Giovanni Ventura, el neofascista al que nadie le daba vuelta la cara
por Matilde Sánchez para Clarín
Sobre la calle San Martín, cerca de la Plaza, el restaurant Filò fue durante años un antro singular. Recreaba veinte años después el aura bohemia del Bar Bárbaro y la Galería del Este y, a cambio de la estética hippie, ponía en escena un pop de teatralidad nocturna, afín a la histeria de los años ‘90. Recuperaba así un circuito de paseo y galerías que no llegaba a lo masivo y había quedado para los habitués; de hecho, el subsuelo tiene una galería de arte. Angosto y muy largo, la parte frontal, la única con vista a la calle, está ocupada por una barra de excelentes cócteles (algo raro hace 20 años salvo en unos pocos hoteles), de manera que el salón se prolonga siempre como de noche, iluminado con unas costosas Artemide, las lámparas de diseño que su regente, Giovanni Ventura, fallecido el lunes, había comprado en un viaje a Milán. Manteles de un naranja muy vivo y servilletas negras, mozas elegidas en un cásting: carnadas excitantes y vagamente mafiosas. Sobre la izquierda, por encima de un maniquí medio cachivache vestido de mucamita hot inclinado a 90 grados, un DJ siempre torturó a los comensales con música house y tecno a todo volumen. Conversar, imposible. Pero al fondo persiste el gran respaldo de la tradición mediterránea: el horno de pizza y su maestro.
Nadie le daba vuelta la cara a Giovanni Ventura, el terrorista que se atribuyó la participación en 21 de 22 atentados cometidos en Milán en 1969. Supongo que en los conocedores del magnífico anfitrión (artistas y gente ligada a las artes plásticas, la izquierda nucleada entorno de la librería Gandhi, políticos, entre ellos Jorge Telerman, progresistas de todo pelaje) siempre funcionó algo así como una “suspensión voluntaria de la ideología”. Creo que él ejercía una atracción superior, la que nos hace más débiles: el magnetismo propio de las máscaras, la curiosidad que despierta asistir al triunfo de una formidable impostura.
Giovanni era un maestro de ceremonias con los mejores zapatos de la ciudad y la dosis precisa de calidez, mundanidad y distancia, un ciudadano de la gran urbe, un plebeyo elegante y viril, aristocrático como todos los venecianos –aunque había nacido en Padua, su pueblo de adopción era Castelfranco, en Treviso, cerca de Venecia, donde murió su madre, a quien se le vio llorar.
Lo conocí a fines de los años 90 por amigos suyos y ya tenía a su esposa, una mujer más joven, una belleza autóctona de rasgos aindiados, con el aire neutro perfecto para acompañar al personaje.
Giovanni nadaba con gracia en todas las aguas y era un espléndido conversador. Le gustaba acompañar a ciertos clientes y ponderar detalles gastronómicos, precisar las diferencias entre el queso blanco y el auténtico mascarpone a los fines del tiramisú o la metafísica del aceite de oliva –hay escritos anaqueles enteros sobre la centralidad de la gastronomía en la sociabilidad mafiosa. Algunos amigos recuerdan las periódicas visitas de su madre, una mujer refinada y con aires de contessa . Aunque Ventura tenía mano suelta para las invitaciones de cortesía, cada plato de Filò no pasaba de los rigurosos 125 gramos de pasta. Yo pensaba en él como uno de esos raros casos en que una persona consigue ensamblar dos identidades consecutivas y logra que los testigos de su segunda vida consientan en la amable comedia de ignorar su vida anterior; un ser con la versatilidad y la gelidez necesarias para rehacerse –¿nunca soñaba con jueces o detonadores?–, para decretar la muerte de quien ha sido y recrearse bajo otra coordenada, a la manera de Wakefield, de N. Hawthorne, o mejor, de El pasajero de Antonioni. Si se piensa con rigor, es inconcebible la estrechísima amistad que tuvo con un intelectual de izquierda como Pancho Aricó o representarse una muy mentada cena, hace pocos años, en que el mismo Giovanni, ya enfermo, cocinó en silla de ruedas para el librero Elvio Vitali y sus mejores amigos. “Travestirse en radical de izquierda fue la máscara que usó toda la vida” , sostiene el periodista italiano Mauricio Chierici. “Está probado por la Justicia que era un criminal ligado a los viejos servicios secretos italianos”. Quienes compartían un rato o negocios con él aceptaban la convención de ignorar su trayectoria anterior, con su tendal de tragedia y víctimas, y participaban del alegre guión que la desmentía, lo que demuestra hasta qué punto los poderes de la simpatía y la seducción pueden ser corrosivos. Hay un hecho inobjetable: si la Justicia italiana acabó absolviéndolo, ¿por qué tendrían que hacerse cargo sus amigos de volver a procesarlo? Ni la Embajada de Italia le veía problema a Giovanni.
En Buenos Aires, alguna vez la ciudad de las bombas, en un país con deslizamientos políticos y torbellinos ideológicos que nos dejaron perplejos, en una cultura tan próxima a la italiana en su romantización del delito y su integridad vacilante, el criminal de lesa humanidad pudo renacer. Los graves actos de Giovanni Ventura fueron perdonados, prescribieron. Ya se sabe, panza llena, corazón contento; no hay diferencia que no se zanje ante una buena fuente de fusilli al fierrito.
E la nave va...
Entre mediados de los ‘60 y los ‘70, Italia vivió unos años de plomo marcados por la “estrategia de la tensión”, en la que las acciones ultraviolentas de la derecha y la izquierda se cruzaban subterráneamente con larvadas tentativas de golpes de Estado. Algunos historiadores definen esos años como una “guerra civil de baja intensidad”, cuyas derivaciones e híbridos ultra llegan tanto a la izquierda radical de los alemanes Baader Meinhoff como a las acciones de la P2. En esas confusiones entre extremos, bajo el paragua de una Ilustración muy acendrada, singular y propia de Italia –leer la increíble biografía de Giangiacomo Feltrinelli, editor y tirabombas–, Ventura aquilataba la doblez de su discurso radical inconformista.
Nacido en Piombino, Padua, el 2 de noviembre, Ventura vivió su juventud en el pueblo de Castelfranco, en el Véneto. Bachiller en filosofía y amigo del declarado neofascista Franco Freda, abren la librería Ezzelino en Padua y la convierten en un polo activo de insurgencia antidemocrática y se integran al grupo Ordine Nuovo. La red crece a escala nacional sumando a otros grupos fascistas.
En 1969, en lo que se conoce como el “atentado de Piazza Fontana”, frente al Banco de Agricultura de Milán, un atentado mata a 16 personas, Ventura es el segundo imputado junto a Freda. La sala de Justicia pide para ambos la cadena perpetua. Pero cuando faltan apenas dos semanas para la sentencia, en uno de los procesos más escandalosos de Italia y después de muchos años, Freda se fuga. Dos días después Ventura escapa de su residencia vigilada en Cattanzaro, donde lo cuidaban tres gendarmes. Alguna vez en una mesa de Filò oí un relato tal vez apócrifo pero verosímil, muy apto para una vida tan cinematográfica: uno de sus tres hermanos fue a visitarlo e intercambió su ropa con él; las autoridades lo supieron dos días más tarde y tuvieron que liberar al Ventura incorrecto.
La opinión pública italiana está convencida de que la fuga ha sido organizada desde el poder, para no llegar a la conclusión de un proceso en el que están implicados no sólo los neofascistas, sino también militares, políticos y funcionarios con altos cargos. De hecho, originalmente se buscó descargar el atentado en anarquistas y grupos de izquierda. El informe del juez de Instrucción Guido Salvini concluirá que el atentado de Piazza Fontana fue más que eso. Uno de los testimoniantes, Vicenzo Vinciguerra, admitirá: “El grave acto tenía el fin de propiciar la declaración del ‘estado de excepción’ en Italia.” En 1973, cuando se produjo su arresto en Argentina y fue deportado, Ventura confesó su participación en 21 distintos atentados en 1969 pero negó el de Piazza Fontana. Fue condenado por actividades subversivas en relación con ellos: por poner dos bombas en Milán el 25 de abril y atentados a trenes el 9 de agosto, cuando ocho explosivos rudimentarios estallaron en 8 trenes en diversas localidades y dejaron doce heridos. Para entonces tanto él como Freda habían sido absueltos en el caso de la Piazza Fontana. Es inexacto, como aseguraba el folclore local, que participara del atentado en la estación ferroviaria de Bolonia, en agosto de 1980: quien sí participó fue su amigo Massimiliano Fachini.
Don Giovanni regresó y se hizo definitivamente porteño. En 1992 se le restituyó el pasaporte para permitirle visitar ese noviembre a su madre enferma. Murió el lunes último en Buenos Aires de una atrofia muscular.
Anti-Manual de Teoria Política
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Carxs leitorxs de A Navalha de Dalí,
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Hace 5 semanas.
7 comentarios:
Buena referencia y curiosa...
Paradójicamente, a pasitos de Filo, está la sede de Techint. Su jerarca absoluto (otro tano), Paolo Rocca, siguió el camino inverso: de integrar las Brigate Rosse, pasó a dirigir uno de los imperios del capitalismo más extremo.
P.D.: Nunca me gustó a pizza de Filo. No puedo admitir una pizza que se doble al agarrarla con la mano.
Oh!
Chequear toda la historia, pues no pega una.
Cariños
A
Nada que chequear: ya sabemos que Clarín miente.
Hermoso relato!
G. Piro puede explicarte cuán generoso fue este país con Giovanni Ventura.
coincido plenamente con "anónimo" (12:08 AM)
Memorabilia es un sentimiento.
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