por Daniel Link para Perfil cultura
Algunos periodistas especializados tienen dificultades para detectar los brotes verdes del neofascismo o los microfascismos de la vida cotidiana. Dicen que se exagera y les parece que no hay repetición ni ritornello posible. Lo que fue, fue. Y lo que será, será. Avanzamos, hemos avanzado. Y sin embargo...
Al hablar de fascismo (como de cualquier otra cosa) se corre el riesgo de juzgar antes por el resultado que por el momento de formación de esas unidades del rencor y la acción destructiva.
Transitamos un 2025 que inevitablemente recordará que se cumplen cien años de la publicación de la primera parte de Mi lucha, el libro en el que Adolf Hitler expuso su programa político, desde la celda de Landsberg a donde había sido condenado el 1º de abril de 1924, culpable de traición tras el intento de golpe de estado del año anterior.
Todo se venia cocinando lentamente desde antes (Benito Mussolini fue presidente del Consejo de Ministros Reales de Italia desde 1922; Hitler se había afiliado al Partido Obrero Alemán en 1919 y tomó su control en 1921; en 1920 se publicó El judío internacional del industrial norteamericano Henry Ford, gran promotor del nazismo; en 1925 Mussolini ilegaliza todos los partidos políticos salvo el Partido Nacional Fascista; el 10 de marzo de 1925 el escritor judío austríaco Hugo Bettauer fue asesinado a tiros como respuesta a una novela suya que satirizaba el antisemitismo, etc. ).
Es, por lo tanto, ingenuo resistirse a la identificación de las unidades propias de un programa fascista en los titulares de los diarios y enarbolar no sé qué especificidades singulares, como si el fascismo no tuviera el poder de renacer de sus propias cenizas y de reconstruirse sobre nuevas configuraciones. Hay que recordar el poema (antifascista) “Primero se llevaron a....” (1946) del pastor luterano alemán Martin Niemöller que puso el foco precisamente en la frivolidad condescendiente con la que se aceptaron las primeras manifestaciones de un régimen criminal.
El fascismo, tal como se lo lee en Mi lucha, es expansionista y militarista. A diferencia de las demás naciones europeas (imperialistas con foco en los territorios extra-europeos), Hitler se propuso el avance hacia el Este para garantizar el Lebensraum (espacio vital) para el pueblo alemán. Cambiando un poco las figuritas y los nombres propios, hoy se escucha: Groenlandia, Canadá, México, Panamá y, en el último brote psicótico del Sr. Trump, el complejo de resorts en Gaza, previa reubicación masiva de los palestinos. Si esa no es una política exterior fascista, no sabemos cuál puede serla.
Mi lucha está puesta bajo una certeza y una rebelión infantil: “¡Yo no quería llegar a ser funcionario!” (el padre de Hitler lo fue). Por supuesto, es la misma protesta que se podía leer en un declarado antifascista como Hesse. Demian, de 1918, está encabezada por el epígrafe: “Quería tan solo intentar vivir aquello que tendía a brotar espontáneamente de mí. ¿Por qué había de serme tan difícil?”. De modo que la protesta de Hitler contra la casta, su resistencia a ser sólo un engranaje en la máquina gris de la gobernabilidad, liga bien con los movimientos contraculturales de comienzos del Siglo XX, que volverían con toda su fuerza en la década del sesenta. Pero no basta con ser contracultural o libertario para ser inmune al fascismo. Mi lucha es la prueba.
Hitler diferencia entre el “patriotismo dinástico” y el “nacionalismo popular”. Abrazó el segundo y despreció el primero. Todos los esfuerzos de un Hitler todavía austríaco tienen que ver con hacer coincidir Estado, patria y pueblo (la Austria de los Habsburgo era muy plurinacional). Por supuesto, los estudiosos han detallado sus fuentes e influencias, entre las que conviene destacar El judío internacional, de cuyo marco paranoico todavía hoy quedan rastros en las protestas contra el “globalismo”, la “banca internacional” y los organismos de gestión mundial (OMS, Acuerdo de París).
En 1939 George Orwell reseñó Mi lucha (New English Weekly, 21 de marzo de 1940) en la versión inglesa que presentaba una versión favorable a Hitler (en la presentación inglesa se lee: “Europa no deberá olvidar que gracias a él fue rechazado de una vez para todas el comunismo, que con su horda sangrienta amenazaba en 1932 avasallar a todo el Continente”) y Orwell sintetiza: “Había aplastado al movimiento obrero alemán y, por ello, las clases propietarias estaban dispuestas a perdonarle casi todo”. Esa extraña alianza entre el gran capital y el líder populista se repite hoy entre nosotros con horrísinos clamores.
Un lider cachivache declaró en un aniversario de la liberación de Auschwitz que Elon Musk no puede ser tildado de fascista (aún cuando realizó el saludo nazi durante la asunción del Sr. Trump) porque “es un defensor intachable del Estado de Israel”. La expresión sorprende en una persona que se ha declarado ya no como enemigo del Estado, sino como su destructor. ¿Por qué se coloca en un sitial de privilegio algo que ha sido tachado del mapa conceptual de la política? La razón es sencilla: en Argentina, la relación entre Estado, patria y pueblo lleva todavía un sello partidario. Tan plurinacional como la Viena de Hitler (aunque por diferentes razones), Buenos Aires incorporó a esa articulación las (desde una perspectiva conservadora) comunidades malditas: indígenas, disidentes sexuales, discapacitados, migrantes. Contra esa inclusión entendida como revoltijo, el furor fascista de la pureza.
Ese furor no necesita de ningún desencadenante, porque está siempre allí. Orwell señala que “Cuando se comparan sus declaraciones de hace algo más de un año [de Hitler, en 1938] con las de quince años antes, lo que sorprende es la rigidez de su mente, la forma en que su visión de mundo no se desarrolla. Es la visión fija de un monomaníaco y no es probable que sea afectada por las maniobras transitorias de la política del poder”.
Mi lucha (y por eso el libro debe ser leído, en una edición anotada) expone un vínculo de seducción que vuelve hoy como un ritornello. Orwell acierta en subrayar que “Hitler, debido a su mente carente de alegría..., sabe que los seres humanos no sólo desean comodidad, seguridad, jornada de trabajo breve, higiene, control de la natalidad y, en general, sentido común; que también desean, al menos en forma intermitente, lucha y autosacrificio, para no mencionar redoble de tambores, banderas y desfiles de lealtad... Los tres grandes dictadores [Mussolini, Hitler, Stalin] aumentaron su poder imponiendo cargas intolerables a su pueblo. Hitler le dijo [a su pueblo]: ofrezco lucha, peligros y muerte”. Cumplió con creces sus promesas.
Los líderes actuales de la ultraderecha se preparan para otro tanto: las agendas internacionales (2030) interfieren con la marcha del ritornello fascista y lo mismo puede decirse de los movimientos antifascistas que ya se constituyen aquí y allá como una advertencia global. A lo mejor es un miedo prematuro, o son espejismos. Mi lucha, en todo caso, es una señal de advertencia: lo que se dice en el 25 (“La democracia del mundo occidental de hoy es la precursora del marxismo, el cual sería inconcebible sin ella. Es la democracia la que en primer término proporciona a esta peste mundial el campo de nutrición de donde la epidemia se propaga después” o bien: “los vamos a ir a buscar hasta el último rincón del planeta en defensa de la libertad. Zurdos hijos de putas tiemblen”) anuncia lo que se pretenderá hacer en el 33.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario