por Diego Carballar para punkipelus
(Gracias, Diego: es lo mejor que he leído en estos días)
Hay un video en YouTube. Se trata de un ensayo del director Carlos Kleiber con la Orquesta Sinfónica de la Radio de Stuttgart. Ensayan la obertura de Die Fledermaus (Il pipistrello en italiano). El video es una maravilla. Es el registro de uno de los más grandes directores que haya habido (completamente renuente a las entrevistas), trabajando con una orquesta: asistimos a la elaboración del material musical y del estilo de una lectura: “menos pesado –pide Kleiber– debe sonar siempre ligero, transparente, suave”. La obertura es hermosa, y hoy se escucha como el sonido de la Austria-Hungría literaria, de sus valses precipitándose al vacío. Uno no puede ver este documento de los años ‘70 sin que se le adhieran vivenencias personales e imaginarias, pero que siempre se fuga hacia otra parte, y que el azar quiso que fueran en italiano los subtítulos que acompañan la clara dicción alemana de Kleiber, sumándole capas musicales-verbales a la construcción musical. Kleiber busca la clave de la obertura en la superficie, varias veces se refiere a la piel, al toque suave, a la apariencia, a un stimmung comediante (komödiantische): “baila con gracia”; trabaja en los staccati con precisión, como si se tratase de pasajes (micro) contrapuntísticos –esa claridad que exploraría la otra Escuela de Viena al producir obras “claras” como Lulu, de Alban Berg–; llama la atención sobre los vibratos y el ataque, los cambios de ánimo del drama fingido.
Kleiber, Viena, Lulú: todo esto, nada menos, lo aprendimos de Federico Monjeau. El nombre Lulú fue el que él había elegido para su revista, casi como una shibbolet, una inflexión americana de la música vienesa que se expresaba en esa tilde. Su escucha atenta estaba siempre alerta a las tildes, a la pausa, al silencio y otras “zozobras” de la música. Monjeau dedicó una serie de sus muchísimas y hermosas “Notas de paso”, publicadas en el suplemento “Extra-Show” (o algo así) del diario Clarín (hizo algún chiste con eso), al “Enigma Carlos Kleiber”. Lo hizo con el pulso de una historia digna de Joseph Roth o Edgardo Cozarinsky: el exilio, los enigmas de las huellas vitales, los destinos errantes. La ligereza que busca Kleiber en la obertura de J. Strauss II es, ciertamente, inalcanzable, destaca Monjeau.
Esta intersección entre una vida y la música, que Monjeau desarrolla con enorme talento crítico, por ejemplo, cuando establece una relación entre el (lindo) cuerpo de Kleiber y su característico legato, que entiendo como una inflexión más del rhytmós que plantea Barthes (en Cómo vivir juntos): el paso de una vida que, en el caso de Kleiber, podemos apreciar en el extraordinario video y que se traducía en una interpretación musical, en una forma distintiva.
Federico Monjeau fue un gran crítico y maestro. Su análisis de Erlköning de Schubert (incluido en el imprescindible La invención musical) es una lección de escucha y pedagogía, y plantea una pregunta que es central, por lo menos para mí: “¿música y poesía forman parte de un mismo sistema estético?” No importa tanto la respuesta (es inimportante, realmente) como los posibles ensayos que motiva (mimetismo, alegoría, metáfora). No por nada, Gonzalo Rojas escribió aquello de que “las sílabas saben más que la música”, y Monjeau, de solidísima formación musical, buscó en la literatura, en la poesía, aquello que la música no podía expresar pero que sí decía, invirtiendo el lugar común.
Uno de sus pasajes preferidos de la Recherche, de A la sombra de las muchachas en flor, en la que el narrador ve (“se le aparecen”) tres árboles en medio del camino durante un paseo en coche por Balbec, y “siente ante ellos la existencia de un objeto conocido pero vago. ¿En dónde los había visto ya?”: ¿… venían de unos años muy remotos, eran lo único que sobrenadaba de mi primera infancia, eran imagen recién desprendida de un sueño de la noche anterior, o quizás no los había visto nunca y ocultaban tras su realidad una significación oscura?… “El narrador –escribe Monjeau– no puede responder esas preguntas , y entonces ve cómo los árboles se alejan, agitando los brazos, como si dijeran: ‘Lo que tú no aprendas hoy de nosotros nunca lo podrás saber. Si nos dejas caer en el camino ese de cuyo fondo queríamos izarnos a tu altura, toda una parte de ti mismo que nosotros te llevábamos volverá para siempre a la nada’. Eso pronunciarían los tres árboles si les fuera dada la palabra”. Proust, que asocia a la frase de Vinteuil “con los árboles parlantes –un motivo de cuento maravilloso– descorre una metáfora esencial: la música remite a una suerte de momento lingüístico de la naturaleza, una especie de lenguaje mudo, sin palabras. ‘La música es como una posibilidad que no se ha realizado; la humanidad ha tomado otros caminos, el del lenguaje hablado y escrito’”. Ese "resto mudo" encuentra lugar en la poesía.
Podría seguir las derivas de las lecturas y escuchas de Federico Monjeau, un particular lector de la teoría estética de Adorno (habría que estudiar qué cosas y de qué manera tomaba esta teoría y cómo la incorporaba en su crítica). Cursando con él, leí por primera vez La filosofía de la Nueva Música fui corriendo con la noticia a mis compañeros/as de Siglo 20, que, por supuesto, conocían bien y por cuyo hegelianismo sentían muy poca simpatía, estremecido ante el epígrafe con que comienza (y hoy lo leo con un poco de gracia, sin parecerme tan adecuado para pensar la música) y que reza: “Pero en el arte no tenemos que ver con un juguete meramente agradable, sino con un despliegue de la verdad”. Criticaba las conclusiones de “Stravinsky y la restauración”, a la que calificaba de “un brillante análisis con conclusiones completamente erradas”. Leía en las clases fragmentos de la Teoría Estética, y lo seguíamos en las lecturas. Cada tanto, levantaba la cabeza y hacía algún comentario muy iluminador (“epifanías” los llamó Laura Novoa, Ayudante de Prácticos en Estética Musical y amiga de Monjeau).
La invención musical es un libro producto de las lecturas críticas de Adorno y que nos enseña a escuchar los avatares del “progreso” musical y que, siempre cerca de la Segunda Escuela de Viena, pero con una perspectiva más abarcadora, pone constantemente en tensión esa idea.
De sus clases, recuerdo que no le gustaba Boulez ("sus obras tienen siempre la misma forma") ni Golijov (muy en boga aquellos años, una vez, puso en un grabador una obra, a los tres minutos adelantó, después, lo paró y dijo: "bueno, y es todo así"). Le encantaba Kagel.
Su segundo libro, Un viaje en círculos. Sobre óperas, cuartetos y finales es un recorrido sobre esos momentos en los que la vida y la música se tocan, sea en una película de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet basada en Moses und Aron de Schoenberg (en ese primer capítulo del libro, Monjeau no asume directamente el análisis de la ópera, sino que se va acercando a ella a partir de los problemas de la representación musical que el film, valga lo redundante, pone en escena), como en la experiencia de escucha del célebre cuarteto de Morton Feldman o de las inscripciones en una partitura. También, Un viaje en círculos, a diferencia, en cierta medida del analítico La invención musical, tiene algo de “diario musical” de una vida, cuyo andar era la tradición musical de América y Viena (la ciudad de Schoenberg), y cuya dicción estaría dada por el nombre Lulú, que tanto se relaciona como se distancia de su referencia, tan universal en su pronunciación como particular en su escritura.
Escuchar música y leer sobre música con Federico Monjeau es una experiencia que podremos conservar de sus libros (la editorial Gourmet Musical editará un libro de conversaciones con el compositor Francisco Kröpfl), sus notas y, también, algunos videos. Y es ahora una experiencia que se nos ha escapado. Su muerte nos deja irremediablemente tristes.
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