por Daniel Link para Perfil
Está en Chicago, donde va a
representar a la Argentina en la elección de International Mr. Leather. Su hija está en Los Ángeles, participando de las
presentaciones de la temporada televisiva 2017-2018 y comprando las
series que más le gustan para el canal de cable para el que ella
trabaja. A través de Internet, recuerdan viejos tiempos.
Ella recuerda que él, cuando ella era
chica, le dijo que cuando se duchara siempre se lavara primero la
cabeza antes del cuerpo, de tal modo que la mugre del pelo fuera lo
que primero fluyera hacia abajo. Él no recuerda esa indicación, que
le parece lógica, y ella dice que nunca dejó de cumplirla y que lo
más probable es que se la transmita a su hija.
Relaciona el asunto con otra imagen
conmovedora. Antes de viajar, llegó con cierta anticipación al
auditorio donde tenía que hablar ante una numerosa camada de
alumnos. Se entretuvo mirando a los chicos y chicas que esperaban
para entrar al aula. Le llamó la atención uno que sigue sus clases
como oyente, sentado en el suelo, muy correctamente vestido y peinado
que, en un momento, porque alguien le pidió algo, sacó la billetera
donde tenía muy ordenadas algunas tarjetas (la SUBE, entre ellas) y,
lo que más lo sorprendió, billetes.
Él nunca usó billetera y supo de
inmediato que no fue por elección sino porque su padre tampoco había
usado billetera. Se imaginó a ese chico, mucho más joven que su
hija, sentado ante su padre, que le enseñaba cómo ordenar los
billetes.
Los dos ejemplos son inocuos (cómo
ducharse, cómo usar una billetera) pero lo sumen en una profunda
melancolía porque marcan el umbral de la infancia, un antes y
después de la inscripción de las leyes, los códigos y los
mandamientos en el cuerpo. La máquina
familiar talla en el cuerpo inscripciones, signaturas, marcas,
transforma la inocencia del niño y de la niña en algo parecido a un
trabajo, una condena, un suplicio, un sujeto.
La
infancia no es sólo el momento previo al lenguaje, sino también a
la sujeción a la Ley. Ése es el único momento de felicidad del
individuo, es aquello de lo cual la Ley siente celos y por eso quiere
incorporar cuánto antes a los individuos a su soberanía.
Su hija,
su hijo y ese otro chico tan prolijo, nacieron antes de nacer a la
Ley y él, como pater
familias, se siente ahora
responsable de haberlos puestos ante el umbral mismo de los
mandamientos: “Honra a tus superiores”, “Ordena tus billetes”.
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