Por Daniel Link para Perfil
Uno de los muchos grandes defectos de
Games of Thrones fue haber postulado una “Edad Media” sin
catolicismo, como si se pudiera pensar un orden social sin el
imaginario que le sirvió de fundamentación y de consuelo. Como el
asunto narrativo se volvía insostenible sin el recurso religioso, en
las últimas temporadas introdujeron un culto bastante fanático ante
el cual hasta los soberanos debían rendir cuentas.
Pero la religión suscita las pasiones
más apabullantes y más ominosas: la destrucción, la depuración,
la aniquilación necesitaron siempre de ese componente irracional de
la fe sin fisuras (o de su negación a rajatabla). La religión es
siempre una religiosis (así
como hay cuarentena y hay cuarentenosis).
En los
últimos días nos hemos enterado de que una estatua de la Sirenita
fue vandalizada: sobre ella se escribió la leyenda “Pez racista”.
Quiero creer que la caracterización se refería principalmente al
personaje de Disney (que toma el motivo de Andersen pero lo lleva
hacia otro lado).
Yo,
que alguna vez fui un sirenólogo febril y que he leído a Propp, a
Bruno Bettelheim y a Greimas, he analizado mil veces los cuentos
infantiles con una perspectiva crítica que destaca, por ejemplo, que
“La Cenicienta” es el cuento del ascenso social, “Hansel y
Gretel” es el cuento de la liberación respecto del poder maternal
y “La sirenita” es el cuento de la desobedicencia al mandato
paterno.
Puede
comprenderse la ola de iconoclasia respecto de quienes promovieron un
orden racista cuyo penúltimo mártir se llama George Floyd, pero es
difícil colocar a la Sirena en ese mismo sitial de odio. “¿En qué
sentido es racista la Sirenita?
En la
historia de las ideas, la sirena era en principio un monstruo mitad
mujer y mitad pájaro, víctima de la discrimación de los olímpicos
(que despreciaban su canto). El catolicismo le agregó una segunda
segregación al transformar la cola avícola en cola ictícola: la
sirena medieval es ya la fuente del deseo sexual descontrolado y
vicioso. Andersen excava en esa cantera y recupera a una Sirenita que
desoyendo el mandato paterno, niega su condición física monstruosa
(desclasificada) para humanizarse. Y Disney le da a la historia una
vuelta de tuerca: la desobediencia no se paga con la muerte
(Andersen), sino con la felicidad de un garche sostenido en el
tiempo. ¿Qué debía haber hecho la sirena? ¿Obedecer al padre y
salir de su cuarentena marítima sólo una vez al año para ver pasar
los pájaros por el cielo?
El
asunto parece trivial pero no lo es. Ciento cincuenta intelectuales
(Chomsky, Margaret Atwood y Martin Amis entre ellos) acaban de
publicar una carta donde deploran que, como rechazo del
ultraliberalismo de derecha surja una posición igualmente
autoritaria que, en nombre de valores progresistas, defienda la
coerción, la censura y la persecución. La restauración del
fanatismo religioso y nada más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario