Por Daniel Link para Perfil
Vimos El
ascenso de Skywalker con la melancolía de
las cosas cumplidas. Desde siempre, era una cita obligada con mis
hijos, creo que a partir de El regreso del
Jedi (antes ellos no existían). “Es la
última película que vemos juntos”, dije. Sobre todo porque yo ya
no voy al cine sino muy excepcionalmente y porque dudo que alguna
otra película alcance a concitar nuestra unánime atención, que ni
el amor más tenaz (el de mi yerno por mi hija) consiguió
resquebrajar. De hecho, él se sumó a esta última aventura, e
incluso posó para la foto de rigor con una remera de Starwars
que le llevamos especialmente.
Disfrutamos de esta última
entrega, sobre todo por la inteligencia con la que J.J. Abrams
resolvió los ofensivos desatinos perpetrados por Rian Johnson en El
último Jedi.
Desde el comienzo, la
película nos arrebató en su vértigo narrativo y su intensidad
emocional. Como todos, queríamos saber quién cuernos era Rey y cómo
encajaba en la familia trágica de los Skywalker. La solución urdida
por J.J.Abrams podrá resultar un poco forzada, pero era la única
posible.
Quedamos conformes con la
doble filiación (la biológica y la autopercibida) y con las
pequeñas arbitrariedades que los guionistas y el director se
permitieron (los caballos espaciales, esas cosas).
Estaba cifrado, en ese
final, gran parte de nuestras vidas (en el caso de mis hijos: su vida
entera) de modo que temblábamos de ansiedad en nuestras butacas. Una
amiga, que estaba en otro cine a la misma hora que nosotros, nos dijo
que lloró una hora de continuo.
Ahora nos toca decidir qué
haremos con el grupo de whatsapp del que participamos desde hace
años, donde hay incluso dos benjaminianos recalcitrantes que no
quisieron sumarse al culto.
Mi hija propuso echarlos
del grupo. Yo no sé si vale la pena continuarlo. The
Mandalorian es una serie extraordinaria, pero
su épica es menor.
Juana,
mi nieta, heredará un imperio de recuerdos.
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