Por Daniel Link para Perfil
Rafael Spregelburd, que supo colaborar durante años con esta página, escribió una obra teatral fascinante hace un tiempo. Se llamaba Spam e introducía una hipótesis en la que se podía triunfar ante un dispositivo enajenante: el correo no deseado.
En mi caso personal, debo considerarme totalmente derrotado en esa contienda. La primera hora de mis mañanas se me va en borrar los correos basura que se han acumulado durante la noche. Pero ahora ya ni siquiera eso funciona.
Hay dos clases de spam. Cuando se visita una página quedamos suscriptas, deliberadamente o no, a notificaciones periódicas. En mi caso son páginas de ofertas de viajes, noticias, editoriales, sitios de arte. Pero siempre se cuelan correos de ofertas desencaminadas (gimnasios en Los Ángeles, dildos en Holanda) que más temprano que tarde denunciaré como correo no deseado. Al hacerlo, el programa de correo me ofrecerá dos opciones: “denunciar como spam” o “cancelar la suscripción”. Como aunque cancele la suscripción los correos seguirán llegando, directamente denuncio como spam al atrevido remitente.
Al hacerlo, contribuyo al extractivismo digital (suministro información gratis a la gran corporación que administra el sitio de mi correo). Lo que sucederá es que el remitente, llegado el momento, deberá pagar a la corporación para que me envíe los correos no deseados que yo he bloqueado, ahora como “correos patrocinados”. Esa clase de spam es la más insidiosa porque uno no puede evitarla (no hay botón de escape). Ya no denuncio más el spam para no sumarme a una cadena de acumulación insensata de la cual estoy excluido.
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