jueves, 20 de julio de 2017

El oficial Copi


Por Daniel Link para Anfibia 

Si bien Copi ya había sido representado en un teatro oficial (una palabra en desuso que hoy ha sido reemplazada por la más ambigua “públic@”), la llegada al Cervantes de Eva Perón, su pieza más emblemática (aunque seguramente no la mejor) marca un antes y un después no solamente en relación con el reconocimiento del talento monstruoso del mejor dramaturgo argentino de todos los tiempos sino en relación con un puñadito de deudas que el teatro argentino había venido acumulando.

El alma y las formas A los argentinos, Copi les llega tarde, como la historia entera. Es muy probable que la responsabilidad sea del sentimiento peronista, que atrasa irremediablemente, y con el que Eva Perón, recién estrenada en el Teatro Nacional Cervantes, guarda una relación intensa y plagada de contradicciones. Copi nos llega una vez que el mundo entero ya ha comprendido las operaciones que propone y la grandeza del impulso que habita en su obra.
Hace veinte o treinta años, tal vez hubiera tenido algún sentido discutir si la pieza hiere “la fibra más íntima del alma peronista" como sostuvo con impecable retórica hegeliana Pablo Moyano y como ratificó inmediatamente la Juventud Sindical Nacional de la CGT a través de su secretario de Juventud y Protección de la Niñez, el aeronavegante Juan Pablo Brey, que encontró un respiro en sus anacrónicas protestas contra las aerolíneas de bajo costo para pronunciarse contra una pieza que, en relación con Eva Duarte, “representa una deshonra a su vivo recuerdo".
El alma herida del peronismo seguirá atormentándonos como un fantasma, con sus balbuceos de muerto-vivo y su incapacidad para salir del pozo de ignominia en el que se encuentra. No lo hará, sin embargo, a costa de Copi, que fue capaz de resistir con su propio cuerpo la fatwa que sobre su cabeza (y la de sus familiares directos) pronunció el peronismo en la década del setenta del siglo pasado, cuando la pieza fue estrenada por primera vez en París.
Con mis amigos”, rememora un peronista de fuste y hoy con gran predicamento, “salimos entonces a arrancar adoquines de las calles para arrojarlos contra las vidrieras de Renault y de Citröen”.
Eso también forma parte del archivo peronista, tanto como la imagen de Evita capitana, o la “mujer del látigo”, la ópera rock y las relaciones de poder de un coronel del ejército (luego general) con la masa peronista que, en el momento en que consideró que un rostro la sintetizaba, comenzó a perder su potencia revolucionaria, poco a poco.
Si Arkhé es tanto origen como mandato, la arqueología que Copi practica cuando revuelve archivos patrióticos y memorias familiares para hacer su teatro, sus novelas y sus tiras cómicas, tiene una función desestabilizadora respecto del conocimiento y sus funciones institucionales. Es lo que últimamente se ha estabilizado bajo el nombre (un poco equívoco) de “anarchivo”. El anarchivo sólo puede ser un prototipo y por tanto es extitucional, mundano y provisional.
En Copi, la práctica del anarchivismo se toca con una idea de teatro del mundo, que sirve como instrumento para proyectar las condiciones de posibilidad de lo viviente a un futuro siempre utópico o atópico, hiperespacial, monstruoso. Los saberes que produce su teatro son necesariamente subalternos porque participan antes de lo común que de lo universal.
Lo “público” es la expresión de lo que se diseña o propone para todos, lo común en cambio sólo puede existir en la medida en que se co-produce entre todos. Lo público supone una abstracción biopolítica como la que evocamos al usar la noción de ciudadanía (proliferativa, ciega, omnipresente y universalizante). Lo público esta habitado por normas, abstracciones y estándares. Lo común sobrevive entre minorías, resistencias y excepciones.
Lo que el teatro de Copi nos dio y nos sigue dando es la posibilidad de explicar lo que hemos vivido y sobre lo que nos faltan las palabras para decirlo. El acontecimiento peronista es, naturalmente, una de esas figuras obsesivas (para Copi, pero también para nosotros). Contra la imagen pública de Evita (ésta o aquella), Copi propone una acción común (que él llama, sencillamente, teatro) que desestabilice la imagen como cosa muerta, como predicado de un “alma peronista” inmortal y la pone a andar por el mundo.


Decir Copi
Dejemos las salpicaduras peronistas de lado, concentrémonos en Copi y su teatro.
Raúl Damonte Botana (1939-1987) fue el nombre civil de quien será será este año recordado a través de brillantes tesis de maestría y doctorado, libros, puestas en teatros oficiales y del circuito alternativo, muestras de obra gráfica en la Biblioteca Nacional (que estuvieron antes en otras partes del mundo, lo que constituye un acontecimiento planetario del que no podemos jactarnos demasiado todavía: nos cuesta abrazar la causa Copi y decir que él es el más grande entre los grandes y que, por él, estamos dispuestos a seguir adelante con la literatura, el teatro y las micropolíticas que sostienen lo viviente en su multiplicidad.
Mucho de lo que Copi produjo hoy ya no produce escándalo y está bien que así sea porque el escándalo no era el motor de su obra, sino apenas una herramienta para liberar las zonas más primarias de una imaginación cada vez más amortiguada por presión de la cultura y sus habituales vilezas. El teatro de Copi propone los parlamentos más difíciles de desempeñar y los diálogos más imposibles de decir porque todavía no hay una conciencia emancipatoria que permita comprenderlos del todo.
El encargo que el Teatro Nacional Cervantes (dirigido por Alejandro Tantanián) hizo a Marcial di Fonzo Bo, quien había desempeñado previamente una Evita que muchos recuerdan como memorable, incluyó El homosexual o su dificultad de expresarse y Eva Perón en una función doble.
Nada hacía prever que en el espectáculo brindado por el Cervantes, El homosexual... (cuyo texto es posterior al de Eva Perón, y mucho más complejo) ocupara el primer lugar, separada de Eva Perón por una performance bastante siniestra a cargo de Gustavo Liza, innecesaria, mal desempeñada y que perturba la comprensión de un universo que, si no se explicara por sí solo, menos lo haría a través del conjunto de indicaciones pedagógicas que decidieron incluirse en un montaje que no las necesitaba.
La escenografía de Oria Puppo para las dos obras es soberbia (mucho más elegante para El homosexual que para Eva Perón) y el vestuario de Renata Schuscheim adecuado en las dos piezas.
De la dirección general y la toma de partido habrá que hablar por partes.
El homosexual o su dificultad de expresarse dice, desde su título que parodia el título moralizante de las novelas de la Ilustración (Cándido o el optimismo, Justine o los infortunios de la virtud, Pamela o la virtud recompensada), algo que el texto de la pieza subraya: los nombres propios y las categorías son apenas el espacio de interrogación de una moral y de una ética. En el caso de Copi, se trata de una ética salvaje que desprecia todos los lugares comunes y se proyecta hacia un futuro donde no se sabe bien (y nunca se sabrá) qué asignación de género corresponde a determinados acontecimientos de discurso. Irina es presentada como una chica que vive en la estepa siberiana con su madre y que ha dejado de tomar lecciones de piano con la señora Garbo. A esos tres personajes principales se suman Garbenko y el General Pushkin. Entre todes, planean una huida hacia China.
En distintos momentos de la pieza, Irina aborta analmente, se quiebra una pierna, luego se mete un ratón en el culo (el episodio fue eliminado de la versión que se ve en el Cervantes, por razones inexplicables) y finalmente se corta la lengua.
De los tres actores principales de la puesta, descolla Hernán Franco en la piel de Garbo, quien junto con Carlos Defeo (que hace aquí el muy secundario papel de Garbenko y en Eva Perón el fundamental de la Madre) sostienen performances memorables y que, por si mismas, justifican el espectáculo entero.
Cualquier corte, en una pieza que fue concebida como una intervención cortante (respecto de todas las tradiciones y en relación con todos los archivos teatrales) resulta, en principio, sospechoso (sino abusivo). Mucho más si viene con añadidos incomprensibles como la cantante china que no consigue hacer su lip sync y que, en otras latitudes, habría merecido un unánime “sashay away”).
En la escena IX de la pieza, Garbo interroga a Irina y Hernán Franco aprovecha esos diálogos para ofrecer una performance memorable, precisa en cada uno de movimientos, angustiante en cada una de sus repeticiones y que, a través de un crescendo demencial, lleva a la platea al punto exacto de locura común que Copi había previsto. Es una pena que no se le dé al actor la posibilidad de recibir el reconocimiento (el aplauso) que se merece.
Después de un intervalo sobre el que nada puede decirse salvo la pena que provoca, Eva Perón se revela como otra cosa.
El extraño partido que el director tomó para el tono de la pieza la lleva al realismo trágico (también aquí hay agregados: retratos y gigantografías de Eva Duarte, un discurso radial de la líder). Si Benjamín Vicuña necesitaba de esa capitis deminutio de una pieza que habría funcionado mejor en un registro delirante, hay que reconocer que aprovecha la decisión del director y ofrece una Evita que, si no es la que se esperaba, es muy sólida y consistente. Aunque Carlos Defeo, como la madre, funciona como quien organiza todo el juego teatral (y lo hace brillantemente), Vicuña encuentra (antes con su voz que con su cuerpo) una Evita para salir del difícil paso en el que la producción lo ponía. Una vez más, los números musicales añadidos son incomprensibles e innecesarios.
Una Evita, hay que decirlo, hecha para el gusto del peronismo, que no es ni bueno ni malo sino, sencillamente, incorregible.
Que los líderes sindicales no hayan podido ver, en estos días, el homenaje que la puesta del Cervantes significa a uno de sus más fervorosos símbolos y que la haya considerado “una afrenta a los sentimientos de los más humildes” no habla mal de Copi, ni del Cervantes, ni de Vicuña ni de Marcial di Fonzo Bo sino de la conciencia peronista, ya abandonada incluso por su última figura trágica. 


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