Miro televisión, leo libros, asisto a representaciones teatrales, lo que sea, por placer: me dejo llevar por la fuerza del placer que un buen libro, una buena pieza de teatro y un buen programa de televisión me procuran. Pero ese placer, como es un placer intelectual, no es nunca ajeno a la calidad de la construcción a la que me someto: imagino, formulo hipótesis, calculo cómo ha sido hecho eso que me arrastra. No es el placer narcisista de la constatación de lo que soy lo que me gusta en aquello que me gusta, sino el placer de imaginarme otro, diferente: ¿qué sería yo si hiciera esta novela, esta película, esta puesta teatral, este programa de televisión, tal como han sido hechos?
Dicen que la televisación de la gran final de Gran Hermano 2007 fue el programa más visto de todos los tiempos. ¿Más que las finales de los mundiales de fútbol de las que participó Argentina? No lo creo: quienes ponen a circular esas especies mienten, amparados en el olvido que la relación con la televisión implica.
Vi, de a ratos, esa "gran final" porque quería ver en qué regocijo terminaba el baño de inmundicias cuyos pormenores seguí hasta el 15 de marzo, cuando preferí otros destinos para el vacío de sentido existencial que ahogo en mi relación con la pantalla. Nada de lo que vi me sorprendió. La conducción del programa seguía siendo tan errática como siempre, y la producción llegó a niveles de improvisación tan altos que me quedé atónito: sucesivamente, los finalistas iban llegando al estudio donde se los halagaba hasta la náusea, pero no se había previsto que hubiera una mesa (artefacto de cuatro patas que sirve para apoyar cosas) donde pudieran dejar los regalos que los miserables convenios de canje les habían conseguido. Así, se vio a la ganadora del ciclo luchar con una montaña de bolsas y paquetes y un micrófono que no servía para demasiado, hasta que tuvo que apoyar todo en el suelo.
A lo largo del programa, la voz del conductor y la (intolerable) voz de Gran Hermano habían asegurado a los finalistas que en las paredes de la casa que abandonaban quedaban sus huellas, sus voces, sus historias, que ese galpón mal decorado que alguna vez llamaron casa, en algún sentido, les pertenecería para siempre. ¿Por qué entonces la producción decidió que, como última secuencia, se viera a una cuadrilla de Benny Hills destrozando el lugar sin ton ni son? ¿Qué algarabía química les indicó que ese pandemonium de aniquilación era la última humillación, la que faltaba? ¿Por qué nos obligaron a ver eso? Todo mal hecho. Y sin embargo...
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Fue la noche más unánime de la televisión argentina. ¿Cómo se explica un fenómeno semejante? Podría decirse que, pese a todo, nuestra televisión es un espacio vacante y que no hace falta más inteligencia, más sensibilidad, más imaginación, mejor producción para garantizar la adherencia de las audiencias. Sea.
Sabemos, también, que el irrepetible "genio" de los gerentes de programación hizo coincidir el comienzo del ciclo con el momento más vacío de las pantallas argentinas. Sin nada para ver, no hacía falta más que Gran Hermano para divertir a quienes no vacacionábamos durante los rigores de la canícula. Pero hubo también un saber (perverso) sobre el funcionamiento de lo imaginario que garantizó, al mismo tiempo, la adhesión de las audiencias y la supervivencia de los finalistas.
Desde el primer momento (lo registré en mi bitácora televisiva el 24 de enero) resultaba clara la buena fortuna que habría de tener el cordobés, precisamente por su acento y por su incapacidad de articular una sola frase con sentido. Ese disturbio del lenguaje que significa extranjería radical al medio televisivo (porque la televisión argentina censura los acentos provinciales) hizo de Juan un montañés que llegaba de un siglo antepasado, por milagro de la tecnología, hasta nosotros. Bastaba con agregarle una inocencia pastoral como rasgo de personalidad (algo que cualquier director de casting con dos dedos de frente habría resuelto en esa dirección) para desencadenar los procesos de identificación imaginaria de la audiencia (porque sí: porque eso y no otra cosa es una audiencia).
Muy pronto quedó claro (lo registré en mi bitácora televisiva el 13 de marzo) quiénes llevarían adelante la buena fortuna de los inversores de Gran Hermano, la disciplina inverosímil de la "otra Argentina" para sostener a sus candidatos en el juego, esa Argentina cuya pronunciación evita con obstinación las horrendas sonoridades del habla rioplatense. Es como pensar en Ricardo Rojas, en Sarmiento, en Facundo Quiroga, en
A través de Gran Hermano (pero sólo a través de Gran Hermano), la televisión argentina ponía en escena la pasión de la identificación narcisista, irreflexiva, con lo minoritario: el ex convicto, el homosexual bueno pero triste y sobre todo: los dialectos. Triunfaban, en el más gigantesco dispositivo de humillación que imaginarse pueda, los humillados. Y la televisión daba a los humillados la posibilidad de devolver, una por una, cada humillación. Que los tres finalistas (los más votados) hayan sido, finalmente, los de dialecto más marcado, más "extranjero", habla de la incapacidad constitutiva de la culltura argentina para pensar su propia diferencia, para resolver las heridas históricas que arrastra.
¿Ganó, porque ganó Marianela, el conservadurismo de provincias? Es inútil formular la pregunta en esos términos, porque en Gran Hermano (y en los procesos de identificación que desencadenó) nadie representaba nada, pero sobre todo: no había representaciones de clase, sino identificaciones de tierra. Ganó el conservadurismo, sí, porque lo que ganó fue el uso vil, la infame sabiduría sobre cómo transformar dolorosos procesos de identificación primaria en sueldos para "trabajadores" de la televisión argentina, es decir: porteña.
7 comentarios:
Mi amiga Celeste leyó en página 12 de conservapedia y me lo pasó. (www.conservapedia.com).
Unbe-fuckin'-lievable.
bri-llante, Link. La culminación perfecta para quienes seguimos las crónicas granhermanas.
Me gusta cómo podés insertar todo el arsenal teórico con naturalidad sobre productos masivos. No sé si comparto lo que decís, creo que no, pero me produce placer leer esa conjunción en la que la academia y los sonidos de la calle (porque ahí están los medios masivos de comunicación) no aparecen como mundos separados.
Yo miré GH en forma intermitente durante la mayor parte del siglo y lo miré bastante al final. La última noche me pareció un desastre, mal conducida, anti-climax, frígida. Y todo coronado por el triunfo de Marianela, que como triunfo fue de lo más desganado que vi en mi vida. En serio, si me llamaran hoy a mí para darme el premio al coleóptero del año por la sociedad entomológica de Villa Bosch le pondría más onda.
Coincido con todos.
Tu descripcion, Daniel, es irresistible, atrapante, bestial.
Linkillo es la revista cultural mas poderosa de los ultimos tiempos.
Estaria bueno que todos los intelectuales pudieran ayudarnos a reflexionar sobre el interes que nos produce esta television mal hecha hasta el enojo.
Como trabajadora de la tv (mujer y porteña, tambien) intuyo que los programas son horribles porque la inteligenzia se dedica a hacer CIUDAD ABIERTA, que genera, al menos a mi, bostezos y harcadas mas iracundas que las que genera la gorda chota Marianela, a quien no pagamos el sueldo con fondos publicos y que gano.....como podria haber ganado cualquiera: el putito, la putita, el tumbero, la petisa, el bobin, CUALQUIERA.
Personalmente, ante esa aplanadora de snobismo y mentira que es la tele hecha por los finos y los cultos, voy a fondo con Impacto Chiche .
Podria ser que la vida fuera tan agobiante que al acostarnos desearamos ver bobagem que nos haga dormir.
Y tendriamos derecho.
Yo creo que es demasiado simplista decir que ganó el "conservadurismo de provincias". Quiero decir: en los foros, en los debates, la disyuntiva estaba entre los "valores" (la amistad, la lealtad, etc. que representaba Juan) y el "juego" (que, más o menos afirmaba "todo esto es televisión", o sea nada real: la "amistad" es una ficción para la pantalla). Y aunque sea por pocos votos, primo el juego, lo cual en cierto sentido desafiaba el conservadurismo de "los valores". Marianela es la mina que después de contar un sueño erotico que incluia esposas, sexo anal, etc., etc., dice "y aquí estamos, en este triste mundo sin sexo". Es la mina que no podía con su ansiedad, que se comía todo sin pudor ante las cámaras. Es la mina que mejor encarnaba el sin sentido de la vida en general, y en el potencial identificatorio de esa imagen no sé cuánto tuve que ver el "conservadurismo del interior".
gran hermano me da igual, pero opino como diego, está buenísimo ver cómo se pueden aplicar conceptos teóricos sobre las cosas cotidianas.
hoy vi dos minutos el nuevo, el de famosos, y lo vi a vadalá deambular por la casa con un atuendo imposible, y lanzando eruptos al aire.
saludos
m
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