domingo, 3 de enero de 2021

La deforestación

Sobre Contramarcha de María Moreno (Buenos Aires, Ampersand, 2020, 176 págs.)

Por Daniel Link para Perfil Cultura

 

 

Una vida, dos vidas, todas las vidas o ninguna. María Moreno no ha familiarizado con los pormenores de su biografía, a veces con varios toques ficcionales, como corresponde, naturalmente, al registro de lo imaginario. Después de todo, ¿quién puede garantizar que sus recuerdos no son del registro del casi: más o menos invenciones?

En Banco a la sombra, María Moreno había hecho pie en algunos episodios de viaje. En Black Out, libro saludado con merecida y, al mismo tiempo, sospechosa unanimidad como un acontecimiento, se tambaleaba (es un decir: jamás se la ha visto ni siquiera trastabillar lingüísticamente) al ritmo del alcohol para contar la bohemia de los años setenta, de la que participó y que constituyó su escuela.

Ahora, en Contramarcha, escrito para la colección “Lectores” que dirige Graciela Batticuore en Ampersand, el foco está puesto en la formación de una lectora disidente pero, sobre todo, en el aprendizaje de la escritura como clave no de una felicidad sino de una calma, un ronroneo.

María Moreno despega su formación lectora de las instituciones (“aquellos de los que aprendí fueron desertores de las aulas”). Después de todo, quienes la venimos leyendo desde hace treinta años, admiramos su elegancia para leer a contrapelo, en contra de lo “dado a leer”.

¿Qué quiere decir, en este contexto, “Contramarcha”? “No vuelvo más al colegio. Esto es lo que llamo contramarcha. La contramarcha no es la retirada, es un cambio de dirección por razones de estrategia. Mi acto, que cambiará mi vida, no es una decisión, o tal vez lo sea sin que yo lo sepa. Si había un destino para mí, no lo eludía rebelándome, sino por imposibilidad de seguirlo”, se lee hacia el final de Contramarcha.

Su vida, en el libro, se divide en dos: el período de acedia y de apatía de los primeros años, donde se destacan los radioteatros oídos con la abuela, los tangos escuchados en el conventillo por encima de los libros leídos y, en especial, el latiguillo “la verdad es que me da lo mismo” ante todos y cada uno de los proyectos que para ella había pensado su madre, de la cual se reconoce un títere.

Después del episodio que saca a la niña Forero de la escuela, comienza a formarse otra vida, la de la escuela nocturna, nos cuenta el libro, cuando, entonces sí “comencé a leer, comencé a vivir. Comencé”.

Ese big bang y lo que sigue ya fue escrito: es Black Out, y los demás libros de María Moreno que recopilaron sus mil ataques al sentido común en la prensa cotidiana.

O mejor todavía (alguns aceptamos los conocimientos que las aulas nos han proporcionado): Black Out es la gran epopeya, como el Poema de Mio Cid. Contramarcha es como Las mocedades de Rodrigo, focaliza su atención en las andanzas de juventud de la figura legendaria antes de que llegara a serlo.

De los muchos preciosos episodios de la heroína juvenil de este libro, recupero el que involucra a dos compañers de laboratorio de su madre química, la Paraguaya y Jorgito.

La Paraguaya le regala a la mozuela Vitia Maléev en la escuela y en la casa, de Nikolái Nósov, libro de adoctrinamiento en favor de las bondades del control soviético sobre las conciencias en formación. Jorge, quien había abandonado la química por el seminario jesuítico, le regaló, en cambio, Vida de Jesusito (las mocedades de Cristo). Ambos libros dejaron a la mozuela indiferente: “Yo prefería Vida del repelente niño Vicente de Rafael Azcona, que quizá sí alentó posteriores lecturas anticanónicas”.

Inmediatamente se nos aclara el sentido de esos nombres que participan de “uno de los grandes argumentos que tiene la vida”. Jorge habría de ser Jorge Bergoglio, el Papa Francisco; la Paraguaya, Esther Ballestrino de Careaga, Madre de Plaza de Mayo, detenida desaparecida, arrojada al mar en 1977. ¡Qué archivo!

Lo que tal vez sea más interesante del episodio ya estaba en La comedia humana de Balzac, donde los grandes nombres de la historia aparecen como personajes secundarios, casi marginales, de los dramas focalizados en cada una de sus novelas.

Pero además, como se ve, la intriga juega con los nombres para sostener precisamente el suspenso. Se trata de libros sí, pero también de quienes dieron a leer esos libros y de sus nombres cambiantes, porque los personajes y las personas son como fichas que cambian de nombre según la posición que ocupen en un tablero o un hilo narrativo.

En todos sus libros, María Moreno (asignada al nacer como María Cristina Forero) ha reflexionado sobre la invención de su nombre. Había sugerido, casi siempre, que la que escribe es María Moreno y que la otra ya no existe. Para inventarse, María Moreno tuvo que desforestarse.

Pero en Contramarcha, como su posición de archivista se lo impone, el nombre María Cristina Forero vuelve como el nombre escrito por la madre en los libros de la hija “con una fuerza tal que se leía al revés del otro lado de la página”.

Vuelve, sobre todo, porque en el archivo Forero están los hermanos (padre y tío) que fotografiaron a Victoria Ocampo y porque el abuelo había guardado una novela inédita que María pone a jugar con los vicios de Colette y de Simone de Beauvoir.

Y vuelve, finalmente, en el episodio que funda la disidencia: la orden de que lea en alta voz la frase: “¡Buenos forados habrían abierto las balas en mis tres refajos!”.

Desaforada, la mozuela se desacata y abandona la escuela. Comienza a desforestarse. Pero el nombre está ahí, del otro lado de la página, como un revés del que no podemos olvidarnos del todo. En Contramarcha, María se entrega a la reforestación.

 

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