por Daniel Link para Perfil
Ya dejé Roma, pero al llegar tuve un problema en el departamento que había alquilado. Llamé a la dueña y le expliqué que el lavatorio estaba tapado. Me dijo que mandaría a su madre a arreglarlo, porque el portero (mi hipótesis de solución) no se encargaba de esas cosas.
La madre vino y, munida de una sopapa y un líquido disolvente de mugres, se abocó al destaponamiento, diciendo le barbe. Me sorprendió su diagnóstico, porque yo estaba más bien convencido de que se trataba de largos pelos de mujer acumulados en el sifón de desagüe. Ella tenía razón, claro, y los restos de barbas enjabonadas y afeitadas comenzaron a aparecer ante nuestros ojos asqueados.
Después, conversando con un amigo muy joven, entrenado por su novia con el libro feminista para la vida material moderna, me contó que él, antes de afeitarse, pone sobre el desagüe del lavatorio una hoja de papel de cocina, para evitar que los restos de masculinidad tóxica tapen los caños.
Me di cuenta de cuán naturalizados tenemos los varones ciertos privilegios de la vida cotidiana. Por ejemplo, apenas si nos damos cuenta de que los artefactos para recibir la micción están hechos a nuestra escala y según nuestras necesidades.
En el apartamento romano que habité durante dos semanas, en cambio, todo estaba hecho para las mujeres, desde una perspectiva femenina. El inodoro era prácticamente cuadrado (es decir: mucho más ancho que los comunes y también menos profundo (considerando la distancia desde la pared) y muy bajo. Había que abrir mucho las piernas y realizar cálculos geométricos complejos para evitar el salpicado fuera del recipiente (“mear fuera del tarro”).
Además, sobre el inodoro había una repisa para las toallas que me obligaba a mantener mi cabeza más atrás que el resto del cuerpo. Durante los tres primeros días, contorsionado, fallaba y tuve que limpiar el piso más de una vez.
La dueña de casa y su madre habían diseñado esa vivienda para ser habitada por mujeres. Por eso, también, el baño estaba provisto de un pequeño milagro de confort: un bidet. Si podía sentirme incómodo con el lavatorio y el inodoro (pero, ¿por qué alguien habría de tener en cuenta mi morfología?), la ducha y el bidet me contentaron.
En el resto de la casa había otros toques igualmente destinados a las mujeres (escaleritas varias para acceder a los estantes fuera del alcance medio de una señora o señorita, por ejemplo).
En Roma es fácil extasiarse ante la antigüedad de la civilización tal como la conocemos (los acueductos, las cloacas, los espacios públicos, los tribunales de justicia). Justo es decir que esa civilización fue, desde el comienzo, profundamente masculina y que, aunque se pueda hablar del matriarcado romano, este no tuvo consecuencias concretas en el diseño de la vida cotidiana y de sus artefactos más específicos sino hasta hace muy pocos años. El inodoro que comento es uno de ellos, pero estoy seguro de que podrían hacerse listas pormenorizadas y tomar cartas en el asunto, es decir: reformar la arquitectura, inventar a Vitruvia.
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