sábado, 27 de febrero de 2021

Inventos argentinos

Por Daniel Link para Perfil

Llegué casualmente a este asunto gracias a un encargo periodístico (el trabajo dignifica).

Entre 1867 y 1880, Pablo Subieta Dávalos, escritor potosino, residió como exiliado en la ciudad de Salta. En una conferencia destinada a halagar a la sociedad que lo recibía, ensalza los méritos de dos mujeres salteñas, Juana Manuela Gorriti y Jacoba Tejada. La primera tuvo más suerte en las efemérides y los nombres de calles que la segunda, de quien Subieta Dávalos sólo subraya el haberse convertido en una de las primeras matronas de Padua, donde fue a residir con su esposo.

Los Tejada pertenecían a una noble familia salteña. De hecho, en 1821, el año su muerte, el General Martín Miguel de Güemes vivía en la casa de doña Josefa Tejada de Saravia, a quien le pagaba alquiler. No es ésta la Josefa que alabó el potosino, sino otra de una generación siguiente, que fue casada el 6 de noviembre de 1856 en la Catedral de Salta con el Dr. Paolo Mantegazza, médico y antropólogo italiano recién llegado a Argentina y que había conocido a la niña salteña en una de las exclusivas reuniones del recién fundado Club 20 de Febrero. “Acaso una partitura de Donizetti o de Berlioz dio principio a la historia romántica que llevó a la sencilla joven del hogar colonial a la corte de Italia”, conjeturó el historiador salteño Miguel Solá.

Paolo Mantegazza (neurólogo, fisiólogo, antropólogo) se entretuvo en el norte investigando las propiedades de la coca, sobre las que escribió una monografía (“Sulle virtù igieniche e medicinali della Coca”, 1859) que no pasó inadvertida en el Viejo Mundo. Descubrió incluso el principio activo de la planta, pero eran tantos sus intereses (publicó libros en favor del amor libre, consejos prácticos para la elección de parejas, descripciones botánicas y etnográficas, novelas de ciencia ficción) que no se preocupó en darle nombre al alcaloide, cosa que sí hizo el alemán Albert Niemann en 1860, arrebatando a los argentinos la propiedad intelectual sobre una sustancia que habría de cambiar el mundo. Niemann explicó el proceso para la extracción de lo que llamó cocaína y luego el boticario Heinrich Emanuel Merck se dedicaría a producirla en su fábrica (de allí el usual sobrenombre de “merca”).

Se me dirá que aunque Mantegazza recorrió íntegramente el país en los períodos entre 1854-58, 1861 y 1863, y recogió testimonios orales de usos y costumbres de la coca (fue amigo de Juan María Gutiérrez y Lucio V. Mansilla y por su intermedio, conoció a los caciques Mariano Rosas, Coliqueo y Calfucurá), no era argentino.

Pero eso no debería ser obstáculo para nuestro orgullo patriótico. ¿Acaso la birome no fue un invento de un inmigrante húngaro, László József Bíró, cuya contribución a las arcas del tesoro argentino y a la invención criolla no cesa de celebrarse?

¿Y acaso cocaína y birome no han formado parte de un pequeño escándalo en el salteño colegio Jean Piaget en 2017, cuando unos niños simularon tomar cocaína (era azúcar impalpable) con una carcaza de birome para publicar el video en youtube? ¡Vermú con papas fritas!

En todo caso, Mantegazza aísla la cocaína y estudia también el guaraná: “Inmerso en un estado de beatitud mantuve siempre la conciencia limpia y pude apuntar algunas de las extrañas imágenes que pasaban ante mis ojos: una gruta repleta de lianas y, en el fondo, una tortuga de oro sentada en un trono de jabón”.

Entusiasmado por las observaciones de Mantegazza, el Dr. Freud las dará a todas por certeras y las llevará más lejos: la cocaína suelta la lengua, estimula, aligera la pesadumbre y las tensiones, tiene un poderoso efecto afrodisíaco (Mantegazza ya lo había notado). Todo esto podrá ser cierto o no. Pero es indudable que sin el influjo mágico del norte argentino y sus saberes alquímicos subalternizados, ni Mantegazza ni Freud hubieran llegado a nada, o hubieran llegado a otra cosa.

Vaya esta lección para futuros inventores: el nombre importa. “Birome” no tuvo demasiado éxito, mucho menos “esferográfica”. “Bolígrafo” se impuso en el idioma castellano y Bic (a quien Biró le licenció su invento en 1951) en el mundo entero.

No hay comentarios.: