Una de las actividades del encuentro cordobés “Derechos lingüísticos como derechos humanos” del que yo participé la semana pasada fue el ciclo de acciones urbanas “Las Malas Lenguas”, al que invitaron a Gabriela Medrano Viteri y Felipe Zegers, ciudadanos de Chile, detenidos esta semana en Palermo porque dejaron no sé qué parlante en el hotel donde habían sido alojados. El encuentro (que ningún diario de Buenos Aires se dignó a registrar correctamente porque acá la mala fe reina) tenía como objetivo reflexionar contra las políticas miserables y/o paranoicas del Congreso de la Lengua, armado para satisfacer las demandas idiomáticas y empresariales de los Borbones (“modifiquen las leyes laborales”, reclamó Luis Felipe XXII, o como se llame).
A los chilenos los confundieron con terroristas anarquistas que planeaban un atentado porque se fueron al alba (tomaron el mismo vuelo que yo) y sin pagar (éramos invitados). Claro, es que, como dice el genial artista conceptual uruguayo Luis Camnitzer en su “Hacia una teoría del arte boludo” (2005) “La obra de arte boludo ideal y lograda deja de ser legible como perteneciente al campo del arte” y un parlante que recita la Declaración de Derechos Humanos con declinaciones inclusivas fue
leído como un acto de terror. Los boludearon, como se dice.
El arte siempre ha tenido que lidiar con el fracaso, la trivialidad, el kitsch, la boludez.
Para Luis Camnitzer, el arte boludo se diferencia de “un arte meramente estúpido (en términos de no-inteligente), emocionalmente inexpresivo, o trivial y obvio”. De las políticas de seguridad habría que empezar a pensar lo mismo. Existe incluso la banalidad del Mal (que se expresa en conceptos o en
acciones). La banalidad no minimiza la crueldad de sus efectos.
Para Luis Camnitzer, el arte boludo se diferencia de “un arte meramente estúpido (en términos de no-inteligente), emocionalmente inexpresivo, o trivial y obvio”. De las políticas de seguridad habría que empezar a pensar lo mismo. Existe incluso la banalidad del Mal (que se expresa en conceptos o en
acciones). La banalidad no minimiza la crueldad de sus efectos.
La trivialidad es optimista (pero no tiene futuro: opera en un puro presente). Por eso la música trivial es la que se deja oír en los casamientos, esas celebraciones del contrato civil entre partes societarias que administrarán (por muy pocos años) un patrimonio
ridículamente escaso (entre otras razones: por los gastos mismos de la fiesta).
ridículamente escaso (entre otras razones: por los gastos mismos de la fiesta).
Además del optimismo (“estamos en el camino correcto”), la trivialidad tiene otro predicado más perverso: se pretende inofensiva.
La trivialidad dice poco o nada, provoca un entusiasmo medio, se instala en la mediocridad de lo repetido sin variantes, apela a la sonrisa cómplice. ¿Quién podría enojarse con lo trivial, que a nadie ofende? Pero nada es más terrible que la aniquilación de las pasiones: “a lo mejor resulta bien” reza una canción que es un ejemplo de trivialidad y que Pato, la de la carnicería, tararea para adentro.
No me animo a decir, como Giorgio Agamben: “Nosotros no somos terroristas; pero eso que ustedes llaman terroristas, eso somos”. Ahora, eso sí: mirá que son estúpidos, che.
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