por Daniel Link para Perfil
Europa se identifica imaginariamente
con la Humanidad. De allí el profundo tono emocional de sus crisis,
que a nosotros, acostumbrados a sortear con cierta eficacia los
protocolos del exterminio (1976), la anomia (2001) y la indigencia
(2015) nos resulta un poco exagerado. Universales ya difícilmente
puedan sostenerse, pero es verdad que, cada tanto, Europa ve
tambalearse el delicado edificio de sus unidades filosóficas. Los
lamentos de cisne moribundo son, en última instancia, un rasgo más
de eurocentrismo.
Días atrás estuve en Berlín,
viviendo en Kreuzberg, en una de cuyas más burguesas esquinas fue
instalado un centro de acogida para adolescentes sirios sin familia.
Al caer el sol, los jóvenes se reunían en la puerta a fumar, tomar
cerveza y, pienso yo, a evocar la patria perdida casi para siempre.
Después de la crisis financiera
griega, que hizo temblar el tinglado económico urdido con paciencia
de chino por los propulsores del Euro, la crisis de los refugiados
sirios casi desbarata el Schengen, el nombre fronterizo de la
"Comunidad".
Al denunciar los acuerdos de Dublin, al
aceptar recibir a 800.000 refugiados en un año, al obligar a sus
socios europeos a comprometerse a recibir sus respectivas cuotas de
refugiados, Angela Merkel sacó a Europa de la atonía en la que se
encontraba. Por cierto: no hizo más que escuchar las demandas de una
sociedad que se manifestó dispuesta a ir en auto a las fronteras
para hacerse cargo de familias de migrantes sin destino. Abiertas las
puertas de las casas privadas, ¿cómo iban los Estados, la expresión
del deseo particular, a cerrar las suyas?
Cada fin de semana se asientan en
Munich, en improvisados campamentos, 20.000 refugiados que huyen de
la guerra y confían en uno de los más altos valores de
humanitarismo: la hospitalidad.
España aceptó a regañadientes los
acuerdos propuestos por Alemania. Dinamarca cerró sus fronteras a
los migrantes. Grecia, la puerta hacia los mundos otros (no en vano
aquellos griegos inventaron el vocablo "bárbaro"), sonrió
al contabilizar los contratos que obtendría del tráfico de
migrantes.
El enigma, como siempre, sigue siendo
Rusia. Si un ruso afrancesado (Alexandre
Kojève o Александр
Koževnikov, 1902–1968) fue quien imaginó los acuerdos
arancelarios, económicos y políticos que con el tiempo dieron su
coloratura a la Eurozona y a Schengen, hoy es difícil saber qué
pasa por la imaginación tenebrosa de Tartaria.
Berlín
no es ya la ciudad que yo amé en mi juventud. Están, por un lado,
esos chicos sirios cuya belleza en sombras no podemos sino observar
con melancolía y están esos rusos que han comprado casi todos los
lugares que yo solía frecuentar. El goteo casi imperceptible de lo
que alguna vez llamé "La mafia rusa" formó en Berlín un
caldo de cultivo ahora aderezado por la marea siria.
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