por Daniel Link para Perfil
A veces se dan raras circunstancias que
nos hacen pensar que, todavía, el mundo puede tener un centro y que
participamos, de diferente modo, de sus incandescencias. Este fin de
semana el centro del mundo parecía Berlín. Yo había llegado a esa
ciudad que amo y temo al mismo tiempo para una reunión en el Ibero
Amerikanisches Institut de la cual dependían diez años de trabajo.
Al mismo tiempo tiempo que yo, Alan
Pauls organizaba, con la complicidad de SIlvia Fehrmann, una semana
de cine argentino en la Haus der Kulturen der Welt. Mariano Llinás,
Martín Rejtman y la enorme Albertina Carri formaban parte de la
comitiva.
Desde otras latitudes, llegaron
Alejandro Ros y Maitena, quienes vinieron a participar de la edición
2015 de FOLSOM, el Festival Leather callejero que trastorna los
sentidos y el sentido del decoro berlinés.
La semana de cine se abrió el
miércoles pasado con Jauja, la última película de Lisandro
Alonso, que no me resulta simpática, pero que Alan Pauls pensaba que
era tal vez demasiado radical para inaugurar un evento de este tipo.
Antes, Silvia Fehrmann había hilvanado con exquisitez las palabras
justas (del castellano y el alemán) que permitían hermanar dos
ciudades, Berlín y Buenos Aires y las culturas que esas metrópolis
representan.
Después, la programación se sucedió
a un ritmo de vértigo en la misma sala en la que yo alguna vez cubrí
una Berlinale, lo que me trajo recuerdos de otros tiempos, cuando
Berlín no estaba tan llena de argentinos. El viernes, después de la
proyección de Los rubios, algunos de los que integrábamos
esa Internacional Argentina sin proyecto político, nos fuimos a
comer algo y a comentar las novedades últimas sobre la situación de
los refugiados sirios. Éramos, una vez más, como niños que
jugábamos a reinventar la Argentina y trazábamos, sin comprenderlo
bien, un diagrama que en algún sentido desmentía la ilusión de
centro que nos había dominado y nos arrojaba a una excentricidad
desusada en Berlín: el barroco y su doble centro, su excentricidad,
su descentramiento.
Albertina (cuyas extraordinarias
instalaciones venía yo de ver en el Parque de la Memoria) era el
centro solar de esa rara coincidencia de argentinos, la luz belicosa
y, al mismo tiempo, suave que atravesaba los nubarrones berlineses.
Rafael Spregelburd, quien no estaba en Berlín, fue el centro
ausente. El mundo y la vida, nos dimos cuenta, seguían en otra
parte.
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