por Horacio González para Página/12
No es la primera vez que Nelson Castro hace uso de una visión de la medicina y la psiquiatría que corresponde a un trazado binario donde juegan nociones como normal y patológico, pero ahora en la conciencia psíquica de los gobernantes. Es el lenguaje, sabemos, del cruce entre enfermedad y poder, o bien la enfermedad que caracteriza a los poderosos en tanto tales. Si la “normalidad” corresponde a una ciudadanía saludable, lo segundo a una deficiencia psíquica que se adjuntaría a figuras políticas con el latigazo final de que la enfermedad es la “metáfora del poder”. Hace tiempo que el doctor Castro, como tantos otros doctores que dan consejos dietéticos, de estética corporal o de prevención de caries, ha fusionado con el lenguaje de la televisión un lenguaje de la cura y el cuidado de sí, repleto de tecnicismos y palabras elaboradas por los laboratorios que fabrican distintos productos medicinales.La diferencia con los programas de consejos medicinales es que ha logrado absorber en la proposición del “poder enfermo” a las acciones de la Presidenta, a la que al término de cada programa se le dirige como el buen médico que da recomendaciones sobre su supuesta situación psíquica, con una falaz benevolencia, pues se incluye entre los “40 millones de ciudadanos” gobernados por ella, que con toda razón –“se lo deseo, créame, de todo corazón”–, dependen de su racionalidad siempre a punto de ser carcomida por una dolencia abismal, nunca declarada. En su programa televisivo, ése es el momento del diagnóstico. ¡Cuánto nos recuerda a tantos médicos de la literatura universal, con sus monsergas paternalistas! O al revés, sin rozar siquiera que este gran tema de la enfermedad y el arte, que ha sido tratado en recordadas piezas literarias, como la epilepsia del príncipe Mishkin en El idiota de Dostoievski y la permanencia de Hans Castorp en el alegórico hospital de La montaña mágica, de Thomas Mann.
La manera en que el doctor Castro se dirige a la Presidenta es una pieza mayor de la hipocresía (que también es una leve patología), pues aconseja como un personaje extraviado de algún borrador de Molière, mirando a la cámara como un poseído curandero o un profeta desocupado, y mientras parece escribir en su recetario, con una sintomatología de simulación (que para los médicos positivistas del siglo pasado era una forma estetizada de la mejor patología), finge estar preocupado por la paciente, mientras no logra ocultar una puntilla de gozo por estar en situación de decretar la locura en un enemigo político. Metáforas habituales, como “enfermedad”, tan bien tratada en su relación con el poder por Susan Sontag, son arruinadas por un pensamiento más bien elemental, apenas recubierto con la palabra “doctor”, que si no nos equivocamos, en la política se pronuncia casi siempre con sorna. Guardémonos que se nos diga “doctor” en cualquier situación que fuese.
Ahora ha refinado el diagnóstico, haciéndolo aún más literario, sin salir de la curandería. Ha ido a la Grecia Antigua a buscar palabras de Aristóteles y de Sófocles, en lo que no se equivoca, pues son, entre otros, quienes más han tratado los extravíos de la conciencia a través de la figura del héroe trágico. Conceptos como hibrys o hamartía son palabras fundantes de la civilización griega, tomadas de la teoría de la purificación de las pasiones o del arte del arquero griego, para quien la hamartía comienza siendo un error en el disparo de la flecha hasta adquirir la estatura de una palabra ligada al error trágico. Para el caso, al transformarlas en términos médicos. Pero no como se haría en la cultura griega arcaica, guardando una finura retórica que no se emplea en condenar a nadie sino en saber afrontar los golpes de la fortuna. Reduciéndolo todo a copiar manuales de psiquiatría laboral, que se usan en las empresas para aceptar o rechazar a peticionantes de empleo con un cientificismo que apenas encubre una escuela no proclamada de servilismo laboral y preparación para la vida humillada. Entonces se nos habla de “Síndrome de Hubris”, salido del mágico recetario de un programa de la televisión, lo que al parecer ha interesado a los redactores de un diario donde se trata la vida intelectual de muchas maneras, inclusive de ésta.
La hibris o hubris, este “síndrome” ahora apócrifo, para los griegos antiguos hablaba de la perdición del héroe en medio de un complejísimo trazado de la conciencia de la libertad, obligando a elegir entre la piedad y el exceso. La televisión argentina en su aspecto más cuestionable –ciertos programas, muchas publicidades, las coreografías de los llamados programas de entretenimiento–, es la heredera menor de estos conceptos de la historia del arte universal. Los usa mal y a contramano. En su solo mirar hacia el exterior de sí, no percibe su propia hamartía, su propia hibrys repleta de carestía moral, pero de algún modo efectiva para sus usos políticos basados en la denigración o el vejamen. Miren si Sófocles hubiera hecho un examen de medicina laboral a Edipo o si Freud hubiera tomado ese mito de una manera ligera, para dar consejos por radio (en su época no había televisión).
Omnipotencia y narcisismo, dicen los doctores norteamericanos que cita el doctor Castro. Para decir todo eso, pasa por una afirmación dudosa para todo médico o todo político (“la soledad del poder no se cura con nada”), lo que da un indicio de que los ropajes de la poética de Aristóteles sólo sirven no para el examen de las pasiones –como era el caso–, sino para seguir explorando los senderos del ataque insaciable bajo un docto disfraz medicinal.
Confieso que tomé el título de esta nota de un famoso artículo de Borges –el “doctor Borges”– titulado Las alarmas del doctor Américo Castro. Pero no hay que asustarse. Se trataba apenas de una incisiva crítica al lingüista español que cuestionaba la variedad rioplatense del idioma castellano. Todo ocurría en la década del ’40. El escrito de Borges es demoledor. Si no hubiera otras tantas diferencias, este apenas quiere ser un llamado de atención para que se usen seriamente las palabras y no se reduzca la difícil politicidad que vivimos a un mero orden médico. ¿Le pido un turno, doctor?
Las tres gracias
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