martes, 15 de octubre de 2013

Dos veces Sontag

Por Daniel Link para eñe


Susan Sontag murió el 28 de diciembre de 2004, poco tiempo después de la publicación de su último libro, Cuestión de énfasis (2004), y con una recopilación de artículos en la imprenta, Al mismo tiempo (2007), a los que oportunamente me referí con cierta melancolía.
Siempre leí la obra de Sontag como la de una amiga distante a la que podía pedirle consejo porque la lectura repetida puede comprenderse como un pacto amistoso entre dos conciencias lejanas (en el tiempo y en el espacio).
La Sontag a la cual vuelvo siempre, pero particularmente en estos días, cuando preparo una intervención en un festival camp de Ríode Janeiro, es aquella que llegó a Nueva York en 1958 y que se convirtió no en su mejor cronista sino en su teórica más aguda (me refiero a la ciudad imaginaria que por ese entonces era Nueva York, el centro indiscutible de todas las artes y de todas las sensibilidades, algo ya perdido para siempre, una singularidad que la barbarie imperialista ya no tolera).
En sus diarios de la época se leen sus encuentros con el amor que no osa decir su nombre: “Mi relación con Harriet [Sohmers] me perturba. Quiero ser espontánea, irreflexiva, pero la sombra de sus expectativas sobre lo que es tener un affair me desequilibra, me hace actuar con torpeza” (30 de diciembre de 1958).
Poco tiempo después la fama le llega no por la vía de las novelas que va prolijamente escribiendo sino por el conjunto de ensayos en los que lee su época y en los que su época se siente leída, Contra la interpretación (1964).
El 9 de diciembre de 1961 anotó en su diario: “El miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea. Es equivalente a la sensación de estar usando mal el presente.”
Esa sensación de usar mal el presente, ese miedo a la vejez (el miedo al Tiempo) domina la última parte de su obra y, con el paso de los años, me siento identificado con ella: con la distancia respecto de sus antiguos dichos y con el desacomodamiento respecto del presente (finalmente, el presente no es sino la relación de inactualidad que con él establecemos). “El arte facilón actual ha dado luz verde a todo” se lee en “Un argumento sobre la belleza” (incluido en Al mismo tiempo) y, con ella, notamos en lo que nos rodea un cierto relajamiento de la extrema sobriedad que el arte pop de los sesenta había impuesto como norma.
La fotografía fue una de sus obsesiones, desde Sobre la fotografía (1977) hasta Ante el dolor de los demás (2003), y vuelve en “Ante la tortura de los demás” (incluido en Al mismo tiempo), donde Sontag analiza el escándalo suscitado por las fotografías en las que alegres soldados estadounidenses torturaban a prisioneros iraníes en la cárcel de Abu Ghraib. “Sí, al parecer una imagen dice más que mil palabras”, concluye Susan. “E incluso si nuestros dirigentes prefieren no mirarlas, habrá miles de instantáneas y videos adicionales. Incontenibles”. Ese carácter incontenible, inocultable, de la barbarie reposa en un dato insoslayable de “nuestra” cultura: la digitalización, que algunas veces se nos aparece como facilona y berreta y, otras, como una herramienta contra la guerra imperial. Ese borde incómodo del presente fue el de Sontag, y sigue siendo el nuestro.

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