por Damián Tabarovsky para Perfil
Retomo donde suspendí la semana pasada, glosando la excelente columna de Daniel Link del sábado 8 de junio, en la que era cuestión el
programa de Lanata, del modo trivial en que se burlaba de Carta Abierta,
y del antiintelectualismo reinante. Link me dio a pensar en Carta
Abierta, en las razones por las que ese colectivo de intelectuales es
sometido a escarnio, agresiones, embates. Uno de los componentes
fascistas de nuestro tiempo es que todos nos vemos obligados a aclarar
desde dónde hablamos. A hacer un rodeo demostrativo, como si uno tuviera
que mostrar su DNI antes de tomar la palabra. Pues, diré, pagando el
diezmo al fascismo: si pensara como Carta Abierta integraría el grupo,
hecho que no ocurre, evidentemente.
Mucho podría decir críticamente sobre las cartas, que provocan
discusiones político-intelectuales de gran valor (pienso en los
artículos de Alejandro Katz o de Beatriz Sarlo, con quienes muchas veces
tampoco comparto sus miradas, pero sí comparto, como con Carta Abierta,
una vocación por no renunciar al rigor intelectual). Pero si Carta
Abierta es habitualmente objeto de agresividad mediática es por una
cuestión anterior: por el carácter colectivo y público de exponer una
palabra político-intelectual. Ese hecho, esa posición, trae una novedad
en la relación entre intelectuales y política, e incluso en la relación
entre intelectuales y gobierno en la democracia. En los años del
alfonsinismo existieron varios grupos de intelectuales cercanos al
gobierno (el Grupo Esmeralda u otros). Pero lo hacían en calidad de
asesores. Como un think tank proveedor de papers, estrategias
discursivas, tácticas de imagen y opinión pública para el gobierno. Su
palabra era operativa y privada o, mejor, dirigida confidencialmente al
gobierno. Esos grupos, como tales, no participaban de la discusión
pública. Por supuesto que la mayoría de esos intelectuales
–prestigiosos, serios, con “obra”– publicaban artículos individuales en
el mismo horizonte de preocupaciones teóricas, en revistas como La
Ciudad Futura (o más lejanamente Punto de Vista), e integraban círculos
como el Club de Cultura Socialista –el que a veces sí emitía
comunicados–, pero nunca tomaban la palabra en clave
política-intelectual como un colectivo público. Esa idea del intelectual
discreto que presta un reservado servicio técnico-político funcionó
también en el peronismo renovador, e incluso en el Frepaso. Nadie podía
discutir con el Grupo Esmeralda, porque éste sólo existía en la esfera
técnica-profesional. Su perspectiva no era la de poner en circulación
textos en el espacio público. El Grupo Esmeralda ofrecía al gobierno, de
modo técnico, un saber específico adquirido en otros ámbitos (la
universidad, centros de estudios privados, etc.). Carta Abierta, en
cambio, trae la innovación de ser un colectivo intelectual que toma la
palabra, que se expone públicamente. Y desde allí marca su relación con
el Gobierno y con el resto del campo político e intelectual. La novedad
no es que sean más o menos “oficialistas” (término igualmente trivial)
ya que intelectuales más o menos “oficialistas” hubo siempre, sino esa
posición de exponer en público un texto político-intelectual, hecho que
se vuelve inaceptable para el antiintelectualismo mediático
(continuaremos la semana que viene).
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Hace 2 horas.
2 comentarios:
Si la política fuese cosa de intelecutales, Einstein habría sido presidente del mundo.
El intelectual a las aulas y el patotero al poder.
Nunca leí un manifiesto peronista tan claro. ahora entiendo por qué no comparto su credo.
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