Por Daniel Link para Perfil
Esta mañana me levanté tempranísimo
para esperar al camión de la mudanza. Desde hace días teníamos
todo embalado salvo tres o cuatro cosas. A primeras horas de la
tarde, nuestros muebles ya estarán acumulados sin ton ni son en
nuestro nuevo hogar. Mientras tanto, esperamos, los empleados de la
mueblería estarán colocando el placard y la biblioteca que mandamos
a hacer con el plan Ahora 12, los expertos en aire acondicionado
estarán mudando los aparatos de nuestra antigua casa a la nueva y
los empleados de cable estarán instalando Internet. Un ejército de
trabajadores nos asisten en este trago amargo. Todos mis amigos me
desean “que sea con felicidad” y todos mis proveedores insisten
en que mudarse es “muy movilizador”: la muerte de un pariente, el
divorcio, la mudanza, en ese orden. A dos grados de separación de la
muerte y a uno del desgarramiento afectivo. Pienso que quienes dicen
eso es porque se han mudado poco, o han tenido pocos muertos
familiares o no han sufrido penas de amor. Mudarse es un fastidio muy
de otro orden, porque no involucra en modo alguno lo irreparable.
De todos modos coincido en que no
quisiera mudarme nunca más, porque cada vez la revisión de papeles
para decidir qué guardar y qué tirar me sume en una profunda
desdicha.
Quisiera estar en el campo, comprando
hierbas aromáticas en mi verdulería favorita, Parador Fruit, o
quejándome de lo sosa que estaba la sandía que me vendieron el otro
día. A esa otra casa no voy a tener que mudarme. Ya funciono allá
con menos estrés que en Buenos Aires.
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