por Daniel Link para Perfil
El humo forma densas columnas helicoidales, como una catedral barroca en sueños. Apenas unas llamas tímidas asoman aquí y allá entre los troncos, acariciando las cortezas, que chisporrotean con alegría contenida.
De pronto una lengua de fuego empieza a lamer un tronco con voracidad, y otras llamas se animan a lo mismo, formando una danza dorada y roja de apetitos insaciables. Los troncos arden, pero no parejamente. Algunos (seguramente huecos) dejan escapar por la punta un chorro de fuego amarillento acompañado de un silbido, otros se entregan abrasados a un calor insoportable.
Cada tanto una explosión de resina puntúa la crepitación y vuelan chispas hacia lo alto.
Alrededor del arrebato ígneo, el calor se extiende y alcanza mi cuerpo y el hocico de mis perras que, cada mañana, me acompañan en el ritual de prender el hogar.
No es que les interese particularmente la operación, pero saben que recién después del fuego recibirán su desayuno.
Yo mismo he calculado que el tiempo que me demanda esta piromanía recurrente equivale a lo que demora en calentarse el café.
Antes, he tenido que buscar la leña y acomodarla sobre los ladrillos refractarios. Salir al frío y caminar sobre el pasto mojado hasta la leñera es un golpe de realidad del que no me arrepiento porque podré luego levantar una fábrica de calor que me permita sobrevivir al primer invierno fuera de la ciudad.
Las perras me acompañan a regañadientes. Aunque sufren mejor el frío que yo, que ya imagino las lenguas de fuego y el arrebato calorífico, tienen hambre.
Con el fuego ya encendido, vuelvo a la cocina, para llenar los cuencos de alimento balanceado.
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