Por Daniel Link para Perfil
¿Qué sería peor, la Mezquita de
Córdoba o Santa Sofía en Estambul (en proceso de restauración)?
Las arcadas que siempre me provocaron los saqueos indiscriminados que
los Estados imperiales realizaron en el siglo XIX y en el siglo XX en
los sitios arqueológicos que consideraron amenazados, chocan hoy con
la indignación profunda que siento ante cada nueva noticia de una
ciudad antigua destrozada en nombre de una depuración religiosa y
cultural.
Se trata, en ambos casos, de prácticas
aberrantes porque en los dos casos de lo que se trata es de
distorsionar la historia, que es inevitable porque ya ha sucedido y
que por eso mismo nos constituye y nos advierte sobre nuestra propia
caducidad.
Desgajado un friso del Partenón del
lugar al que legítimamente pertenecía (en nombre del “Patrimonio
de la Humanidad”) dice tan poco sobre la comunidad de la que brinda
testimonio como el humo ciego que surge de las ruinas que los grupos
integristas dejan a su paso. No hay universales para salir a defender
en esta coyuntura, sino singularidades que existieron y que son el
índice de una posibilidad de vida que, aunque hoy totalmente perdida
para nosotros, nos salva de la uniformidad y el falso pluralismo
propugnados por el Estado Universal Homogéneo.
No es Dios lo que está en juego, ni su
infinita sabiduría, ni la piedad que deberíamos sentir cada vez que
el llamado nos convoca a la oración. Después de todo, Dios
contempló la multiplicidad de lo viviente y en Babel nos hizo el
histórico regalo de la separación de las lenguas para evitarnos
toda tentación concentracionaria.
Lo que está en juego es la Historia en
su totalidad, lo mismo hoy que durante las grandes purgas de Stalin,
los procesos de depuración de la Revolución China y todas las
fantasías de aniquilación de la diversidad de lo viviente de las
que nadie debería jactarse: la reducción a un Único es siempre
suicida, porque una vez comenzado el proceso de depuración no hay
lógica que impida detenerlo. Siempre habrá algo que se escape del
ideal y, en definitiva, en el centro de cada una de las capas de
cebolla que se van elimininado hay nada: la nada es lo que queda
después de haberlo depurado todo.
Ni siquiera se trata de salvar las
culturas que esas ruinas arrasadas por el odio actual habrían
representado alguna vez, la mayoría de las cuales están hoy
totalmente muertas, sino lisa y llanamente la delicadeza de las
imágenes, en los lugares en los que cumplieron alguna función,
alguna vez. Que sobrevivan imágenes nos permite pensar en los
singulares ciclos de existencia de las culturas, por más inertes que
éstas sean.
Los edificios que levantaron los
asirios en Nínive, los libros guardados en la biblioteca de Mosul no
pueden representar ningún riesgo para ningún proyecto político,
pero su pérdida es tan irreparable como la de un joven o una
muchacha asesinados en nombre de la pureza ideológica: lo que se
escapa entre los dedos, en esos gestos de desprecio hacia lo otro, es
la propia capacidad de imaginar, de relacionarse con imágenes
ajenas, de situarse en el lugar del otro.
Y para peor, la posición extremista de
los destructores de lo que estuvo antes que el Islam (grupos
minoritarios, pero con poder de fuego) alimenta las peores pesadillas
coloniales: ¿quién podría oponerse seriamente al levantamiento de
nuevos museos, bibliotecas y parques temáticos en Europa y sus
países satélites para albergar todo aquello que hoy parece en
riesgo?
¿A esa forma de “civilización” se
pretende arrastrarnos? Si ya sabemos que, arrancados del propio
paisaje, esas piedras, esos papiros y esos artefactos no son sino la
pálida protesta de una experiencia aniquilada, de una experiencia de
la aniquilación.
Al destruir lo que ya no tiene ningún
impacto cultural o al desplazarlo a un lugar seguro como mero objeto
decorativo, lo que se dice es el terror a la propia caducidad, a ser
uno mismo una hebra de carne que no va a durar para siempre.
La única eternidad que Dios nos
garantiza es la de participar de los misterios de su Nombre (éste,
aquél o ninguno). Todos los artefactos secuestrados por los Estados
Imperiales guardan la huella de esas interrogaciones.Todos los
poetas, músicos y pintores cuyas voces son hoy dinamitadas lo
supieron.
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