sábado, 3 de diciembre de 2016

El sueño eterno


Por Daniel Link para Perfil

Las revoluciones las hacen las multitudes, no los hombres (o mujeres) individuales. Las multitudes sueñan su emancipación, su futuro y su dicha. Su resistencia al poder y su vocación de revuelta son el índice de un malestar que se potencia a medida que dura en el tiempo. Aunque la lógica temporal de la revolución todavía no es clara, sabemos que no se mide en vidas humanas y que se corresponde con un desgarramiento, porque allí donde hay deseo (o amor) hay desgarramiento.
Los hombres (o mujeres) individuales forman partidos, arman conspiraciones, crean planes estratégicos, pero sin el deseo y el desgarramiento no se llega a nada, porque las ideas justas son a veces ideas que se atienen al sentido común dominante y al consignismo establecido (“paz, pan y trabajo”), meros puntos de verificación.
El pensamiento revolucionario (que compromete los cuerpos, los tiempos y los relatos), en cambio, es tartamudo, se expresa sólo con interrogaciones (“¿Qué hacer?”), quiebra todas las demostraciones.
Murió Fidel Castro. Sea. Para muchos estaba muerto hace ya demasiado tiempo, desde el momento mismo en el que la Revolución Cubana se empantanó en su propio mar de los sargazos. Fidel Castro fue un líder: no el que inventó la Revolución, sino el que encauzó los sueños, las esperanzas y las energías de una multitud incivil. Lo que pasó después, es bien sabido (también la Revolución Francesa terminó en Napoleón).
Los medios del mundo (especialmente los argentinos) aprovecharon la circunstancia para cerrar definitivamente un libro enmohecido y arrojarlo al agua para que se lo devoren los tiburones. Con una algarabía que hiela la sangre, dijeron “Ya está”. Fracasó la revuelta de los catalanes (1640-1652), fracasó la revolución inglesa (1642-1689), fracasó la Revolución Francesa (1789), fracasó la Comuna de París (1871), fracasaron las Revoluciones Mexicana (1910), Bolchevique (1917) y Cubana (1959), se nos dice. Basta de estos asuntos. Dediquémonos al desarrollo. Pero en fin, para citar al filósofo: “¿quien ha creído en algún momento que una revolución termina bien? ¿Quién, quién?”.
Una revolución no es solamente el proceso por el cual se toma el poder (es decir el Estado) para constituir una nueva casta de burócratas, sino un desgarramiento que introduce al nuevo pueblo y desplaza el horizonte de lo imaginable hasta límites desconocidos hasta entonces.
No se puede (no se debe) someter el deseo, la esperanza y la espera de la revolución a la lógica del “suceso” o de la adecuación entre los objetivos y los logros. Todo el mundo sabe que las revoluciones fracasan. Pero que las revoluciones se frustren o que salgan mal nunca ha conseguido extirpar del todo el deseo de revuelta e insurrección.
Murió Fidel. Pero la idea (el deseo, el sueño, la esperanza) siguen intactos mientras la única salida para el ser humano consista en volverse revolucionario (no por capricho, sino porque la cuota de sufrimiento que el estado actual del mundo provoca es demasiada alta). Cuantas menos certezas tengamos sobre el tiempo que vendrá, tanta más energía habrá de liberarse cuando llegue el momento. Y cuanto más fracasen las revoluciones, cuanto más se obstine el poder en confundir el relato histórico con el deseo, tanto más nos aferraremos a nuestro sueño.
Antes se suponía o se sabía que la revolución la harían los campesinos y los obreros. Pero esos nombres han dejado ya de ser políticos (han dejado de ser el sujeto de la historia) y las clases, sin desaparecer, han cedido su protagonismo a nuevas singularidades: las mujeres, los desocupados, los indignados, los que se oponen al orden neoliberal (continuo desde la década del setenta, no hay que engañarse), los ecologistas, las comunidades indígenas, los disidentes sexuales, los migrantes, los hackers, los poetas y los artistas, las máquinas, yo qué sé (¿no fundan las películas Terminator y Matrix un pensamiento terrorista sobre la hipótesis maquínica?).
Murió Fidel y alguien dijo que murió el último de los dioses del siglo XX. No tanto ni tan poco: un sumo sacerdote de un culto que seguirá vivo, eterno y sin dueños. 


 

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