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por Daniel Link para Perfil
En 2020 se termina el mundo. Dicen que
el futuro gobernador de la Provincia de Buenos Aires habilitará al
narcotráfico, y además alentará “el saqueo, el robo a bancos y
el asesinato de personas”. Naturalmente, eso podrá hacerlo porque
la Nación entera estará entregada a una conflagración idéntica,
que no dejará títere con cabeza.
Por supuesto, si el actual gobierno
renovara su mandato, otras tantas plagas azotarían el territorio
patrio.
Los pasajes de ida a cualquier destino
de exilio ya se han acabado, dicen. Y falta el papel especial para
imprimir pasaportes. Los colegios uruguayos ya agotaron su matrícula
para el ciclo lectivo 2020 y las campañas políticas en países
limítrofes han abandonado la trillada amenaza de la Pequeña Venecia
por la amenaza argentina: en eso, dicho con asco, puede llegar
a convertirse cualquier país que equivoque su rumbo.
Si nada de esto se cumpliera, de todos
modos, América Latina enfrenta una ola de barbarie: en Perú, en
Ecuador (donde ya hay estado de sitio), en Venezuela, en Nicaragua.
Todo se deshace, de modo que tampoco es seguro que si nos
sobreviviéramos a nosotros mismos pudiéramos salvarnos de la baja
latinidad.
Y si pudiéramos no sabríamos para
qué, porque la catástrofe climática nos espera. Los hielos
antárticos se desprenden del casquete, suben los océanos, los
glaciares se derriten, los microplásticos asfixian a las morsas y
los sargazos destruyen el equilibrio ecológico de los mares. Miles
de especies desaparecerán y la selva amazónica terminará
desapareciendo, con lo que el planeta entero entrará en una recesión
climática de imprevisibles consecuencias, incluso para las
adolescentes suecas que levantan su voz contra el extractivismo.
Supongamos que alguien las oyera y que
las emisiones de dióxido de carbono se redujeran a cero. Qué
importa, si los diarios nos informan que el planeta está a punto de
sufrir la colisión de ese asteroide o de aquel cometa. No se trata
sólo de los cometas conocidos, sino también de cientos de cometas
invisibles y, además, ay, ¡¡¡de la gran Nube de Oort!!!! que
produce treinta por año. Esto, dicen los astrónomos, incrementa el
riesgo de un impacto catastrófico contra el mundo.
Estamos perdidos a menos que nos
mudemos a Marte. Marte es inhabitable, pero seguramente ya hay planes
de terraformación (previstos, claro, por la ciencia ficción que yo
leo y suelo enseñar). No creo que elijan, para el éxodo marciano, a
personas viejas que se dedican a la filología y de países que
dejaron de existir en 2020. No me hago ilusiones al respecto.
Eso sí, pienso que mi nieta podría
obtener una plaza marciana y me empeño en enseñarle lenguas, qué
es un fractal, esas cosas. Ya sabe reconocer una forma autopoiética.
En el verano trataré de entrenarla en disciplinas que aumenten su
resistencia física. ¿Valdrá la pena?
Ahora parece que no, porque si ningún
asteroide o nube del ort chocara contra la Tierra, de todos modos
existe una última amenaza: nos espera un choque intergaláctico que
acabará con la entera Vía Láctea (Marte y el Sr. Spock incluidos).
Andrómeda,
la galaxia más cercana a la nuestra, ha destruido ya varias
galaxias, reveló un estudio publicado en la revista Nature.
No
estoy seguro, pero me parece que con semejantes advertencias la
prensa burguesa no hace sino avalar el statu
quo
porque ¿qué sentido tendría ninguna acción (desde cambiar de
trabajo hasta depositar un voto en una urna) si de todos modos
sobrevendrá la extinción, el fin del mundo y del universo?
No me parece prudente entregarse a la manía catastrófica porque
sabido es que la llama llama a la llama y nada peor que una profecía
autocumplida para desatar los fanatismos de todas las especies.
Lo cierto es que este mundo (esta galaxia, este continente, este
triste país, esta ciudad y este barrio) es el espacio de
intervención que tenemos al alcance de la mano y es justo y
necesario hacer algo para transformarlo en una ecología más
amigable no sólo para uno sino para todos y cualquiera.
Me conformo con que mi nieta entienda
esta prístina verdad: no hay distopía que pueda cancelar nuestro
deseo de transformación.
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