Por Daniel Link para Perfil
A la dueña del circo romano le dijeron
que ya no podía poner a bárbaros de tierras lejanas a matarse entre
si para regocijo de la plebe. Tampoco convenía que expusiera
públicamente el gabinete de monstruos con el que ella tanto se
regocijaba entre afeite y peinado. Esas curiosidades, que a ella la
entretenían tanto, estimulaban su escasísima curiosidad porque las
criaturas le parecían casi humanas y ella quería compartir su
perplejidad con todos y cualquiera. Pero no, aparentemente se había
impuesto una nueva antropología, derivada de la doctrina de la secta
del pez, que pretendía proteger la vida incondicionalmente y en
todas sus formas. “¿Todas?”, preguntó aspirando aire desde su
boca hasta sus exhuberantes caderas. Sí, todas, le contestaron. Le
rogaron que cuidara un poco sus intervenciones públicas y que, de
ser posible, pensara antes de hablar no tanto en cómo la veían los
demás sino en el efecto de sus dichos. “Un animal extinto no puede
aparecer vivo”, le subrayaron, y la justicia por mano propia no
está bien vista en el territorio del Imperio. Hizo mohines que en su
cara encerada parecieron muecas.
Algo tenía que dar a cambio de todo lo
que había obtenido de los seguidores de sus espectáculos. Ella se
había enriquecido gracias a una fidelidad incondicional por parte de
la plebe, que aprobaba todos sus caprichos. A cambio, ella les
prometía cosas: amor, dinero (que en verdad nunca les llegaba en las
cantidades esperadas), fantasías de progreso. Pero si le prohibían
los monstruos, los combates a muerte, la propagandización de las
armas y le reclamaban que se sensibilizara a la vulnerabilidad de las
mujeres, ¿qué le quedaba? ¿Leer tratados filosóficos en alta voz?
“Celebremos la vida”, le dijo a sus
colaboradores, “con una carrera”. Carreras de galgos, imposible.
Las instalaciones no están preparadas para eso, le dijeron. Y
además, las matronas van a poner el grito de “explotación animal”
en el cielo. Bueno, que sea de infantes, propuso. Si son como
animalitos, e incluso más adorables. El ganador se llevará grandes
premios. Bah, sus padres, porque los infantes no son ni sujetos
jurídicos ni hablan.
Eso sí, pidió la dueña del circo: no
me dejen hablando a mí sola con articulaciones de pelotuda. Cuando
aparezcan los bebés todos hablemos como los subnormales que creemos
que son.
Por más que su carrera se acercara al
ocaso, ella quería brillar hasta el último minuto.
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