martes, 22 de diciembre de 2015

Fuerza, carajo

En 1977, yo vi La guerra de las galaxias en el cine. Pero ha pasado tanto tiempo (casi cuarenta años) que no recuerdo con quién. Ningún pormenor viene a mi memoria. Tenía menos de veinte años, era un niño. Recuerdo que a Bioy Casares y a Silvina Ocampo la película también les había gustado. No recuerdo si por las mismas razones que a mí, y que he expuesto ya más de una vez.
Luego, cada nueva entrega me alejó un poco más de aquella emoción primera (la "ley de los rendimientos decrecientes" que alguna vez propuso César Aira, se aplicaba bien a mi relación de espectación con esa saga).
Siempre odié con la misma fuerza (mala) a Chewbacca (pero nunca tanto como cuando Lucas decidió multiplicarlos), al inverosímil termotanque parlante (R2D2, también conocido como Arturito), pero entendía que era una concesión al gusto plebeyo del consumidor medio que necesita encontrar amor propio en la tontería.
1977 pasó a significar para mí otras cosas: el asesinato de Rodolfo Walsh, la desaparicion de mi primo Fernando. Crecí, como todo el mundo, en un mundo cada vez más cínico y más dominado por el cálculo berreta. Tuve una novia, me casé con ella, tuve dos hijos. Me divorcié. Leí alguna que otra cosa. Estudié con bastante interés las teorías modernas sobre el Estado y sobre las relaciones entre el Estado y lo viviente.
Miré con desprecio las elucubraciones previas urdidas por un senil antes de tiempo George Lucas, que reemplazaba los desiertos africanos, los pantanos y los bosques centroamericanos por villas italianas como escenarios de amores y desencuentros que no me interesaban tan poco como la lenta formación de escuadras jédicas, como si el bien y el mal fueran asunto de método y no de inspiración.
Introduje a mis hijos en el culto de Star Wars, y vimos juntos las remasterizaciones de las películas originales y discutí con ellos los pormenores de las tramas.
Me casé con un hombre quince años más joven que yo que, un poco por la diferencia de edad y otro poco por desdén hacia los paradigmas bibliográficos de izquierda que orientaron mi vida, coleccionaba y colecciona muñecos articulados de Star Wars, espadas láser, enanos de jardín con la morfología de ese otro odiado (aunque en menor grado): Yoda.
Detesté los episodios 1, 2 y 3 y pensé que el arte había acabado para siempre. Me refugié en rincones cada vez más oscuros: rechacé el cine en su conjunto, me prometí nunca más pisar una sala (cumplí la promesa a rajatabla), abandoné toda esperanza.
Cuando me enteré de que Lucas había vendido la franquicia y que J.J. Abrams, al que adoro, iba a continuar la saga, temblé de emoción.
Le debemos tanto a J.J. Abrams que nunca sabremos por dónde empezar: ¿Por Lost, por Super 8, por Star Trek? J.J. Abrams retomó el proyecto que el azar puso en manos de un siniestro director que se encargó de arruinarlo con toda su (mala) fuerza durante décadas y le devolvió la potencia que La guerra de las galaxias siempre tuvo y que vuelve a alcanzarnos, más allá de las eras y los dolores de columna, revelándonos que en algún lugar de nuestros cuerpos seguimos sosteniendo ese estado de la imaginación llamado infancia en todas su pureza.

Esta vez no fuimos con mis hijos juntos al cine (lo que me reprochan todavía). Temía que me vieran titubear y que nada de lo que hubiera en la pantalla despertara una emoción compartida. Mi hija dice que lloró. Yo no llegué a tanto, pero me conmoví más allá de lo previsible (además de todo lo demás, la película está muy bien actuada). Mi hijo objeta la debilidad del Mal y el carácter automático del Bien. Si no fuera por esas propiedades, le digo, ya habría perdido las ganas de vivir hace tiempo. Vamos a ir de nuevo juntos, en enero, para resolver en familia los aspectos más endebles de la trama.
Pero más allá de haber recuperado una emoción que vuelve intacta, J.J. Abrams saca a la terrible familia de Darth Vader del lugar crístico en el que había sido colocado por el fariseo George Lucas (¡Anakin hijo de la divina concepción!) y la coloca en la matriz edípica de la que nunca dejó de formar parte. Hay una dimensión trágica, citada por el encuentro en un camino angosto del padre y del hijo, que Abrams sabe manejar muy bien (lo vimos en Lost, lo vimos en Super 8, lo vimos en Star Trek) y que vuelve en La guerra de las galaxias de la mano de viejos conocidos y personajes nuevos (todos ellos intachables, desempeñados por un elenco extraordinario), un leve temblor que tanto se deja ver en el berrinche de un malo que sabe que no alcanzará las cimas de maldad a las que aspira o en las entretelas del alma que nunca se nos revelan del todo en la nueva pareja de la saga, Rey y Finn, un amor transrracial.
Robo de la reseña del New Yorker: “la trama de El despertar de la fuerza es un ejercicio de lealtad”. Agrego: no tanto lealtad a las primera película de 1977 (lo que es cierto) sino lealtad al amor ciego de los espectadores más intransigentes, entre los que me cuento.

Y tiene mucho humor: no sólo en los chistes que deliberadamente se pronuncian ("¿No hay por acá un triturador de basura?") sino en el modo en que se desprecia la estupidez de George Lucas en sus figuras más evidentes: hay que destruir Coruscant (algunos fanáticos dicen que en verdad se trata de Vague, sede de la Nueva República, pero es estéticamente necesario que se trate de Coruscant, para que los episodios 1, 2 y 3 no vuelvan ni por error ni por debilidad); hay que reducir a C-3PO y a R2D2 a un cameo, para que todos sepan que el futuro no depende de ellos ni de identificaciones narcisistas primarias, hay que matar al Padre.
El malo tiene que flaquear y los buenos tienen que mostrar una entereza más allá de la magia y de su propia inteligencia, las viejas empastilladas y los viejos petulantes tienen que estar allí como memoria de infancia, pero todo se juega en una lengua nueva.
La dirección de arte de El despertar de la fuerza es también impecable: abundan las ruinas de la maquinaria vieja, y todo lo que se mueve es idéntico al punto en el que fue abandonado en El imperio contraataca. Los planos a los que recurre J.J. Abrams para contar el viejo cuento del que se resiste a la fuerza omnívora del Estado y que quiere fundar comunidad de nobles y de buenos son, todos ellos, sin excepción, deslumbrantes.
Los personajes no hablan demasiado: después de todo, se trata de sostener el ritmo de lo que vendrá, un loco afán que desdeña la política senatorial y las fantasías fascistas de exterminio con la misma fuerza, la única fuerza, mi propia fuerza.
Hace unas pocas semanas me burlaba de una imaginación futurista que no fue capaz, en 1977, de soñar la nube. En El despertar de la fuerza tampoco parece haber correo electrónico o dropbox, pero han inventado el dispostivio usb, la memoria flash. Acaso la memoria emocional sea ese flash, ese destello (un poco proustiano) que nos devuelve la fuerza de lo que perdimos (los desaparecidos, la juventud, la esperanza). Y todo eso nos llega desde el momento en que suena la fanfarria de John Williams.


3 comentarios:

escleroftalmia dijo...

y También "belonging is in not in the past, but in the future"!

Y el reemplazo del edipo padre hijo por el de madre e hija no sanguíneo. (hasta donde sabemos).

escleroftalmia dijo...

y los paisajes no parecen dibujitos animados!

Gonzalo R. Roncedo dijo...

Sería una de las teorias que Edipo se vuelva Hamlet, si se considerase la inexistencia de Darth Caedus. Lo cual sigue siendo edípico (según Bloom comparó a Hamlet como una distorsión de Edipo). Esto siguiendo la teoría más descabellada.