por Daniel Link para Ñ. Revista de cultura
La obra de Roland Barthes, que no necesita presentación alguna, ha suscitado, en los últimos años, acercamientos cada vez más complejos, que la apartan del lugar del mero análisis del discurso o del comentario de textos y la colocan en la vertiente de la filosofía contemporánea en la que se construye una ética adecuada a nuestros tiempos.
Tanto en Incidentes (1987), el libro póstumo que recoge fragmentos de diario (de la “forma diario”, que tanto preocupaba a Barthes, desde sus primeras publicaciones hasta “Deliberación”, 1979), como en Roland Barthes por Roland Barthes (1975), ese extraño autorretrato que reinterpreta su propia obra, o en La cámara clara (1980), su último libro publicado, urdido a partir del dolor que Barthes siente al contemplar una foto de su madre muerta, se deja leer el proyecto barthesiano de devolverle un porvenir a aquello que, en Mitologías (1957), habría de constituir el objeto de una ciencia: lo imaginario, que deja de concebirse como sólo un conjunto de representaciones estereotipadas y adquiere el estatuto de una práctica (y en tanto tal, se liga con una ética e, incluso, una política).
Aún cuando Roland Barthes no desdeñara el tratamiento técnico de la materia que se impone (el lenguaje, el relato, la fotografía, la ideología, la moda o los mitos), lo que “decanta” de su obra está en otro dominio: un dominio de indiscernibilidad donde ética y estética se presuponen. Barthes va recurriendo progresivamente a diferentes paradigmas para resolver esa articulación, pero está presente desde su primera intervención y constituye una de sus obsesiones más recurrentes. En Diario de duelo (1977-1979) se lee: “¿En qué mamá está presente en todo lo que yo he escrito?: en que hay por todas partes una idea del Bien Soberano”.
En Mitologías, el signo (ideológico, unidad de lo imaginario) se presentaba como insufrible (predicado ético). A partir de El sistema de la moda (1967) queda claro que es, además, ingobernable. Contra la ilusión (moderna) de que lo imaginario puede ser "controlado" (por la vía de la semiología, del sistema, o de la historia), se sospecha sobre la posibilidad de tal control. Mejor es la huida hacia adelante, hacia “allá”. Y “allá” es, para Barthes, un Oriente idealizado que le entrega la verdad de una humanidad capaz de resistir los embates de la Historia y, sobre todo, el más temible de entre todos ellos: el final de la historia y la consecuente naturalización (animalización) de la especie humana.
Lo “milenario” le permite a Barthes, en El imperio de los signos (1970), su libro peor leído (tal vez porque siendo el más distinto de todos lo que hasta entonces ha ensayado, es el que parece más tonto), pasar del signo singular y pleno a los signos plurales y vacíos. En términos históricos, es la supervivencia de los fantasmas (o imágenes) a través del tiempo, más allá de la lógica de inscripción prevista por Marx. Ya no se trata de "la conciencia burguesa" sino de "la conciencia", pero (sobre todo) de su radical exterioridad.
El satori, escribe Barthes, es un pequeño seísmo (conmoción y sacudida de la persona), y el zen un acto de conocimiento sin sujeto cognoscente y sin objeto de conocimiento. Oriente, que por suerte no ha tenido su Hegel (y que tampoco ha tenido Dios), ignora la identidad total del sujeto y del objeto que sería el resultado de la teleología histórica; más bien vacía de antemano esas categorías.
Es el pasaje (decisivo) del habla ("El mito es un habla") a la escritura (la inscripción): la comida, la gestualidad, todo es del orden de la escritura (de lo escribible) y lo es en tanto y en cuanto suspende el habla. Comida: fragmentos, musicalidad (ritmo), apertura, suspensión del sistema -lo crudo/ lo cocido, lo frito/ fresco (tempura). Pero también el pasaje del lenguaje a la voz como punto de juntura entre la conciencia y el cuerpo: lo imaginario, el lugar donde se tocan lo real y lo simbólico y que excede a ambos registros.
En El sistema de la moda, Barthes reclamaba que se leyeran sus escritos como “las tribulaciones de un aprendizaje". ¿Qué aprende Barthes en El imperio de los signos? La experiencia del afuera, que es una experiencia total de esnobismo en estado puro, que ha creado disciplinas negadoras del dato “natural” o “animal”, que ha sobrepasado con mucho en eficacia a aquéllas que nacía, en Japón o en otros lugares, de la Acción “histórica”, es decir, de las luchas guerreras o revolucionarias o del Trabajo forzado.
Podría glosarse la experiencia de Barthes y de El imperio de los signos con palabras de su amigo Michel Foucault: se trata de una “pura exterioridad desplegada” en la que el responsable del discurso no es el sujeto que habla sino “la inexistencia en cuyo vacío se prolonga sin descanso el derramamiento indefinido del lenguaje”, “alejándose lo más posible de sí mismo. Y si este ponerse fuera de si pone al descubierto el propio ser, esta claridad repentina revela una distancia más que un doblez, una dispersión más que un retorno de los signos sobre sí mismos”.
Es verdad que esas cumbres (no igualadas en ninguna otra parte) del esnobismo específicamente japonés han sido patrimonio exclusivo de los nobles y de los ricos. Pero, a pesar de las desigualdades económicas y sociales persistentes, todos los japoneses, sin excepción (las palabras son de otro viajero ilustre, Alexandre Kojève, pero los subrayados son míos), son capaces en la actualidad de vivir en función de valores totalmente formalizados, es decir, vacíos por completo de cualquier contenido “humano” en el sentido de “histórico”.
Desde entonces y hasta su último curso (La preparación de la novela, la mitad del cual está consagrado al haiku japonés), Roland Barthes no cesará de investigar esas formas totalmente vaciadas de historicidad (en el sentido hegeliano) como variables y reglas para organizar la vida en común y la cohabitación (la comunidad más allá del comunismo).
Es sobre todo a partir de Fragmentos de un discurso amoroso (1977) donde Barthes desarrolla ese proyecto (antimoderno) hasta sus últimas consecuencias. Hay allí, como en El imperio de los signos, un abandono de la theoria (el estructuralismo, al que le dedicó sus mayores esfuerzos y le regaló todo su brillo) en favor de lo di-verso (lo imaginario, como diversión, es lo que escapa y se resiste al mismo tiempo a lo simbólico y a lo real, ese imposible), lo imaginario es lo que fluye en nosotros y nos arrastra. “No suprimir el duelo (la aflicción) (idea estúpida del tiempo que abolirá) sino cambiarlo, transformarlo, hacerlo pasar de un estado estacionario (estasis, nudos en la garganta, recurrencias repetitivas de lo idéntico) a un estado fluido”, escribirá Barthes sobre la experiencia de su madre muerta. Hacer que los signos fluyan es liberarlos del estereotipo.
No se trata de situarse fuera de lo imaginario para denunciar sus engaños, sino de operar desde su interior (la oposición entre décomposer y détruire, tan característica de Barthes, es correlativa de ese propósito) y, de ese modo, superar la coacción de dos formas de saber: el saber de la estructura (propia de la primera parte de su obra), y el saber de la muerte (que domina La cámara clara y, ahora, las anotaciones de Diario de duelo). En ese sentido, Roland Barthes usa el fragmento y el "como si" como herramientas de investigación: hacer como si fuera "un enamorado el que habla y dice" (el epígrafe de los Fragmentos) permitiría sostener un discurso riguroso de lo imaginario en lo Imaginario. En ese punto, no es casual la recuperación de Sartre, a quien Barthes homenajea cada vez que puede.
En sus últimos cursos en el Collège de France (Cómo vivir juntos, Lo neutro, La preparación de la novela), contemporáneos del duelo por la madre muerta, Barthes está inmerso en una indagación sobre lo Neutro que es, también, una experiencia del afuera: no se trata de optar, sino de suspender toda resolución entre dos opciones. No se trata, por lo tanto, de lo "verdadero" y lo "falso" de las imágenes, porque el imaginario, en su perspectiva, ya no funciona como discurso sino como práctica. Y no se trata tampoco de un régimen de la negación como la dialéctica (que el primer Barthes había adoptado de Brecht, pero que ya ha abandonado en estos años), ni de la transgresión (cuya lógica verificaba como cada vez más hegemónica en la cultura industrial, de la que fue uno de sus grandes analistas: Mitologías), sino de algo (la sobria ebrietas) que involucra una recuperación de la ascesis como soporte de una ética.
Los signos ya no ocultan nada, porque están vacíos: son claros, transparentes, si es que uno es capaz de despegarse del “estorbo de lo visual” y escucha sus voces. Los signos son la pura exterioridad desplegada de la conciencia. El dolor (la pena amorosa o el duelo por la madre muerta), como signo, no es sino la forma de una experiencia radical de conocimiento, el índice “de una domesticación radical y nueva de la muerte; pues, antes, sólo era saber prestado (torpe, venido de las artes, de la filosofía, etc.), pero, ahora, es mi saber. No me puede hacer mucho más daño que mi duelo”.
El último proyecto de Barthes, que no pudo completar porque cometió la imprudencia de dejarse atropellar por una camioneta de lavandería, se llamaba Vita Nova (1979) y en el Diario de duelo (texto establecido y anotado por Nathalie Léger) pareciera que ese proyecto se inscribe en la “futuromanía” (“construcción enloquecida del porvenir”) que sufrimos “en cuanto alguien está muerto”.
Es importante retener esta tensión, porque Barthes no se imaginaba a si mismo como un eterno doliente, aunque sabía que la muerte de su madre (intolerable como fue para él) debía ser asumida día a día y hasta sus últimas consecuencias. Las fichas en las que registra su dolor (“al tomar estas notas, me confío a la banalidad que está en mí”) son, para Barthes, una experiencia de discurso: sí, él sufre, pero sobre todo: él escribe que sufre (como el enamorado de Fragmentos) y la escritura le garantiza un doble acceso al dolor: como vivencia y como material analítico.
En el dolor (ese satori) no hay que leer la identidad entre sujeto y objeto (“a partir de ahora y para siempre soy mi propia madre”), sino una experiencia radical del afuera, la suspensión entre sujeto cognoscente y objeto de conocimiento, y por eso los roles pueden invertirse como manera de pensar un futuro (una ética y una política) para el dolor: “Hablar de mamá: ¿y qué, Argentina, el fascismo argentino, los encarcelamientos, las torturas políticas, etc.? Eso la habría herido. Y la imagino con horror entre las mujeres y madres de los desaparecidos que se manifiestan por aquí y por allá. Cómo habría sufrido si me hubiese perdido”.
No sabemos qué habría hecho Roland Barthes con estas fichas y anotaciones pero sin duda tienen la fuerza (porque dicen “la naturaleza abstracta de la ausencia”) de “lo novelesco sin la novela”, ese empecinado proyecto de destitución en el que a Roland Barthes se le fue la vida, y de la praemeditatio malorum, ese ejercicio de los estoicos en el que el sujeto de la escritura se obliga a vivir la propia muerte. Eso es la muerte de la madre, para Barthes (y, también, la literatura): un ejercicio ascético de premeditación mortuoria y, como tal, el soporte de una ética preocupada por la comunidad de los ausentes, nuestros muertos, de quienes sólo nos separa el tiempo.
Las tres gracias
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