por Daniel Link para Perfil
Lo vimos en Urca y nos apresuramos a arrarstrarlo a un callejón oscuro, sin salida. MIentras S. le sostenía los brazos trabados en la espalda, yo lo abofeteaba (con la misma mano, del derecho y del revés) y lo interrogaba sobre su presencia en Río de Janeiro: "¿A qué viniste? ¿En qué andás?". Rafaeu Spregelburd sostenía su insolente sonrisa de siempre y callaba, quería callar. Pero nosotros sospechábamos que estaba en contacto con los carteles de la droga que controlan el morro de la Trinidad. Finalmente, sabiéndose sin escapatoria, confesó su misión: "Vine a comprar delanteros para mi equipo de fútbol de dramaturgos, porque si hemos de confiar sólo en Maxi Tomas, nos arrasarán hasta Los Murciélagos (el equipo de cieguitos)". Su respuesta me produjo una instantánea repugnancia y multiplicó mi desconfianza y mis sospechas: ¿con qué plata pensaba pagar esos delanteros que, con otros propósitos, también nosotros codiciábamos? ¿Estaba Spregelburd involucrado en la conexión Schoklender? Así podría comenzar una novela que, si la novela fuera todavía posible (y no una antigualla más que se cultiva en los circuitos de adoradores del Arte Antiguo y las Ferias del Libro), yo escribiría sin mayores tropiezos. Parto de una premisa de realidad: Rafaeu (así lo llaman acá) y yo (Danieu) estamos, en estos días (como tantas otras veces), en la misma ciudad extranjera, y hemos viajado con esos dineros excedentes que las sociedades destinan para estimular el tráfico de ideas. Ignoro por qué las ideas necesitan de los cuerpos para ser movilizadas más allá de las fronteras, y alguna vez Mario Bellatin intentó demostrar la banalidad de esa presunción, sin éxito: los escritores siguen viajando a costa de los contribuyentes.
No era en esto en lo que quería detenerme, sino en la enorme relación de todo lo que hago (o escribo) con la figura y la obra de Jorge Borges, esa suerte de lotería que los argentinos nos ganamos y que nos permite ir a cualquier parte del mundo y tener un nombre y unas frases que invocar, nos importen mucho o poco. Borges es el más aburrido de los escritores barrocos, cuando no el más penoso. Su pensamiento está lleno de contradicciones, efecto de su gusto desmedido por los juegos conceptuales, y su precisión de gramático muchas veces oculta una vacuidad insoportable. Pasolini, Deleuze, por citar sólo a dos gigantes admirados, no gustaban de Borges. A nosotros, para quienes todo comienza con Puig, con Copi, con Spregelburd, nos conviene soportarlo. Millaje obliga.
2 comentarios:
¿LO QUÉ?
Borges es un escritor normal, con algunas cosas buenas y con muchas otras que no lo son. Algunos de los grandes escritores argentinos, como Juanele o Arturo Marasso o Leónidas Lamborghini, no le deben absolutamente nada. No hay que dar por el chanco más de lo que el chancho vale. La nota me parece floja, sorry, no llega a problematizar el objeto.
Publicar un comentario