por Daniel Link para Perfil
Estamos en proceso de desintoxicación. Hace varios años, mi marido descubrió un jueguito encantador (en peor sentido: hipnótico, brujeril). Se juega en cooperativas una carrera en la que hay que cumplir una cantidad de tareas (fabricar cosas, ordeñar vacas, cultivar campos).
Al principio nos divertimos, hicimos amigos en diferentes lugares del mundo. Luego nos fuimos peleando con todos y todas y quedamos, en nuestra cooperativa, sólo él y yo para enfrentar alternadamente cada desafío semanal (que resolvíamos en un día, para que no interfiera con nuestra vida social o nuestro trabajo). Fue inútil, porque el juego se fue complicando cada vez más y los sucesivos reclamos que envié a los desarrolladores cayeron en saco roto. Así que desde la semana pasada, hemos decidido abstenernos de la carrerita lo que, en la práctica, significa que entramos al juego poco y nada.
Esperamos que con el tiempo esa frecuencia incluya períodos de abstinencia cada vez más largos, hasta que nos olvidemos definitivamente del asunto.
Nos asustó no tanto nuestra propia adicción, que manejábamos relativamente bien porque competíamos en semanas alternadas y sin gastar un solo peso, sino la de jugadores rivales, que se mataban por primeros puestos que no otorgaban ningún premio significativo y que, a todas luces, compraban ventajas (que cuestan como mínimo 5 dólares).
Me confortaba diciendo que el tiempo que gastaba en el juego (un par de horas semanales) era de todos modos menos que el que habría desperdiciado en las redes, ese mundo de crueldades y convicciones inquebrantables. Además, imaginaba que iba a poder escribir una novela de ciencia ficción en la que los sencillos robots que forman parte del juego se independizaban del algoritmo que los gobernaba. Iba a llamarse La isla y los robots tenían nombres del campo artístico argentino.
Si la literatura es salud, algún día ese texto se escribirá solo.
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