Por Daniel Link para Perfil
He aquí tres argumentos. En el
primero, niños norteamericanos desaparecen de sus cunas. Una banda
de delincuentes internacionales piratea los sistemas de cámaras de
vigiliancia para bebés. A través de esas cámaras, ponen en subasta
a los niños, que son comprados por parejas desesperadas del mundo
árabe, Corea, Japón, Alemania.
En el segundo, hackers inescrupulosos
que se reunen en exclusivos foros de perversos provocan accidentes en
espacios públicos (montañas rusas, subterráneos) para el goce
espiritual y sexual de aquellos para quienes la tragedia se filma.
Cuantos más muertos y sangre, mejor.
En el tercero, un asesino interviene en
los programas para dispositivos móviles (tipo Uber o Lyft 9 que
sirven para llamar un vehículo de alquiler (lo que aquí conocemos
como un “remís”), gran competencia de las compañías de taxis
en los Estados Unidos, y mata más o menos porque sí (el furor y la
locura son recursos fáciles) a los inadvertidos pasajeros.
Lo que tienen en común estos tres
argumentos de CSI: Cyber, el nuevo spin off de la
franquicia CSI (que modificó la forma en que las masas
entienden el crimen y su resolución), es presentar el universo de
las cibercomunicaciones como completamente hostil y demencial, para
justificar las intervenciones de los servicios de inteligencia en ese
espacio.
La serie tiene uno de los peores
casting imaginables, está mal contada (con una sintaxis espasmódica
derivada de lo que se supone son los flujos de información en la
red) y sus argumentos presuponen la
sospecha de que sentarse ante un teclado equivale a compartir un
espacio virtual con criminales y locos de cualquier especie, y
convertirse, por lo tanto, en víctima inminente de asesinato,
violación, secuestro extorsivo, tráfico humano, venganza, etc.
De Julián Assange y WikiLeaks, ni
hablar. El hacker, ese héroe de los años ochenta, es ahora una
figura que sólo puede rehabilitarse trabajando para los servicios y
fuerzas de seguridad, que combinan la más salvaje psicología
conductista con una penosa imaginación tecnológica.
Una enseñanza de
la serie: encriptar la propia dirección electrónica (IP) detrás de
una máscara (tipo TOR o TunnelBear) es ya inevitable, antes de que
las fuerzas de seguridad vengan a golpear a nuestra puerta con la
delicadeza que las caracteriza (y que Assange conoce bien). Una
esperanza: que quienes creen en la verdad de tales argumentos abandonen la red, descongestionándola.
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