El anticamp
por Mauro Bonotto para Medium
Y claro, es tan horrible que es graciosa. ¿Quién no se ríe con Hueles como papá, el cuadro musical en donde un niño le canta a su madre sobre el tufo a mezcal, guacamole y coca… cola que siente en su ropa?
¿Quién no se ríe de los estribillos sin ritmo, de las voces desafinadas, del wokismo forzado, de los giros inverosímiles, del estereotipo demasiado tonto que se hace de México?
Emilia Pérez es un caso raro en el cine mainstream. No la vemos porque sea buena, sino porque es pésima. Pero, al contrario de otros casos de consumo irónico, parece hecha para ser vista de esta manera y es tremendamente exitosa en su intención.
En ese sentido, sigue la lógica del cine de clase Z. Películas de subgénero como Sharknado o Killer Sofa que no se toman enserio, que se plantean como antiarte, que buscan ser berretas y mientras más lo sean, mejor.
¿O alguien de verdad piensa que es un descuido del verosímil que la abogada imprima alegatos en medio de una feria callejera? ¿o que el equipo de arte haga una virgen desproporcionada, con una cara más parecida a la restauración del Ecce Homo de Borja que de Karla Sofía Gascón?
Es tremendamente ingenuo pensar que no hubo comicidad planificada en el icónico número de la clínica de reasignación de sexo. Ni a Pepe Cibrián se le hubiese ocurrido:
— ¡Men to woman!
— ¡From penis to vagina!
Que el mainstream busque lo camp no es solo poco autentico y ridículo (en mal sentido de la palabra). Es un acto político malintencionado, que parece venir de una lógica distópica, casi como una extrapolación a la vida real del derelicto de Zoolander (un estilo de la moda que glamoriza la indigencia).
“Hay que distinguir entre lo camp ingenuo y lo deliberado. Lo camp puro es siempre ingenuo. Lo camp que se reconoce como tal (camping) suele ser menos satisfactorio. Los ejemplos puros de camp son involuntarios; son de una seriedad absoluta.” — Susan Sontag
Como película mainstream, Emilia Pérez, es un espejo invertido de la Met Gala de 2019, en donde la temática fue Camp: Notes on Fashion. ¿La alta costura abrazando el mal gusto? Mas bien apropiandose de él con premeditada intención y majestuoso virtuosismo.
“Creo que todos realmente lo intentaron y entraron en el espíritu de la cosa. El verdadero camp era tan malo que era bueno y no lo sabía. Pero nadie va al Met Ball sin saber lo que está haciendo; no hay inocencia en eso.” — John Waters
Esto no quiere decir que no haya disfrute en una falsa obra camp, en la ficción de lo camp, en su apropiación. Algunos vestidos de la Met Gala son admirables, pero es justamente esta admiración lo que hace que la relación espectador-obra sea más cercana a la de las bellas artes que a la de lo camp.
Tampoco quiere decir que no haya elementos auténticamente camp en Emilia Pérez. El ejemplo más claro es Selena Gómez y su pésima pronunciación del español. Hay algo decididamente camp en su intento de hacerlo bien y fracasar tan rotundamente.
El plano donde susurra al teléfono: “hasta me duele la pinche vulva nada más de acordarme de ti”, es representativo de esta simbiosis entre autenticidad camp y apropiación camp.
Incluso si la hipótesis de la ingenuidad fuese cierta (que los continuos desaciertos fueron accidentes, que la pinche vulva fue escrita con seriedad), Emilia Perez no es convincente como obra camp, porque su relación con el espectador no lo es.
Hay que ver cómo uno se siente cuando la mira. El disfrute de la película nace de emociones antónimas a lo camp: la ironía, la burla y el menosprecio. Ninguna es llave de acceso a la emotividad camp.
“El gusto camp es, sobre todo, un modo de deleitarse, de apreciar; no de enjuiciar. (…) Las personas que comparten esta sensibilidad no ríen ante la cosa que etiquetan como camp, simplemente se deleitan.” — Susan Sontag
El camp es placer visual irracional, sin justificar el gusto con giros intelectuales. Es reacción estética pura. Pensar que algo es “tan malo” que se vuelve bueno, es hacer una operación irónica. Es posicionarse en un pedestal superior (“sé que es malo, por eso lo disfruto irónicamente”).
“El `buen´ mal gusto es celebrar algo sin pensar que sos mejor que eso… El `mal´ mal gusto es condescendiente, burlarse de los demás.” — John Waters
En cambio, la mirada camp se equipara con el objeto cultural, lo ve como un igual, lo sitúa a su nivel. Si se ríe, se ríe con él, no de él (y es como burlarse de si mismo).
Se valora la obra porque es la representación material de su (mal) gusto. Un mal gusto que no es otra cosa que un gusto que no se condice con el de la norma. La palabra “mal” significa únicamente eso: lo antinormativo. No hay camp sin oposición a la norma. Por eso lo camp es necesariamente queer.
Este es otro eje de por qué Emilia Pérez no es camp: aunque se presente como una película progresista, es conservadora. Oficialmente trata sobre la aceptación de las identidades trans, el empoderamiento de la mujer y la lucha contra el patriarcado. Pero a nivel formal construye una fantasía feminista tan exagerada que solo permite la burla. Es como si gritara: “¡todo esto del cambio de género y los femicidios es ridículo, pura ficción, riámonos!”.
La construcción del personaje de Emilia Pérez es el ejemplo más claro de esta contradicción con el supuesto sentido oficial. Una mujer trans que lucha contra las mafias, pero que en realidad es el narco más sanguinario de todo México. A nivel argumental es una película woke. A nivel subterraneo representa la pesadilla paki sobre las personas trans, en donde su verdad ontológica es la de ser criminales travestidos para el engaño.
(Qué decir de que su deadname sea Manitas, pero que el director haga varios planos detalle sobre las manotas de Karla Sofía Gascón…)
En Los productores, dos estafadores montan un musical horrible y abiertamente nazi para que fracase y así lucrar con el fraude; pero el público lo interpreta como sátira y resulta un éxito. La pieza había revelado, a través de la ficción, un escudo estético contra toda mirada: representar la interpretación del mundo de una ideología hasta su exageración más absurda. Sus detractores ven la obra como la comprobación de la estupidez de sus enemigos, pero también de que existe una maquinaria propagandística que intenta torpemente cambiar su parecer. Por el contrario, los adeptos a la ideología representada disfrutan de ella porque entienden que la ridiculización es un código humoristico (algo parecido a los sentimientos que despierta el roast, ese subgénero del stand-up en donde se humilla a un agasajado).
Pareciera que los realizadores de Emilia Pérez extrapolaron este dispositivo a la vida real: montaron una película torpe y odiosamente woke para que la izquierda la interprete como camp y, a la vez, para que la ultraderecha la interprete como la comprobación de sus teorías conspirativas (Hollywood como maqunaria de propaganda comunista y la falsedad de los discursos de género y feministas). En ambos casos se la aplaude, tanto normis como disidencias la validan y hasta el catering recibe nominaciones a los Oscar.
Esta tensión dual entre objeto cultural y mirada es una inversión en espejo de la sensibilidad camp. Si en el camp se aprecia sinceramente una obra rechazada por los estándares normativos; en su espejo invertido, en cambio, se la aprecia irónicamente porque representa la apoteosis de la norma. Propongo un nombre para este sentir: el anticamp.
Emilia Pérez, entonces, no es camp. Es:

El anticamp no es lo opuesto del camp, es la apropiación de lo camp como estética. Por eso siempre hay elementos decididamente camp en un objeto anticamp.
El camp es autentico en su ingenuidad. El anticamp construye apariencia de ingenuidad. El “mal gusto” de lo camp es una consecuencia en principio no deseada. El “mal gusto” de lo anticamp es una búsqueda consciente, una reelaboración estética de la torpeza.
El uso que hace el anticamp de lo camp es concreto. Se limita a esos dos rasgos indispensables: ingenuidad y mal gusto. Una obra que construya su apariencia camp en solo uno de estos aspectos, no será anticamp.
La MetGala del 2019 no es anticamp, porque elabora desde los supuestos signos del mal gusto, pero es transparente en sus intenciones de alta costura (lo camp se usa apenas y explícitamente como una referencia estética o temática).
Los anzuelos anticamp son elementos de la pieza construídos para simular mal gusto e ingenuidad. Aparentan ser hilachas en la costura, errores en la ejecución, consecuencias de un criterio errado. Estos “accidentes” no son otra cosa que una puesta en escena. Buscan llamar negativamente la atención y despertar pasiones tristes: la crítica, el odio, el menosprecio, el cringe.
Emilia Pérez está plagada de anzuelos anticamp. La pinche vulva es un anzuelo anticamp. From penis to vagina es un anzuelo anticamp. La música horrible es un anzuelo anticamp. Prácticamente cada fotograma lo es; de ahí que resulte paradigmática.
El anticamp busca ser descubierto infraganti. Apela a la mente conspiradora del espectador, que cree estar develando una finalidad tendenciosa (pero, en cambio, cae en su juego).
Si “el gusto camp es un modo de apreciar, no de enjuiciar”, el gusto anticamp es, justamente, el del juicio. El objeto camp quiso ser valorado y no lo logró. El objeto anticamp busca el rechazo y lo logra.
En este sentido, me parece fundamental profundizar en la tensión entre objeto y mirada. Si en el camp esta relación es horizontal, en el anticamp es desigual (una desigualdad inversa a la del arte institucionalizado de museo, en donde el aura sacra de la obra posiciona al espectador por debajo).
En el anticamp, la obra sitúa al espectador por encima. Parece decirle: “Soy una basura tan mal hecha que podés verme los hilos y descubrir mis verdaderas intenciones”.
Por eso, un objeto anticamp apela a la supuesta inteligencia. Si el espectador no cree estar descubriendo una verdad oculta, el sentir anticamp no se activa.
Contrario al goce de lo camp (que no está ni en lo político ni en lo intelectual, sino en el placer estético puro), el goce de lo anticamp está en la explosión (de inteligencia, de ironía, de odio o de burla) que se produce al descubrir la supuesta intención oculta del objeto.
Estos elementos forjan un escudo que hace de la crítica su antídoto definitivo. Los insultos le vienen bien. Lo único que importa es la reproducción de su discurso, de su norma. Que se ataquen. Que hablen mal, pero que hablen. Por eso el sentir anticamp es paki (no puede haber anticamp disidente) y la sensibilidad camp es queer (no puede haber camp normativo).
Lo paradigmático de Emilia Pérez es que lleva al terreno del arte institucionalizado una dinámica que es propia de la comunicación política contemporánea.
El anticamp es la fórmula de esos objetos y performances de la ultraderecha que nos causan perplejidad, gracia e indignación a la vez. Aunque no es territorio exclusivo de neoliberales y fascistas, son ellos quienes nos tienen acostumbrados a este sentir.
La motosierra de Milei es el anticamp criollo por excelencia. Habría que acordarse de lo que sentimos cuando entró en escena por primera vez durante una recorrida de campaña. A algunos les causó gracia (era la confirmación de que estaba loco), a otros les causó miedo (era la confirmación de que estaba loco, también). La supuesta locura intrínseca revelada por el objeto funcionó como la falla que le permitió a sus detractores sentir el goce anticamp, subestimarlo y subestimar a sus votantes.
Hay escenificaciones anticamp en todos lados y en todo momento.
En noviembre del año pasado, algunos militantes libertarios organizaron un acto que mezclaba estética nazionalista del subdesarrollo con imperialismo romano de cotillón. Uno de sus referentes, el Gordo Dan, dijo que eran “el brazo armado de La Libertad Avanza”.
Los componentes de “mal gusto” habían sido desatados, pero el anzuelo anticamp se terminó de completar al día siguiente. El cuerpo orquestado de funcionarios y tuiteros explicó: no se referían a armas de verdad, sino a celulares.
El arco opositor (la izquierda, el progresismo, el peronismo; pero también los paladines del gorilismo republicano) dedicó horas de pantalla y miles de caracteres a desbaratar la mentira; a explicar por qué mentían, por qué en realidad había sido un acto nazi y una amenaza concreta y tangible a la democracia. Habían pisado la trampa.
Astucia del Gordo Dan la de hacernos creer a los kukas que éramos más inteligentes por haber señalado su hilacha nazi, sus verdaderas intenciones; cuando en realidad todo lo que hacíamos era alimentar y reproducir su fama, su discurso y su norma.
En cambio, ningún libertario abandonó las filas. Tomaron la estética nazi como un gesto irónico, se rieron y reforzaron su enlace afectivo con el movimiento.
En la telaraña del anticamp, los verdaderos predicadores de una ideología son sus críticos.
La mayoría de las veces la ingenuidad no se construye a posteriori, sino que está en la textura misma de la cosa.
En los últimos días de febrero, Donald Trump compartió en sus redes un video sobre la Franja de Gaza tan ridículo como ofensivo. Un montaje de imágenes animadas hechas con inteligencia artificial que muestran una utopía capitalista y frívola: Gaza convertida en un enorme complejo turístico.
El rasgo de mal gusto está en la ridiculización y banalización de un territorio en guerra, pero también en la gracia de algunas postales. Ese berretismo de la imagen construye su ingenuidad. Es como si nos dijera: “no me tomen muy enserio, soy un video de mierda”.
Como era esperable, llovieron críticas y se cumplió la finalidad anticamp: producir un objeto cultural destinado a la polémica para la prevalencia de la norma.
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