por Daniel Link para Perfil
Tan temprano te despertaste para ir a hacerte un análisis de sangre que no tuviste tiempo para revisar los diarios. Una amiga te mandó, ya cerca del mediodía, el video de Donald Trump con Village People. No pudiste salir de tu perplejidad, hasta bien entrada la tarde. “¿Qué nos pasó?”, te preguntás.
Participás de una generación que todavía recuerda los grandes momentos de la década del sesenta del siglo pasado. Cuba, desde ya, el nacimiento del pop (como arte, como cultura), “una nueva relación entre la cultura alta y la popular que irrumpió en Estados Unidos a comienzos de los años sesenta, en consciente rivalidad con la canonización del alto modernismo durante las décadas: precedentes” (Andreas Huyssen).
Si bien los análisis de tu amigo Andreas te parecen todavía demasiado europeos, también retenés ese momento en que la alta cultura modernista ingresa a la Casa Blanca de la mano de los Kennedy (incluida Jackie, figura emblemática de aquellos tiempos) como un equivalente de la irrupción de Mercedes Sosa en el folklore argentino.
Robert Frost, Pablo Casals, Malraux y Stravinsky son algunos de los nombres que marcaron el ingreso de la altérrima cultura no sólo a la Casa Blanca, sino a la representación política. Más allá de lamuseificación de las vanguardias (cumplida ya en los cincuenta) y de su incorporación a la cultura industrial a través de la reproducción masiva, el modernismo y las vanguardias venían ahora a jugar un papel en la política exterior de los Estados Unidos (que, no hace falta subrayarlo, alcanzó niveles altísimos de violencia). La clase de arte cuyo propósito explícito había sido siempre resistir la institucionalización se asociaba ahora con las instituciones más imperialistas.
¿Qué quedaba por hacer? Obviamente, reinventar el ethos alternativo, el ethos resistente que reaparecería en los happenings, en el pop, en el arte psicodélico, en el rock pesado y el teatro alternativo de las calles. Mientras Malraux garantizaba un préstamo extraordinario de La Gioconda al presidente de los Estados Unidos (en la Galería Nacional la vieron más de 700.000 personas), la vanguardia pop retuvo su filo y su negatividad en proximidad con la cultura de confrontación de los sesenta que, lo quieras o no, te constituyen.
Más de sesenta años después, el nuevo presidente de los Estados Unidos baila como un muñeco desarticulado mientras los restos vivientes de Village People intentan reproducir una coreografía que todo el mundo sabe y repetir una letra que todo el mundo entiende como lo que es, salvo el único sobreviviente cisetero de la formación original, que amenaza con mandar a juicio a cualquier que se refiriera a “YMCA como un himno gay”.
Podrías detenerte en la paradoja de que un gobierno de oligarcas homofóbicos se rodee de estereotipos del deseo homosexual vestidos con chaps, pero te parece que esa batalla ya no te corresponde darla.
Eso sí, quisieras pensar en la distancia entre Stravinsky y Village People como participantes del poder absoluto (Virgilio, más allá de su innegable talento, tuvo el patrocinio del primer protofascista, Octavio Augusto, a quien los sedicentes emperadores del presente intentan replicar).
En un texto que este año cumple cien años, Ortega y Gasset había advertido que el modernismo produce dos especies diferenciadas de seres humanos, como quien dijera Cromagnon vs. Neandertal. Los primeros tuvieron arte; los segundos, no. Los primeros se comieron a los segundos y sobrevivieron, pensás.
Lo que la patética fiesta de Trump ofrecía como evidencia es el ascenso al poder de una especie humana diferente de la tuya, cuya única razón es la fuerza y que no pudiendo comprender ni el arte ni las humanidades, pretende destruir esas esferas para siempre deshumanizando la vida, reemplazando el arte (en cualquiera de sus variantes) por una pacotilla industrial reciclada hasta el vómito.
Esa ignorancia llevada al registro de la jactancia tal vez sea el signo de la actual coyuntura. Sea.
Pero es de una gravedad insoslayable que todo conduzca a la celebración de la ignorancia, a la falsificación de la historia, y la imposición de un ideario deshumanizante. Si en los sesenta la propuesta de un nuevo arte fue, en consecuencia, un ataque a las instituciones sociales hegemónicas, seguirás sosteniendo ese ethos y sólo repetirás la coreografía de Village People dentro del armario al que te condenan.
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