardo Cozarinsky, como si fuéramos sus deudos. Éramos, en efecto, “familia” (eran sus palabras). Cada tanto saludaba a mi mamá en las redes. Escribí sobre sus libros y películas, asistí a sus rodajes, Sebastián Freire hizo fotos para uno de sus libros.
Edgardo era un escritor enorme y un cineasta exquisito pero era, sobre todo, discreto. Jamás la jactancia o el resentimiento (que es su contracara) opacaron su brillante conversación.
Becados en Bellagio, Edgardo quiso visitarnos y se alojó en el Grand Hotel Villa Serbelloni, a la vera del Lago di Como y comimos en ese lujo decadente que a él tanto le gustaba. Compartíamos un cierto gusto camp por esos ambientes que hablaban de épocas perdidas que Edgardo pudo haber conocido pero nosotras, con certeza, no.
Alguna vez, porque no entendíamos su entrañable recuerdo de una ciudad que no nos había gustado, tuvo que confesar que tenía que ver con un amor de juventud. Buah.
Edgardo decía mucho “Buah”, como para englobar un montón de cosas que no hace falta decir, pero que tienen que tener un lugar en el cuento. Era muy diferente del “Bueno”, que indicaba más bien un límite.
Además del gusto por la decadencia burguesa, Edgardo era un excéntrico. Un desencajado.
Su último gesto (que, por supuesto, hay que entender políticamente) fue su conversión al catolicismo. Siempre le habían divertido mis relatos de mi primera comunión tardía y mi carrera meteórica hasta ser responsable de misa de veinte en la parroquia del Niño Jesús de Praga. Además, era un admirador confeso de la orden de los capuchinos y colaboraba (no recuerdo bien de qué modo) con la Cripta de los Capuchinos, donde reposan los Habsburgo. Ésa era otra de sus obsesiones: Mitteleuropa. No sólo como autor (varias de sus novelas tomaban de ese inestable territorio algunos personajes y motivos narrativos) sino como lector (Joseph Roth).
Pese a lo mucho que significó París en su vida (sobre todo afectiva), terminó odiando la ciudad y sus habitantes nativos.
No obstante, hay algo profundamente parisino que se le pegó para siempre: su frecuentación de Roland Barthes. Lo había escuchado en su seminario sobre S/Z y se acercó a decirle que él era el emblema viviente de su teoría, porque su apellido familiar fue mal anotado en Migraciones y así pasó de la S a la Z. Yo siempre pensé que fue un invento de Edgardo, pero Barthes le creyó. Lo asesoró para su librito sobre el chisme e incluso le dijo que lo agrandara para hacer una tesis, a lo que Edgardo opuso como excusa mi “invencible pereza”.
Una vez le mostró una foto de sus padres en la playa, su madre ya embarazada, y Barthes le dijo: “para abrir Cozarinsky par lui-même”.
Todo lo que hizo Edgardo parece haber seguido esa indicación de volverse un capítulo de su “par lui-même”, que escribió hasta el último suspiro.
La literatura argentina lo extrañará. Nosotras seguiremos conversando con él, en ese espacio en el que se encontraba tan a gusto: la comunidad de los ausentes.
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