Querida familia de Manuel Puig reúne las "cartas europeas" de Manuel Puig enviadas a su familia entre 1956 y 1962, amorosamente recopiladas por Graciel Goldchluk para editorial Entropía (Buenos Aires, 2005, 400 págs., ISBN 987.21040.2.6). El período cubierto por estas cartas familiares corresponde a lo que la compiladora llama "novela de formación" (el pasaje de Coco, el sobrenombre familiar de Puig, que quería triunfar en el mundo del cine, al autor de novelas). Bien leídas, las cartas pueden entenderse como un vasto proceso que se orienta, por un lado, a la desidipización del "yo" y, por el otro, a la construcción de una voz a la vez íntima e impersonal (la voz que sostendrán, cada una a su modo, todas las novelas de Puig).
Puig comienza siendo el tirano de la correspondencia reclamando cartas y más cartas como cumplimiento del contrato que le permite alejarse del entorno familiar. Ya sabemos que las cartas se escriben precisamente para mantener al otro a la distancia y, en el caso de Puig, esa tensión se vuelve evidente cuando deja de ser él quien reclama volumen epistolar y pasa a ser el moroso. Emblemáticas como punto de inflexión son las cartas de 1962, cuando Puig, que estaba ya borroneando el "guión" sobre Villegas (La traición), confiesa que extraña y quiere pasar, en viaje rumbo a USA, por Buenos Aires. En la carta del 14 de mayo, Puig se deshace en disculpas con su madre, le pide paciencia y le pone distancias: no sabe cuándo podrá visitarlos ("desgraciadamente no puedo hacer lo que quiero"), y tampoco le parece conveniente que su madre viaje a visitarlo a él ("¿qué vas a hacer sola? No creo que sea lo ideal").
No es (nunca lo es) el amor a la madre lo que aquí se juega, sino la reconstitución del vínculo sobre nuevas bases (lo mismo, podría decirse, que pretende Puig en todas y cada una de sus novelas, que rehacen las nociones de familia, amistad, compañerismo, vecindad, servidumbre, todas las nociones asociadas con vínculos sociales, de acuerdo con parámetros utópicos). La madre será para Puig, con los años, la compañera. Pero en 1962 es todavía una corresponsal que conviene mantener a la distancia, porque precisamente la "formación" del escritor no ha llegado todavía al punto de coagulación que significará La traición de Rita Hayworth, esa supernova que atraviesa la galaxia de la literatura argentina desestabilizándola para siempre.
En ese proceso de formación resulta reveladora (tal como reconoce Graciela Goldchuk) la frecuente alusión de Puig a películas europeas (le impresionó muy favorablemente Accattone de Pier Paolo Pasolini) y la descalificación del cine industrial de Hollywood, al que volverá a amar (de otro modo) hacia el final de su vida. Lejos del estereotipo de la loca descerebrada que extrae su saber sobre el mundo de un conjunto de películas más o menos triviales, Puig se muestra como un espectador sensible no sólo a los modos de representación cinematográfica sino teatrales y pictóricos (tan agotadoras como las sesiones cinematográficas son los raídes museológicos, de los cuales Puig siempre sale enriquecido). El carácter contracanónico de su mirada puede leerse en algunas de sus páginas, con lo cual puede entenderse hasta qué punto esa formación estética es correlativa de una formación en los asuntos de la carne y, por lo tanto, hay que agradecer que Puig haya puesto por escrito en las cartas familiares los diferentes hitos de esos procesos, que constituyen un material precioso para quien tenga interés, además, en analizar el ritmo de su coming out (coincidente con el proceso de desidipización del yo).
En cuanto al lenguaje de la correspondencia: he allí la elegancia en su forma más pura (sin la mediación, todavía, de la institución literaria). Si estas cartas constituyen un material precioso para el fetichista, también lo serán para los expertos en políticas lingüísticas. No sorprende tanto la extraterritorialidad lingüística de Puig (respecto del italiano, el alemán, todos los idiomas), sino más bien la maestría para transferir a la escritura registros y tonos desconocidos en la literatura argentina (y, aún, mundial) hasta su aparición. No sólo es el deseo de Puig lo que vemos que se transforma en este epistolario, sino su relación con el lenguaje (y no se puede pensar esas transformaciones, una vez más, como procesos separados). Porque Puig se desedipiza es que escribe estas cartas en las que la loca corre suelta y feliz por la página en blanco ("la cabezona Anne Baxter", "la Virginia [Mayo] aprendió a trabajar, ¿cuándo le tocará el turno a Amelia Bence?", etc.). Y porque la loca se desata (gracias a la distancia, es decir: gracias a las cartas) es que su deseo se desedipiza y pasa del cine a la literatura: de lo quedará para siempre como objeto amado junto con la madre, a lo que lo definirá para siempre como sujeto: sujeto de escritura.
Sólo de los grandes escritores (Flaubert, Kafka, Proust, Puig) nos interesa leer cartas: es porque sabemos que, en esos casos, las cartas son la continuación de la literatura, por otras vías. No su materia, sino el mismo impulso aplicado en relación con un público más reducido: no la mera intimidad, sino la intimidad impersonal propia del arte. Gracias a este epistolario Puig vuelve a cautivarnos como siempre, como la primera vez (como en La traición de Rita Hayworth, como en Cae la noche tropical). Esperaremos con impaciencia los siguientes volúmenes de este epistolario: nos interesa (porque Puig sigue siendo el más grande de nuestros novelistas) lo que Coco tenga para decir sobre el mundo, sobre nuestro propio futuro.
Las tres gracias
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Hace 2 semanas.
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